Lumière nació en Garnalia central, pero por motivos que ella desconoce, su familia se fue a vivir a las regiones más frías del Førstgärd, las regiones más al norte, y se situaron justo en un valle, cerca de una pequeña aldea, a la que solían ir cada vez que las duras labores campestres, en aquel suelo frío e infértil, se lo permitían. Lumière era una jovencita curiosa, y eso es quedarse corto: siempre que su atareado horario se lo permitía, salía a explorar los alrededores.

Todo era normal hasta que un día encontró un trozo de papel que emergía de las nieves. Gracias a que uno de los ancianos de dicha aldea le enseñó a leer, a escribir, y a hacer cálculos, ella pudo leer el papel, pero no entendió nada, pues las palabras no eran nada conocidas para ella, y, verdad sea dicha, ella pensaba que las palabras eran inventadas. Sin embargo, las leyó, y costosamente, y, al ver que no pasaba nada, ella tiró el papel.

Y a los pocos días, se pudo ver que las cosechas crecían con mayor rapidez y eran más resistentes a las inclemencias del tiempo. Sea lo que sea lo que hubiere pasado, Lumière nunca atribuyó el hecho a las palabras que leyó, hace unos días, en un trozo de papel algo gastado, con la tinta algo borrada. No, ella pensó que la Diosa Madre, Svea, había decidido recompensar el arduo trabajo de las gentes del pueblo favoreciendo las cosechas.

Su vida era aburrida, y no sabía que ella albergaba el don de la magia. Durante uno de los inviernos más fríos, se vio atrapada en una tormenta de nieve. Tenía mucho frío y pensó que no saldría viva de la situación. Anduvo durante una hora, intentando mantener el calor como pudo, hasta que divisó, entre los copos de nieve, una figura femenina, algo difuminada por la nevada. Y Lumière, como la niña ingenua que era, corrió hacia aquella mujer, que no era muy mujer.

Era una figura femenina, sí. Su cuerpo estaba hecho de hielo, y su cabellera era nieve, sus ropas estaban confeccionadas con escarcha y su cuerpo no desprendía calor sino frío. Podría seguir describiéndola hasta el fin de los tiempos, pero prefiero no hacerlo para la conveniencia del lector. Aquella mujer, sin decir palabra alguna, tomó el rostro de la muchacha, y aunque su roce era más frío que el hielo y la nieve y la escarcha, a la muchacha le pareció cálido y apacible. La doncella lentamente desapareció, mientras que Lumière iba sintiéndose más cálida, más a gusto en esa tormenta de nieve. Sus ojos cambiaron de marrones a azules, y posteriormente a grises.

Volvió a su casa, tras haber reencontrado el camino, y nadie pareció haberse dado cuenta de que casi estuvo al borde de la muerte.


Su historia continúa cinco años después, cuando tendría aproximadamente trece años, en el festival de la primavera, por la noche, cuando se encendieron las hogueras y se ofrecieron ofrendas a la Diosa Madre, Svea, mientras que ella, junto a las otras jóvenes de la aldea bailaban entre las hogueras, comenzó a granizar. Uno de los ancianos de la aldea, que curiosamente era un miembro de la inquisición, se dio cuenta de que era Lumière la causante de aquella granizada. Ella, al ver como los aldeanos, incluso su familia, le mostraban hostilidad, echó a correr, pero no le sirvió de nada.

Se resignó a morir, pero algo en ella no se lo permitió. Pronto, bajó su mirada y observó sus manos, y vio que tornaron en hielo. Ella gritó, asustada, mientras el hielo comenzó a cubrir su piel nuevamente. Y no supo lo que hizo ella, pero se despertó por la mañana en su cama, pero no había nadie en la aldea ni en su casa.

¿Y qué puedo decir que hizo?

Huyó.

Meses y meses pasó ella en la carretera hasta encontrarse frente a los portones de hierro que coronaban la muralla de piedra que rodeaba un recinto en forma de torre, una torre que se elevaba a los cielos. Sin embargo, se desplomó por el cansancio antes de que pudiese llegar a tocar el portón, o a gritar para ver si había alguien.

Se despertó una semana después en una habitación blanca, sin estar cansada o herida, bajo el atento cuidado de una mujer de ojos azules como el cielo y cabellos negros como el ala de un cuervo. La mujer era bella, pero una tristeza infinita se veía reflejada en su mirada.

La aceptó como si fuese una hija y la instruyó en las artes de la magia. Lo que pasó durante su aprendizaje no es digno de mención, y por eso, no me molestaré en relatar los sucesos que ocurrieron desde que comenzó su aprendizaje en las artes de la magia hasta que consiguió, por fin, su túnica roja.

Y cuando consiguió su túnica roja, desapareció. Bueno, desapareció no sería el término correcto: Se encerró en un cristal, para descansar y curar las heridas que sufrió en una batalla, y desde entonces casi no se la volvió a ver. Cuando por fin estuvo curada, viajó a las tierras élficas, donde se instruyó con los disciplinados elfos en el arte de la batalla, llegando a ser una caballera angelical, siendo desde entonces cuando su lealtad hacia la Diosa se hizo evidente.

Regresó a la Torre no hace mucho, y por algún motivo acabó siendo maestra. Sin embargo, no se toma su rango muy en serio, pero está dispuesta a comportarse como una maestra si la situación lo requiere.