Anaë'draýl
Anaë'draýl
Elfo
Nombre : Anaë'draýl del Cedro y del Saúco
Escuela : Bosque Dorado, Fortaleza de Aryewïe
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Presidente del Concilio, Maestro (Magia básica y especialidades)
Rango de mago : Archimago, especialista en magia de luz y del aire
Clase social : Nobleza, duque del Cedro y del Saúco
Mensajes : 23
Fecha de inscripción : 26/06/2018
Edad : 818
Localización : Enawë
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Un viento frío sopló de pronto, haciéndole perder el equilibrio momentáneamente; a su espalda aún brillaba el óculo que señalaba Enawë. No podía creer que tras tantos años no se le hubiese ocurrido hacer uso de estos para el teletransporte. Quién lo diría, el director de la escuela más prestigiosa a nivel global… apartó aquel pensamiento de su mente; bien mirado nadie podría saberlo jamás ahora que había comenzado a usarlos.

Un escalofrío lo recorrió, recordándole que no se encontraba en su ducado. Tras unos instantes su hechizo se activó regresando su temperatura a niveles más naturales. - “Estas tierras de bárbaros, tan frías y vacías como sus propias mentes” -. Ataviado con lo más simple de su guardarropa esperaba encontrarse con la… archimaga Noire.

Miró hacia los lados, no sabía exactamente por dónde se encontraba su casa, la señora del Lago de la Luna lo había informado de la ubicación aproximada, pues pesaban hechizos de ocultación sobre ella. Como no estaba dispuesto a caminar ni un minuto sin rumbo decidió hacer uso de uno de los primeros hechizos que se enseñan en las escuelas: coïsta.

Al instante pudo sentir la presencia de varios animales a un buen trecho hacia el norte, entre ellos uno de destacable estatura. Sin prisa se dirigió al lugar, advirtió un sendero que no parecía haber estado allí antes. Supuso que, como muchas cosas en el mundo mágico, solo podía verse una vez sabías dónde estaba. Animado por aquél rompecabezas su humor mejoró, olvidando un poco el frío acuciante del que su hechizo le resguardaba, y fue capaz de admirar el paisaje que lo rodeaba. El contraste entre la llanura en que se encontraba y las montañas que se extendían más allá de los albores del horizonte era francamente bonito por mucho que no le gustara aceptarlo.

Tras apenas unos minutos pudo alcanzar a ver una columna de humo que se alzaba hacia el cielo, cada vez más claro a medida que avanzaba el amanecer. Aquella visión lo enturbió: como no solía salir de Enawë había olvidado lo común que era en otras tierras, menos desarrolladas, el uso de madera común. Según fue acercándose divisó varios edificios de estilo similar, es decir, según él todos innecesariamente toscos, al más puro estilo nórdico. Sonidos de animales desde algunos de ellos confirmaron su sospecha de encontrarse en una especie de granja. Más allá, un tanto separado, se encontraba otro edificio, más trabajado que los demás, pero no dejaba de ser una choza.

La nieve cubría todo como una fina capa de seda, dándole un aspecto más delicado de lo que aquel caserío merecía. Se sentó en una zona cercana a la verja: no tenía intención de entrar, al menos por ahora. Con ensayada naturalidad realizó varios gestos en el aire que brillaron por un instante antes de titilar y desaparecer; por sí mismos no tenían ningún efecto relevante pero, tras el último, reaparecieron a su alrededor como un fuego azulado que salió disparado hacia el sol, frenó en seco y empezó a caer formando una cúpula que apenas cubría las inmediaciones del elfo.

Al tocar el suelo marcó la tierra en un círculo perfecto. La nieve comenzó a derretirse de fuera hacia dentro, dejando ver un suelo verde y lozano. Al derretirse la nieve, dejó pequeñas gotas que se fueron uniendo como atraídas entre sí, creando una charca de la que salieron pequeñas formas de color verde con sonidos muy característicos. Por primera vez desde que salió de Enawë, Anaë’draýl sonrió.

Lumière Noire
Lumière Noire
Humana
Nombre : Lumière Noire
Escuela : La Torre, Escuela del Lago de la Luna, Fortaleza de Aryewïe
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Cargo especial : Maestra de Magia Básica (La Torre), Miembro del Concilio
Rango de mago : Archimaga, Experta en Magia de Agua, Aprendiza de Magia de Luz
Rango de guerrero : Guerrera experta (Espadas y mazas, una mano), Guerrera aprendiz (Mazas y martillos, dos manos)
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Estos últimos meses, por no decir este último año, habían sido sorprendentemente pacíficos. Parecía ser que el mundo, al final de todo, tendía a la tranquilidad, a la falta de acción, al eterno reposo de todos nuestros enemigos y nuestros aliados. Es decir, no puede haber conflicto cuando no hay personas que se disputaran fuera lo que fuera: tierras, títulos, creencias y demás motivos que suelen desencadenar desde trifulcas menores hasta guerras entre Estados Nación. Por este motivo, había, hasta cierto punto, desatendido (aunque esa es una palabra muy fea, no se me ocurre otra que exprese ese significado sin ese deje de dejadez) mis labores de maestra en ambas escuelas. Como todas las veces que había acabado en la granja, podía permitírmelo: había suficiente gente para encargarse de todos los alumnos que iban y venían (como todo lo demás, en menor número).

Igual también se debe a mi reciente cargo de archimaga, si bien ya se ha cumplido el año desde mi consagración, y con holgura. Ahora quizás se crean que soy demasiado importante e inaccesible como para molestarme con meras cuestiones académicas como las que solían ocuparme los días: que si tal alumno no sabía leer, o que si a este otro no le salía bien un hechizo, que si tenía que examinar a otro que se presentaba a la prueba del aire... y un largo etcétera. A nadie le sorprendió, pues, que decidiera pasar varios días a la semana de vuelta en mi granja, pequeño remanso de paz en este mundo antaño caótico y ajetreado, si bien ahora podría caerme muerta en cualquier rincón de Garnalia sin temer la más mínima reprimenda.

Es decir, no había abandonado por completo mis labores de maestra. La diferencia es que antes pasaba una semana aquí y la otra allá, entre valle y lago; ahora, dos o tres días allí, dos o tres días en casa, y dos o tres días allá. Todo iba bien. Si bien sabía y aceptaba que la gente considerara que no estaba del todo bien mentalmente (me decían: si puedes hacerlo todo usando la magia, ¿qué sentido tiene ponerte a cultivar tierras, amasar pan, criar gallinas?; yo no les respondía. A fin de cuentas, ¿qué sentido tiene hacer cualquier cosa en la vida si no es por el puro placer de hacerlo?), sus opiniones me importaban más bien poco. Una no llega a mi edad, pasando tras tantos desasosiegos y demás tristezas, sin aprender a poner sus intereses primero y los de los demás segundo.

Como siempre, me levantaba con el amanecer, y había constatado que pasar menos tiempo en el Lago de la Luna ayudaba a que mi cuerpo volviera a configurarse de acuerdo con la salida y la puesta del sol, cosa que en la escuela de la noche eterna era más bien difícil. Las tareas en la granja eran interminables, pero esto era algo que veía con buenos ojos: de cierto modo, era como meditar, una agradecida oportunidad para dejar atrás todas las responsabilidades que la magia había impuesto en mi vida. Desocupaba la mente de todas las preocupaciones durante unos días antes de volver a ser Lumière Noire, Archimaga, Maestra de la Torre y del Lago de la Luna, Maga Experta en Magia del Agua, y otras tantas cosas así. De cierta manera, darle de comer a las gallinas era como cuidar a los alumnos y asegurarse de que no abandonaran la senda del Bien.

Así que: ¿por qué cultivo tierras? ¿Por qué amaso pan? ¿Por qué crío gallinas? Porque detesto la inactividad, supongo. Porque me parece agradable ocuparme de labores tan mundanas pero a la vez tan gratificantes. Eso no significa que en mi granja la magia esté prohibida, ni mucho menos, pues son varios los hechizos que se cierran alrededor del perímetro del caserío para protegerme de visitas indeseadas, y varios eran los hechizos que usaba en el día a día para no tener que hacer yo misma las tareas más desagradables de la vida campestre, reservándome solo aquellas que me dieran en placer de crear, de ver crecer, de hacer y disfrutar. Todo lo hago por amor al arte, de cierto modo, y no dependo de las cosechas para alimentarme, de mis ovejas para abrigarme, de la clemencia del clima para poder disfrutar del mundo un año más.

Esta mañana no fue diferente. Me levanté y me lavé con ese agua tan fresca que solo puede encontrarse en los manantiales del norte de Garnalia. Ya lo dice un dicho nórdico: quien beba de nuestros riachuelos, jamás podrá saciar su sed con otra agua. Tras reavivar la lumbre del hogar, me vestí con cuidado: si bien ya se acerca la primavera, que promete un clima más templado y clemente, aún refrescaba por las noches, y no sería extraño ver heladas y nevadas hasta bien entrado mayo. Las varias capas de ropas de lana hacían un buen trabajo de evitar que me congelara, así que podía dedicarme a mis quehaceres y labores sin tener que estar pendiente de tener un hechizo térmico activo a cada rato.

Me dediqué a la primera tarea de la jornada: hoy era día de hornear, así que iba a aprovechar que encendía el horno para, además del pan, prepararme la comida para los próximos días, porque encender el horno solo para unas rebanadas de pan era un malgasto de madera. Potajes en sendos recipientes de arcilla, media gallina vieja que iba a asar (con la otra mitad iba a hacer sopa) junto con algunas verduras... Quizá fuera mucho para una única persona, pero intentaba comer, siempre que pudiera, en mi granjita; a mi parecer, la comida creada con hechizos no sabía tan bien como la que se hace con ingredientes de verdad, y en la Torre volvíamos a no tener cocinero (bien poco nos duraban), y creo que en el Lago de la Luna nunca hubo tal puesto. Como la Torre, la magia provee a los alumnos de todo el alimento necesario.

Me encontraba hasta los codos en un barreño de masa de pan que estaba sometiendo a mi voluntad, mezclándola y arrejuntándola y golpeándola e incorporando bien todos los ingredientes hasta que tuviera la elasticidad que deseaba. Fue en ese momento cuando me percaté de la presencia de un huésped en mis territorios. Tenía un pequeño vigía dedicado a ese cometido: avisarme de la llegada de desconocidos. Por lo general, la gente no era capaz de encontrar el camino a mi granja, y si acababan por toparse con él, con cada paso tenían el presentimiento de que igual era mejor desandar el camino. Ayudaba el hecho de que hubiera elegido un lugar bastante remoto, en las cercanías del Fuerte Oeste, que tiene reputación de estar embrujado, o de que hay fantasmas rondándolo. Los nórdicos son gente muy supersticiosa y, por lo general, no se acercaban mucho al lugar si no fuera imprescindible. Para todos los demás, algunos hechizos de ocultación servían.

Quienquiera que fuera mi inesperado huésped, me buscaba a mí. El vigía me comunicó que se trataba de un elfo, y nada más pronunció la primera sílaba de la palabra «dorado» (no sé si en referencia al personaje en sí o a su atuendo) ya supe que el ilustrísimo señor presidente del Concilio y señor del Bosque Dorado, además de algunos cuantos cargos nobiliarios que servían para hacer que se le hinchara el pecho de orgullo y un inmerecido sentimiento de superioridad, había decidido regalarme con su presencia en esta mañana. Solté un suspiro, mientras comenzaba a lavarme los brazos de los restos de harina y trocitos de masa que se me habían quedado pegados, y le dije al vigía que podía volver a sus ocupaciones, que ya me encargaba del áureo individuo.

Anaë'draýl había tenido la pésima educación de presentarse sin avisar, al menos sin avisarme a mí directamente. Alice me había hecho llegar un mensaje de que su excelencia presidencial había preguntado por mi paradero, así que ya sabía que recibiría una visita suya tarde o temprano. Mientras me lavaba y adecentaba un poco (aunque no hice ningún esfuerzo por hechizar mis ropas para que parecieran más de lo que son; detesto la ostentosidad, a diferencia del elfo: mis ropas eran simples, de lana, pero de buena factura, duraderas. Los ropajes de sedas y algodones élficos a duras penas sobrevivirían el ritmo de vida de un norteño), noté cómo entraba en la casa, a través de un ventanuco semiabierto, un brillo azulado.

También entró en algunos de los otros edificios de la granja, llamando la atención de algunos animales, como mi vaca lechera, Øjra, que contemplaba los brillos y las centellas con una mirada impasible mientras rumiaba un bocado de heno. Sus ojos, pozos negros sin fin, reflejaban solo superficialmente aquel espectáculo de luces de aurora y arcana, pero no daba muestras de sorpresas ante tal alarde de hechicería. Había despertado a alguna de mis gallinas, pero estas tampoco parecieron demasiado alteradas por las luces y los destellos de aquel extraño individuo. Mientras me acercaba a la puerta, una de mis gatas, de pelaje anaranjado, altanera y algo arisca con los desconocidos, se deslizó debajo de mis faldas y se me pegó a las piernas.

Abierta la puerta, me adelanté unos pasos para hacer visible mi figura. Sujetaba un farol, aunque pronto no harían falta tales instrumentos para poder ver con claridad.

Vaya, qué sorpresa —primera mentira—. No esperaba verle por aquí, señor presidente —segunda mentira—. Acérquese. ¿No quiere usted entrar? No suelo recibir huéspedes por aquí —primera verdad—, así que no está la casa tan cuidada como lo estaría si hubiera sabido que vendría —tercera mentira. La casa siempre está bien limpia y arreglada, aunque algo me dice que cualquier cosa que no se asemeje a sus palacios en Enawë no llegaría a satisfacer al elfo—. Venga, pase. Eso sí, le agradecería que no lanzara usted hechizos en las inmediaciones. Podrían alterar a los animales —cuarta mentira. Mi cara estaba decorada por una serena sonrisa al estilo élfico, es decir, esas que no abandonan tu rostro ni cuando el huésped que se te presenta un huésped no deseado, esas que no abandonan tu rostro ni cuando estás en medio de un duelo verbal con alguien. Mis animales no se molestan por la magia, pero sí agradecería que no se pusiera a lanzar hechizos en mi casa sin mi previo consentimiento. Los modales (y la decencia humana) son la única cosa que separan al Concilio de la Necravia, en mi opinión, y a veces ya ni tanto; da igual que alguien esté consagrado a la Diosa si pretende hacer mal uso de su poder. Por ejemplo, la difunta señora esposa del señor presidente del Concilio.
Anaë'draýl
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Las formas variaban de tamaño y color de un momento a otro, parecía como si la nieve misma se hubiese transformado en una masa inestable de algo inconcreto. Una mueca de pesar inundó el corazón de Anaë’draýl, pero no su rostro, su rostro sin embargo permanecía impasible y sereno - “Inalterable como el sol, solía decir mi padre” - al final, la cultura élfica así lo exigía y él debía ser un ejemplo.

Con nueva determinación volvió a trazar símbolos en el aire, esta vez parecían más limpios, más claros; si bien no gozaban del brillo de la última vez, los dibujos resultaban más uniformes. Su esfuerzo se vio recompensado: al poco tiempo las figuras, antes sinuosas, tomaron formas claras,  firmes y de brillantes colores.

Una vaca lo miró impasible, pese a ello Anaë no se desanimó, aquello no iba con ella al fin y al cabo. Fue entonces cuando escuchó la voz de la humana. No fue un sobresalto como tal, pero sí que rompió su concentración deshaciendo el muro de delicado brillo azul que se había formado en torno a él. No obstante no pareció importarle. Se levantó resuelto, escudriñó el caserío con calma por segunda vez, los edificios guardaban cierta distancia y eso les hacía no distorsionar del todo aquél paisaje tan solitario; juntas pero independientes.

Se acercó con la elegancia y suavidad con la que cae una hoja otoñal arrastrada por la suave brisa. Fijó su mirada almendrada en el blanco de la lana, para un elfo como él la escasez de iluminación no era un problema; la última vez que la había visto fue durante el concilio y desde entonces apenas había pasado un parpadeo; no parecía haber cambiado, si bien su figura se veía oculta tras las capas de abrigo. - “Sin duda escoge la comodidad a la elegancia” - Pensó a modo de reproche. Tampoco se consideraba como los habitantes de Aearchîr, cuya costumbre se basaba en que cuanto más incómodo el mobiliario y vestimenta, más ricos eran. Con todo, una pizca de estilo en lo que hacías y vestías decía más de tí que el más largo sermón, y si algo le faltaba a aquella bella mujer, era estilo.

- ¿Va de luto? - Dijo , sin alzar la voz cuando aún quedaba un buen trecho para alcanzar la valla, acompañando la pregunta de una sonrisa. Era evidente que no, nadie llevaría semejante mezcla de colores a modo de velatorio.

A medio camino el viento le trajo un agradable olor a pan recién horneado , - “Ahh, así que sabe cocinar, qué cosas” -. No es que fuese una habilidad exclusiva, pero entre los magos no solía ser una actividad popular, al final el estudio de la magia requería de mucho tiempo y ello invitaba a no dedicar mucho a tareas que pudiesen ser fácilmente realizadas con un par de hechizos; en especial los archimagos resultaban ser personas muy atareadas. Tal vez fuese que sabía encontrar tiempo para apreciar las pequeñas cosas de la vida, aunque fuese desde una perspectiva más... humana.

- Señora Noire - Hizo una inclinación de cabeza que acompañó con el cuerpo en una expresión de saludo respetuoso perfecta pero con un sutil mensaje, no era muy marcada.
- ¿Lo es? - Dijo no muy convencido, guardó silencio; aunque no dejó la frase flotando mucho tiempo antes de añadir: - Creía haberle comentado a la Señora del lago que le avisara con tiempo - De eso si estaba convencido, sonrió. “Normal que no recibas huéspedes, has escogido el lugar más recóndito que uno pudiera imaginar.” - Oh, no tema, no vengo a hacer ninguna inspección - Soltó a modo de broma. De hecho, de haber estado desordenada, no le sorprendería en lo más mínimo, era bárbara después de todo.

- ¿De veras? - Dejó entrever un tinte irónico. Con un gesto impreciso pareció abarcar el aire a su alrededor. - Me consta que son varios los hechizos que pesan sobre su hacienda. - “Pobre mago sería si no supiese reconocer un vigía a un árbol de distancia. Por añadidura sus animales no parecían muy inquietos con los hechizos” - Pensó mientras observaba el marco de la puerta con detenimiento, parecía una estructura sólida pero sin duda con una falta de tacto nada sorprendente.

Entró cerrando la puerta al pasar sin mirar atrás, no con la mano por supuesto, una conveniente ráfaga de aire lo ayudó en su propósito, eso sí, sin dar un portazo, con suavidad, como debía ser. - Disculpe, siento curiosidad - El olor resultaba más intenso a medida que entrabas, lo cual tenía sentido al encontrarse cerca del horno - no he podido evitar advertir que prepara comida, ¿de qué se trata?

Lumière Noire
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Nada más abrir la boca pude notar cómo la mirada del señor presidente se clavaba sobre mí, sin duda analizando hasta el más mínimo detalle mi ser. Su rostro, como dicta la buena etiqueta élfica, no dejaría de mostrar una expresión afable durante todo el tiempo que durara la visita, pero eso no significa que todo lo que residiera entre sus alargadas orejas lo fuera. Es uno de los grandes defectos de la alta sociedad, no solo élfica pero también humana, motivo por el cual, con la excepción de todos los miembros de familias reales y nobles que he conocido en mi estancia en la Torre, no tengo trato con ese tipo de gente. Tampoco es que ella precisamente buscara el mío, y considero que estamos más felices en nuestros respectivos rincones de la tierra.

Pero esto me lleva a una pregunta: ¿a qué se debe esta ofensiva de la Elendë sobre tierras nórdicas? Dudaba, y acertadamente, que Anaë'draýl no había venido solo por el placer de mi compañía. Si bien, nada más comenzar mis andanzas por el mundo como archimaga, había intentado ser imparcial con el señor presidente, tanto mis experiencias como las reportadas habían hecho que viera a su dorada persona desde un punto de vida menos amistoso. Sabía por fuentes fiables lo que había sufrido Catherine a manos de su esposa, y eso me llevaba a preguntarme si era cómplice. Es decir, no intentó detener el asunto, por lo que cómplice es, pero, ¿tomó parte activa?

En resumidas cuentas, no parecía ser un individuo que se desplazara al norte de Garnalia para ver a su estimada amiga, la archimaga Lumière Noire, en su rancho. Por el silencio que reina en los albores del norte, y en especial en la zona en la que vivo (donde tengo fe de ser la única habitante por motivos previamente expuestos), pude escuchar aquella pregunta que formuló, que sin duda no buscaba respuesta. Le respondí con una sonrisa amable y otra pregunta:

¿Van las ovejas de luto? —Pregunta con respuesta evidente, a mi opinión. No se pueden aplicar conceptos humanos (o élficos) a los animales, en especial cuando los conceptos difieren entre ambas culturas. Aquí, en el norte, el luto no se expresa mediante los colores de la ropa; está más relacionado con el pelo, con cortarlo o cubrirlo de cenizas, pero eso es tema para otro día.

Esperé a que se acercara lo suficiente a la puerta antes de seguir hablando, momento en el cual él saludó oficialmente, con una inclinación de cabeza y de cuerpo, al que respondí de igual manera, acompañándolo con un «señor del Cedro y del Saúco», porque el señor presidente del Concilio carecía de apellidos, así que había que referirse a él por sus títulos nobiliarios.

Los hechizos —respondí con un tono de voz calculado y neutro— que yo lanzo en las inmediaciones no suelen ir acompañados de tantas luces como los suyos.

Ambos nos adentramos en la casona. La diferencia de temperatura entre el exterior y el interior era marcada, por lo que no necesitaba el largo abrigo de pieles, que dejé colgando cerca de la entrada. La casa no era demasiado grande ni demasiado pequeña, pero contaba con estancias separadas para dormir y para vivir, como era costumbre en el norte, aunque las chimeneas eran compartidas entre las diferentes habitaciones para no tener que encender dos fuegos para calentar dos salas diferentes.

Con tranquilidad, me dirigí a la cocina a sabiendas de que a Anaë'draýl no le quedaría otra que seguirme. Preguntó, quizás por educación, quizás por hambre, qué estaba cocinando. El horno ahora estaba cerrado, cocinando los potajes y los asados mientras preparaba la siguiente remesa de pan. Pareciera casi que era una trabajadora ama de casa que tenía toda una familia que alimentar.

Pan y diferentes preparados, principalmente størn, aunque seguro que a usted le resulta más familiar llamarlo sulpalárëa —le dije, empleando el término local y el término en el élfico de Enawë para referirse a un estofado—. Tenga usted la condescendencia de tomar asiento. ¿Puedo ofrecerle algo para comer o para beber?

La cocina era la estancia más grande de la casa y el centro de la vida familiar en la época fría del año, cuando no había más remedio que quedarse en casa si uno no quiere congelarse, lo que implica un tercio del año (en los demás tercios hace frío, sí, pero no tanto como para impedir la vida en la granja). Además del fuego del hogar, del horno y de la mesa donde tenía la masa a medio amasar, había otros muebles que conformaban la cocina tal, una batería de ollas y sartenes, unas ristras de ajos y otros ingredientes colgando y, en otra mesa, más pequeña, el pan ya horneado, cubierto con un mantelito blanco.

Si bien por fuera la casona era de bloques de piedra, por dentro estaba recubierta con planchas de madera en algunas paredes y estuco blanco en otras, estas últimas decoradas con motivos tradicionales y geométricos en rojo. Una gran mesa de roble, que ya estaba aquí cuando llegué, acompañada de sus sendas sillas, era la pieza central de la estancia, donde se reuniría la familia en las largas horas de oscuridad diurna que caracterizan nuestros inviernos, si no arrejuntados alrededor de la cercana chimenea, a pasar las horas como bien pudieran. Había más muebles, armarios, estanterías, sillas, y mesitas pero, de momento, no son de interés.

Y dígame, ya que está: ¿a qué se debe el placer de su visita? Mi casa no se encuentra, precisamente, en una zona en la que uno decide ir a dar un paseo.
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- Supongo, en especial por aquellos que mueran - Dijo risueño antes de llegar al soportal, tras una pausa añadió arqueando una ceja: - ¿No dicen que hay fantasmas por aquí? - Su voz se escuchaba cristalina, casi bromista, y melódica pese a que los separaban varios metros de distancia.

Una vez llegó al desnivel de madera, que no crujió al ser pisado, pronunció: ¿De veras? Es una pena porque son mi especialidad - Dijo en un tono jovial que haría olvidar al más dispuesto que ya rondaba los 815 años de edad.

Siguiendo a la archimaga de cerca, pero dejando una distancia prudencial, fue observando sin detenerse el caserío; No parecía de gran tamaño, de hecho, de no ser por la extensión de sus tierras, seguramente podría tratarse de una simple casa de algún comerciante bien posicionado. Por supuesto todo depende de la zona. No es lo mismo poseer una gran mansión en el centro de una gran ciudad, que a las afueras de un pequeño pueblo. Y si bien ambas pueden considerarse ostentosas, sin duda su valor será muy diferente. Pero también depende de lo que busque el arrendatario, y aquél no era un buen momento para vivir en el núcleo de una gran urbe.

La simpleza del exterior daba paso a una cuidada selección de mobiliario y demás decorados que, pese a no ser tan ampuloso como lo puede ser un salón real, daba una sensación de armonía en su conjunto. La temperatura fue aumentando gradualmente a medida que se aproximaban a lo que, por cómo olía, Anaë supuso que se trataba de la cocina. Lo cierto era que al entrar la diferencia fue notoria, y ya no hubo necesidad de mantener el hechizo térmico. Por fortuna, pese al contraste, el ambiente resultaba casi acogedor. Un elfo como él, perteneciente a una zona tan ventosa como el Túrandor Alíssalda, era sensible a los cambios de temperatura, en especial si acudían al espectro más cálido entre ambos.

- Ah sí, un estofado. - Dijo para dar a entender que él dominaba tan bien el idioma de los bárbaros como ella el élfico - Confío en sus habilidades culinarias señorita Noire, al menos no huele a quemado. - Sonrió mientras hacía un amago de mirar por encima de su hombro para comprobarlo.

Al entrar a la cocina algo en su mente se iluminó de pronto. Ahora se daba cuenta de que quizá no se había llevado una impresión ajustada del hogar de la archimaga Noire. Evidentemente no era un palacio floreciente. Y estaba lejos de parecer una mansión. De hecho, en muchos aspectos no era más que una granja. No lo digo peyorativamente. Anaë pasó gran parte de su infancia viajando y visitando a los diferentes jornaleros que trabajaban en las tierras de sus padres todos dignos del importante puesto que ocupaban en el escalafón de la región.

La mitad del mundo está hecha de comunidades diminutas que han crecido alrededor de poco más que un mercado de encrucijada, o una cantera de arcilla, o un meandro de río con la corriente lo bastante fuerte para mover una rueda de molino.
 Y a veces, esos pueblos son prósperos. Algunos tienen un suelo fértil y un clima benigno. Algunos florecen porque están en una ruta comercial. La riqueza de esas poblaciones es evidente. las casas son grandes y están bien acabadas. La gente es cordial y generosa. Los niños están saciados y contentos. Se pueden comprar artículos de lujo: pimienta, canela, chocolate. En la taberna nunca faltan el café, el buen vino y la música. Luego, hay otro tipo de pueblos. Pueblos construidos sobre un suelo pobre y agotado. Pueblos donde se quemó el molino, o donde se extrajo toda la arcilla años atrás. En esos sitios, las casas son pequeñas y están mal reparadas. La gente es enjuta y desconfiada, y la riqueza se mide en cosas pequeñas y de utilidad práctica. Haces de leña. Dos cerdos en lugar de uno. Cinco tarros de mermelada de flor de rosa.

A primera vista, su hogar parecía de esa clase de lugares. Solo había casitas de tamaño promedio, piedras rotas y alguna que otra cabra a la vista. Y, si bien podrían estar confinadas en alguna de las naves a resguardo del frío y el viento inclementes, en gran parte de Garnalia y tierras adyacentes, o en cualquier sitio de los Cuatro Rincones, una persona o familia que vivía en una casita con apenas unos pocos muebles sería considerada desafortunada. A un paso de los indigentes.
Pero si bien las casas que había visto eran relativamente pequeñas, no se parecían a las que encontrarías en un pueblo garnálico medio olvidado, hechas de tepe, troncos y barro.

Todas las casas de aquella propiedad eran de piedras bien ensambladas, ajustadas con una astucia que era difícil ver. No había rendijas que dejaran pasar el incesante viento. Ni techos que gotearan. Ni puertas con bisagras de cuero resquebrajado. Las ventanas no tenían pieles de oveja aceitadas ni eran simples agujeros tapados con postigos de madera. Eran de cristal hecho a medida, y tan herméticas como las de la mansión de un banquero.

Pero lo que más llamó su atención fue el horno. No usaba las chimeneas. No le malinterpreteis: es preferible disponer de una chimenea que morirse de frío y no tener dónde calentar un plato que llevarse a la boca. Pero la mayoría de chimeneas sencillas que construye la gente con piedras sueltas o ladrillo de toba tienen corrientes de aire, son sucias e ineficaces. Te llenan la casa de hollín y los pulmones de humo. Y si esas mismas las usas para cocinar… el resultado es, desde luego, muy desagradable.

En lugar de eso, Lumière Noire poseía una chimenea robusta, de aquellas en las que puedes confiar, pero sobre todo, tenía un horno de gran calidad, donde podía preparar todo tipo de alimentos sin la preocupación de quemar la casa o no poder respirar. Era un horno de aquellos que duran un siglo y que valen más de lo que gana un granjero en todo un año de duro trabajo en el campo. Uno de esos tesoros estaba metido en aquella casita de piedra baja de apenas tres espacios bien diferenciados.

En definitiva, muebles de buena madera, paredes decoradas y todo tipo de utensilios que gritaban a viva voz que aquello no era el puñado de casas desperdigadas de una dueña desgraciada que llevaba una dura existencia en la desnuda llanura entre montañas. No, no era pobre; no se alimentaba de sopa de col ni vivía atemorizada por la llegada del invierno. Formaban, ella y sus animales, una comunidad sobria, moderada y próspera.
Y había algo más. Pese a la ausencia de salones de banquetes relucientes y trajes elegantes, el hogar parecía una mansión en miniatura. Era rica de una manera discreta y práctica. Y si bien aquello, en cierto modo, le sacaba de sus casillas, el hecho de saber que al menos uno de los miembros del concilio vivía de una manera respetable, le hacía sentir cierto sosiego, como un faro en aquel mar embravecido de patanes que conformaban el selecto elenco de la Diosa.

- Sinceramente - Dijo con un tono en el que no se hallaba ninguna broma pese a no perder aquél suave tinte musical - pensaba que vivirías en algún cuchitril como los demás. De hecho, cuando llegué y vi aquella granja perdida de la mano de nuestra señora… me temí lo peor.

Escogió la silla más cercana a las ventanas y se sentó, agradeciendo la cortesía de la dama, no sin antes revisar que se encontraba en un estado óptimo para su uso, detalles a destacar como: no tener nada encima, no estar sucia o no cojear… eran de suma trascendencia para Anaë’draýl del Cedro y del Saúco. Le gustaba encontrarse en los asientos que diesen a ventanas porque si debía hacer uso de una teletransportación inmediata, ante una situación de peligro u otra índole igualmente alarmante, no tenía que perder el tiempo tratando de visualizar algo; con un simple giro de cabeza podía teletransportarse al punto más lejano del horizonte y, queráis que no, eso es algo que le tranquilizaba.

Una vez bien ubicado, se inclinó hacia delante con cierta delicadeza, como si fuese a revelar información de vital importancia. - Me alegra que me lo pregunte. Supongo que está al corriente de la terrible enfermedad que asola a Garnalia en estos momentos, dudo que tarde en extenderse por todo el continente, y si bien temo por mi… - iba a decir raza pero decidió cambiar de término - ...s ciudadanos, no veo con buenos ojos el dejar a la mitad de la población mundial a su suerte - en verdad le importaba bien poco en general, el problema era que, aparte de todo lo que afectaría al comercio y a las relaciones políticas entre reinos si el presidente del concilio se quedaba de brazos cruzados, muchos de los curanderos y magos que ayudaban a heridos y enfermos, eran elfos, y estuviesen o no en Enawë, dejar morir a uno de los suyos era algo que jamás podría perdonarse, no si podía haber hecho algo para evitarlo. - Ciertamente le viene bien vivir en un lugar tan alejado de todo. Varios de nuestros comerciantes ya lo han contraído, algo inevitable teniendo en cuenta la gran afluencia de individuos que se concentra en los mercados, y están siendo tratados en la fortaleza de Ayrewïe, pero temo que no podamos frenarlo antes de que mate a alguien más - “en especial de los nuestros” - Pensó. - Estas cosas son como el fuego, una vez se propaga, es difícil detenerlo.- Dio un suspiro, bueno, no fue exactamente un suspiro, fue la clase de suspiro que esperarías de un noble, un gesto sutil pero que no dejaba pasar desapercibido el dolor que cargaba consigo - De eso, precisamente, venía a hablar.
Lumière Noire
Lumière Noire
Humana
Nombre : Lumière Noire
Escuela : La Torre, Escuela del Lago de la Luna, Fortaleza de Aryewïe
Bando : La Diosa
Condición vital : Viva
Cargo especial : Maestra de Magia Básica (La Torre), Miembro del Concilio
Rango de mago : Archimaga, Experta en Magia de Agua, Aprendiza de Magia de Luz
Rango de guerrero : Guerrera experta (Espadas y mazas, una mano), Guerrera aprendiz (Mazas y martillos, dos manos)
Clase social : Plebeya
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Los fantasmas llegaron una vez me instalé en el caserío —expliqué, mi seriedad contrastando con el tono jocoso de la voz del elfo—, pero acabaron yéndose y no han vuelto. Era molesto: su concepto de comunicación se reducía exclusivamente a grabar mensajes en las paredes con un cuchillo. Intenté convencerles de que usaran papel y tinta, pero no eran capaces de hacer movimientos pequeños con una pluma, así que desistí —Dudaba que el elfo conociera los pormenores de la vida de su anterior rey (si no contamos a Félix, que había usurpado el trono) tanto como para saber que el fantasma del cuchillo y la pared había sido él, después de ese incidente en el que se pasó al bando del Dios y yo me encargué de darle su merecido. No voy a negar que hubo cierto elemento de venganza en mis acciones—. También, hace unos años, un dragón decidió instalarse en mi patio. Hoy día, me contento con animales más típicamente rurales. Así que sí, evite, por favor, los conjuros demasiado deslumbrantes —Y ahora, añadí una sonrisa—, porque me temo que aquí no tendrá mucho público que impresionar con tales demostraciones.

Ya en la casa, hice de buena anfitriona ofreciéndole al invitado (¿pero quién le había convidado? Yo no) asiento y refrigerios, aunque este último término no me parece muy apropiado, porque rara vez en el norte ingerimos alimentos y bebidas para refrescarnos, más bien por lo contrario (malditas idiosincrasias centrogarnálicas). Sin embargo, pareció tomarse su tiempo para analizar hasta el más minúsculo detalle de la cocina, algo que aproveché para seguir con mis labores culinarias, ahora centradas en mostrarle al presidente un poco de hospitalidad nórdica. Para cuando saliera de sus ensimismamientos, se encontraría con la mesa enmantelada, y sobre ella una pequeña hogaza de pan, aún caliente del horno, un pequeño tarrito de gres de mermelada de arándanos, otro con hlåtaréme, parecido a una especie de mantequilla sin salar. Para completar, un plato de madera y un par de cubiertos. Para la bebida, había puesto una tetera al fuego para que hirviera el agua.

Sus palabras, que sin duda a su parecer eran el culmen de la buena educación y admiración, me parecieron despectivas. Vivir en un cuchitril, como los demás. Me faltan, de hecho, palabras para expresar todos los sentimientos que se arremolinaban en mi cabeza en esos momentos, la mayoría negativos y dirigidos al señor presidente. Escuché cómo tomaba asiento pero no le vi, puesto que había regresado a mis labores, arremangándome para ponerme a amasar otra remesa de pan; había reservado un poco de la masa y le había incorporado mantequilla, leche, huevos y un poco de miel, para hacer unos cuantos bollos dulces, que igual compartiría con otros profesores y algún alumno que estuviera mostrando buenos progresos durante la próxima semana. Igual me los comía yo todos, nunca se sabe. Igual me dediqué al amasado con más empeño del que habría usado en otra ocasión, pero no se puede confirmar.

¿Pretende que me lo tome como un cumplido? —respondí, igual con una pizca más de hostilidad que antes. Igual eran imaginaciones del elfo—. Si lo prefiere, puede tostarse el pan. Tiene licencia para conjuros ígneos, si lo prefiere, que confío en que aquí la vaca lechera no le verá. No quisiera que le diera un susto y se le agriara la leche.

Así que me dediqué a mi labor panadera mientras él me explicaba el cometido de su visita. Enfermedad haciendo estragos en Garnalia, temía que afectara a sus ciudadanos, que no sus conciudadanos (¿tenía planes para usurparle el trono a la reina Aliwen o se trataba solo de un lapso? ¿O es que solo le importaban aquellos que vivieran en sus condados?) pero, en un alarde de inusitada humanidad en el elfo, también decidió preocuparse por aquellos que se encontraban en la otra orilla del Narcambar. Es decir, no pretendo insinuar que a Anaë'draýl del Cedro y del Saúco no le importa cualquiera que no tenga sangre elfa en sus venas, pero siempre parecía estar demasiado dispuesto a criticar a aquellos que no son los suyos. Por ejemplo, la última vez que abrió la boca.

Me alegra ver que se esté actuando sobre la llamada a la unidad que hice en la última reunión del Concilio —comenté de manera neutral, mientras comenzaba a dividir la masa en porciones de, más o menos, el tamaño de un puño. Según lo hacía, iba trabajándolas, de manera que tuvieran una forma esférica y suave. Los dejaría descansar unos minutos para que volvieran a subir antes de meterlos en el horno—. Mucho más productivo que emplearlas en un ciclo de echar las culpas a los demás y buscar excusas, ¿no le parece? En fin, siga hablando.
Anaë'draýl
Anaë'draýl
Elfo
Nombre : Anaë'draýl del Cedro y del Saúco
Escuela : Bosque Dorado, Fortaleza de Aryewïe
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Presidente del Concilio, Maestro (Magia básica y especialidades)
Rango de mago : Archimago, especialista en magia de luz y del aire
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Su subconsciente esquivó una malintencionada mueca de sorna al escuchar que ni los fantasmas querían su compañía. - “Sí, tan primitivo método de comunicarse ¿verdad?” - Pensó Anaë imitando una voz sin mucha fuerza - “Desde siempre, los humanos se comunican mejor con cuchillos y paredes que con papel y tinta”. Alzó una ceja y el pómulo correspondiente lo imitó formando una sonrisa que si no fuese tan calmada y neutral alguien podría calificarla de pícara - ¡Un dragón! ¡Luz de estrellas! ¿No se tratará del famoso rey sureño? - Si bien “Luz de estrellas” era una expresión típicamente  élfica… Tan solo era parte de ella y además no se usaba de esa manera, por supuesto Anaë lo sabía; pequeños trucos del lenguaje, benditos sean.

Observó cómo trabajaba la masa. Anaë también disfrutaba de esos pequeños quehaceres de vez de cuando, en especial cuando quería desconectar de todo un poco. Pero no solía hacerlo muy a menudo, prefería emplear el tiempo en otras cosas más productivas.
Tomó una hogaza y la partió con cuidado con la habilidad de un experimentado comensal, aunque solía hacer uso de diversos utensilios más aptos para el acto que sus propias manos, por muy enguantadas que se hallaran, dudaba que la archimaga encontrase muchos reparos sobre ese aspecto en concreto, al menos no en esos momentos - Bueno, puede tomárselo como usted más quiera señorita Noire - La miró a los ojos, o al menos a donde estarían si no estuviese de espaldas - Pero me temo que no falto a la verdad en lo que afirmo. - Esto no sonó exactamente como un suspiro cansado sino como cuando algo es inevitable y simplemente lo aceptas.

Prefería el pan sin tostar pero guardaría sus palabras para una ocasión propicia. - Esperemos que no ocurra, sería una pena. - Comentó sonriente, sin añadir mucho más sobre su opinión de por qué otras razones se podría agriar la leche de su querida vaca.

- Coincido con usted, es momento de apoyo y unión - Una leve inclinación de cabeza acompañó sus palabras. Por su mente pasaron las últimas escenas del concilio. Se irguió en el asiento mirando por la ventana los verdes pastos. - Verá, llevo cierto tiempo - Varios siglos de hecho, pero tampoco había por qué detallar tanto - investigando sobre maneras de influir en  la forma de las cosas. Y creo que he encontrado algo que puede ser de utilidad. Como un cortafuegos. Un hechizo que podría crear espacios seguros, o incluso dar constancia de los infectados. Una manera diferente de hacer que la corriente. - Echó una ojeada a la tetera, el agua ya debería estar hirviendo, y si no… Tenía licencia para hechizos ígneos.

Lumière debió advertir la dirección de su mirada y coincidió. Sirviendo el agua, ahora con hojas de té, en una taza que dejó frente al archimago. Con un gesto delicado éste sonrió agradecido y pasó una mano brevemente por encima de la taza sin mirarla, que tomó un tenue brillo violáceo, volviéndose a observar las vistas.
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