Catherine
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Humana
Nombre : Catherine Earnshaw Bennet
Escuela : La Torre, Fortaleza de Aryewïe
Bando : La Diosa
Condición vital : Viva
Rango de mago : Maga consagrada, Experta en Magia Curativa
Clase social : Plebeya
Mensajes : 228
Fecha de inscripción : 02/05/2011
Edad : 30
Localización : La Torre
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Días y noches de desesperanza [Post único]por Catherine, Sáb Jul 12, 2014 12:24 am
Fueron días de dolor, días y noches de desesperanza. Todo se redujo a mi cama en Aryewïe, a largas horas de cuidados sanitarios y ratos de inconsciencia. Cuantos más días pasaban, mejor debía ser mi estado, pues pasaba más tiempo despierta que dormida. Y esto, en lugar de alegrarme, me entristecía profundamente. Despierta, sentía más el dolor. Físico, psicológico, espiritual. Todo.

Una de esas noches, tras haber pasado numerosas horas despierta, no podía dormir. Era ya tarde, los otros enfermos que compartían la sala ya hacía tiempo que dormían y unas pocas velas proyectaban una penumbra desoladora en la estancia. Yo estaba tumbada de lado, estrechando la almohada, con la mirada fija en las cortinas translúcidas que me separaban de la siguiente cama, una cama vacía. Dos enfermeros hacían guardia en la entrada, a veces caminaban por la larga habitación en silencio, pero en aquel momento concreto estaban los dos en la puerta, como velando nuestro sueño.

Mi cama estaba muy lejos de la puerta, en el otro extremo de la habitación. Eso también me alegraba. Los enfermeros eran elfos y no quería que ningún elfo me tocara. Me hacían recordar a Shewë. Me hacían recordar a Anaë'draýl y su escuela. Eran recuerdos que no podía soportar...

Silencio... Llamas temblorosas coronando las velas... Una de las ventanas, la de mi derecha, estaba abierta. Me di la vuelta. Se veía a través de ella un pedazo de cielo negro, nubes negras, y alguna estrella. «¿Por qué todo es oscuro?». También eran oscuras mis heridas, cubiertas por vendas blancas que tenía repartidas por casi todo el cuerpo. Las manos me temblaban al pensar en cómo habían aparecido en mi cuerpo. «No pienses más en eso, Cathy... Recuerda lo que te han dicho, no debes pensar en eso. Mira el suelo pálido, mira la mesita, mira cómo el viento mece suavemente las cortinas». Pero no servían de nada mis intentos, al rato me llevaba las manos al vientre y me lagrimeaban los ojos, y pensaba...

Sabía que aquella herida era un desastre. A pesar de los brebajes y de los hechizos, cuando ya parecía totalmente cerrada, volvía a sangrar en el momento menos esperado. Era producto de la magia negra, de una magia prohibida provocada por alguien sin corazón. Decían que era un milagro que estuviera viva. La magia produce grandes milagros. Sin embargo, yo no había pedido ese milagro. Descansar, de una vez por todas, me habría resultado más agradable.

La brisa tocó la hoja de la ventana y la hizo dar suaves golpecitos contra la pared. «Es probable que ya no pueda tener hijos nunca», pensé con amargura. Lágrimas más densas cayeron de mis ojos, humedeciendo la almohada. Estaba tan deshecha por dentro que no me creía capaz de poder levantarme jamás de aquella cama. Y, cada vez que la profunda herida sangraba, cada vez que veía las raíces negras, estaba más convencida, pese a conocer de primera mano las posibilidades de la magia sanadora, de que no habría ni suerte ni cura para mí; mi vientre sería para siempre un cementerio de flores muertas.

«De todas formas, ¿de qué me serviría? ¿Por qué lloro? Igualmente, jamás iba a tener una familia». Esa idea me hizo llorar aún más. Apreté las sábanas entre mis manos, me mordí el labio con fuerza, para no soltar ningún sollozo o quejido que pudiera alertar a los enfermeros. «Es verdad, y hace tiempo que lo sé. No nací para ser feliz». Nadie estaba... Nadie quedaba... ¿A qué se limitaban mis éxitos? ¿De qué éxitos podía hablar, si todos me reportaban tragedias?

«Nunca podré despertar una mañana entre unos brazos cálidos, ni andar por el mundo sabiendo que hay alguien que me espera, que mi hogar está en algún lugar. He esperado mucho tiempo por cosas que nunca llegan. Solo querría que hubiera alguien a mi lado que me apoyara de verdad. Que en estos momentos, me estuviera abrazando de verdad, de forma sincera, sin ninguna intención de hacerme daño. Poder gastar el tiempo riendo entre las flores de algún jardín. Poder llorar sin que mis lágrimas acaben en un pozo vacío, inexistentes para todos. Besarlo, quererlo, construir un futuro, y cerrar los ojos sin miedo a perderlo para siempre».

Eran las mías esperanzas vanas. Shewë decía que los humanos estúpidos estaban condenados al fracaso, a vivir una existencia sin sentido, creyéndose capaces de todo cuando han nacido para servir. Y, a veces, llegaba a creerla. «Ojalá estuviera muerta. Ojalá hubiera podido matarla». Pero quizás Joseph lo había hecho... Quizás...


~ o ~


Tres días después, la herida volvió a sangrar y una enfermera elfa se acercó a mí, alarmada. Fue a quitarme las vendas y yo me cubrí el rostro con brazos temblorosos.

No, por favor... —musité—. ¿Vas... a castigarme? Lo siento, lo siento...

El dolor me hacía delirar y la visión borrosa de la joven elfa avivaba mis recuerdos más sentidos, y el temor me recorría el cuerpo, hasta un punto en el que ni siquiera era capaz de respirar. La angustia me oprimía el pecho, solté un grito, y luego busqué desesperadamente aire con el que llenar mis pulmones. Levanté la cabeza y me apoyé con el codo en la cama, ¿dónde estaba el aire? ¡Oh, por la Diosa! «¡Necesito respirar, necesito respirar!».

¡Ah...!

Llegaron más enfermeros que me tumbaron y me llenaron con sus magias cálidas y reconfortantes. Perdí la conciencia durante varias horas...

... Cuando desperté, volvía a ser de noche. Mi pecho subía y bajaba sin dificultades, el corazón me latía a un ritmo normal... Abrí los ojos y me encontré con la visión del techo, ensombrecido.

¿Estás bien? —susurró una voz a mi lado.

Era una humana de mediana edad, con un tono de voz muy agudo.

—le respondí.

Te ha llegado una carta.

Me la tendió y yo la recogí. Estaba nerviosa, pero también brillaba en mí el destello de una ilusión, la ilusión de que alguien contactara conmigo, aunque fuera por escrito. Desplegué el papel y leí a la tenue luz de la vela.

Era Joseph. Me pedía que guardara silencio sobre lo ocurrido. Decía que no debíamos buscar problemas. Me aseguraba, también, que no volvería a ocurrir nada parecido y que estaría siempre a salvo. Pero que no dijera nada. Y luego, se despedía deseándome una pronta recuperación.

Arrugué la carta y se la lancé a la enfermera.

La puedes quemar.

Ella se encogió de hombros, conjuró una pequeña llama y la hizo arder delante de mis ojos. Algunas cenizas cayeron al suelo. Era una imagen muy simbólica. Yo también era un cúmulo de cenizas sobre el suelo. «¿Eso es todo, Joseph? ¿Eso es todo lo que vas a hacer? Otra vez me pides que me calle y que actúe como si nada sucediera. Otra vez me haces promesas. Ni siquiera vienes a verme, ni siquiera eso...».

Sin embargo, aquella noche aún conservaba una última esperanza de que viniera.


~ o ~


Pasó una semana y no apareció. Nadie apareció. Al cabo de unos días, hasta se fue vaciando la habitación; los enfermos ya se habían recuperado, y yo me quedaba allí, anclada en mi cama. Nadie vino a verme, nadie. El silencio era una losa pesada, todo era vacío. No hubo nadie que viniera a apoyarme, a consolarme o, al menos, a acompañarme. Nada... «¿Estoy muerta para todos? ¿Nadie sabe lo que me ocurre, lo que padezco...?». Ni siquiera Joseph, aun sabiéndolo todo, había aparecido en Aryewïe.

No solo había agachado la cabeza ante los líderes del Concilio, también me había dejado de lado a mí.

Esa tarde fue una tarde melancólica y nostálgica.


~ o ~


Otra semana más y la habitación se quedó con nueve camas vacías y una décima donde continuaba yo, cada día más hundida. Ya no lloraba, porque consideraba inútiles todas mis lágrimas. No solucionaban nada.

Una noche, poco antes del alba, me desperté con los pies hinchados y doloridos. Haciendo un gran esfuerzo, pude sentarme sobre la cama, pero me llevó un buen rato conseguirlo. Y acabé cansada, como si hubiera subido doscientos peldaños de alguna escalera empinada. Apoyé las manos con suavidad en el borde de la cama, y reprimí un grito al notar nuevas punzadas en el vientre.

Me observé los pies descalzos. Las líneas de magia negra habían vuelto a aparecer, y las contemplé con impotencia. Tal vez habría podido detenerlas murmurando alguna palabra arcana. «¿Para qué voy a detenerlas? Regresarán. Y aunque no regresaran, ¿para qué querría estos pies si no tengo caminos por los que andar?».

Ignorando los dolores, posé mi mirada sobre varios objetos de la estancia. Sobre la ventana, abierta, como siempre. Sobre las cortinas. Sobre el frasco vacío que estaba sobre la mesa. Sobre unos zapatos tirados en el suelo, que en la noche eran como dos sombras, y que nunca había utilizado. Sobre la pared blanca. Sobre otra de las camas. Sobre las sábanas. Sobre el frasco de cristal...

Me llevé una mano al pecho. «No está». No exigía mayor compañía que aquella. Ya no buscaba un tacto cálido, no buscaba otra presencia. Me habría bastado con el Iris del Manantial, mi collar, la pluma del Iris... «Con eso habría sido suficiente. Si lo tuviera aquí, no estaría sola. Si lo hubiera tenido, jamás habría estado tan sola». Tal vez habría sido más fuerte, tal vez.

Miré hacia la puerta, como una asesina que se dispone a cometer un crimen. No vi a nadie, era el momento exacto.

Tomé el frasco y usé la magia para romperlo, de forma que los pedazos de cristal cayeran sobre la cama, sin hacer así demasiado ruido. Contemplé los pedazos de cristal, con una mirada ausente... «Recuerdo cómo miraba, asustada, los charcos de sangre sobre el suelo. Y las noches tristes y solitarias en el Bosque Dorado. Las dolorosas tardes en las almenas de la Torre. Mi desesperación en este mismo lugar, en Aryewïe, cuando supe que ya no estaban».

Es lo mejor que puedo hacer —me dije, en voz muy baja, profundamente desanimada—. Voy a hacer, por una vez, algo por mí, solo por mí.

No soportaba más los dolores continuos. No soportaba más las desgracias de mi alma. Tomé los cristales, y me abrí heridas en las muñecas...

La sangre tiñó de rojo las sábanas. No solo procedía de mis muñecas, también escapaba de la herida del vientre, de forma dolorosa, muy dolorosa.

No pude hacer nada para evitarlo. Grité.


~ o ~


Desde esa noche terrible, no volví a estar sola ni un segundo. Los enfermeros me vigilaban de cerca a todas horas y parecían estar cada vez más interesados en encontrar la forma de cerrar para siempre aquellas horribles heridas. Probaban hechizos diferentes, una y otra vez. Pero a mí ya no me importaban aquellos dolores, ni tampoco me importaba la sangre. «Que alguien venga a curarme el corazón. Que alguien venga a curarme la moral y el alma».

Perdí la cuenta de los días que pasaron. Hasta que Helia regresó a Aryewïe. No era, quizás, la persona que podía ofrecerme toda la ayuda que necesitaba, pero había sido mi Maestra, una mujer buena, y al verme intentó hablar conmigo, aunque yo le respondía siempre con palabras esquivas y escuetas.

Al instante supo todo lo que me pasaba, porque era una mujer sabia. No solo sabia por sus grandes conocimientos, sino también, y sobre todo, por su voluminoso libro de experiencias personales. Mi cuerpo no sanaría si tenía podrida el alma, si no tenía esperanzas de curarme. Yo también lo habría sabido de no haber sido yo la víctima, pero permanecía ciega a cualquier posibilidad de recuperación. Al fin y al cabo, no creía que hubiera nada que recuperar.

Todos los días, me hizo tomar un frasquito pequeño que contenía un líquido de color anaranjado. Lo reconocí al instante por el olor, y hasta podría haber recitado todos los componentes si hubiera estado un poco más lúcida. Era lo que popularmente se conocía como la Medicina del Espíritu, y se usaba para tratar la ansiedad y los estados negativos del ánimo. «¿Estoy enloqueciendo?».

Al principio me negué a tomarla, pero no tenía otra opción. Acabé siguiendo entonces las indicaciones de Helia. No creía que aquello pudiera salvarme, o solucionar los problemas. No podía traer a mi mundo todo lo que me faltaba y todo lo que deseaba. Pero, al menos, dejé de pensar constantemente en la muerte y en las desgracias, y pude, al fin, llegar a dormir toda una noche tranquila, sin levantarme sobresaltada y sin que las pesadillas devoraran mi descanso, mi vida y mis sueños.
~ Fin del post ~

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