Recibí la noticia como un jarro de agua fría. Estaba en las Islas del Amanecer, era de noche, y me disponía a acudir a la fiesta de un noble cuando me llegó la carta de mi padre. Él nunca me escribía si no era para comunicarme un asunto de extrema importancia, y supe enseguida que algo malo ocurría, y cuando leí la nota...

Quise llorar, gritar, presentarme en Ekhleer y matar a todos los que no pudieron evitar su muerte. ¡No era posible! ¡Mi madre era una de las archimagas más poderosas del Concilio! Y no solo estaba muerta, ¡la habían asesinado!

Partí a la mañana siguiente, pero, cuando llegué a El Anillo, no me dejaron ver su cuerpo. Mi padre se oponía, como si todavía fuera un niño y no hubiera visto imágenes peores en las tierras de Garnalia. Pero no conseguí convencerlo, y lo único que podía hacer era conformarme con el ataúd blanco que sería ahora su morada. A nuestro alrededor, escuchaba llantos exagerados, y, de mis hermanos, el único que derramaba alguna lágrima era Mowyn; la pequeña Eólyne ni siquiera se esforzaba por mantenerse triste.

«Puede que no pasara mucho tiempo con nosotros, pero era nuestra madre». Y, más que nuestra madre, era una archimaga bondadosa y correcta, una fiel servidora de la Diosa, que pasó toda su vida protegiendo a los demás, juzgando a los delincuentes y luchando contra el mal. La tristeza era un deber para todos los que estaban en el funeral.

Era extraño ver a mi padre de blanco, y la expresión que tenía esa mañana en el rostro no se la había visto nunca. No mostraba su dolor, pero era tal su silencio y su seriedad que cualquiera que se hubiera atrevido a mirarlo sentiría escalofríos. Yo procuraba que mis ojos no se encontraran con los suyos.

Otros archimagos del Concilio habían acudido, pero era difícil distinguirlos porque no llevaban sus túnicas doradas. Sí reconocí a Narshel, la Señora de la Torre, y me molestó que esa humana amargada se presentara en el funeral de mi madre, cuando, seguramente, estaba deseando ocupar su puesto. «Dicen que tiene en su escuela a un mago oscuro que traicionó a los suyos. ¡Qué espanto!».

A los pocos minutos, un humano joven, de pelo plateado, tuvo el descaro de acercarse a nosotros. Fruncí el ceño al verlo, y estuve tentado de invitarlo a marcharse, pero me mantuve en silencio, mientras se dirigía a mi padre para darle el pésame. Él tampoco parecía tenerlo en gran estima, aunque le contestó con educación:

—Gracias, Xehanorth. La Diosa le dará a mi esposa en el Otro Lado las dichas que merece.

—Y castigo para todo aquel que alguna vez le haya hecho daño —añadí, sin poder contenerme.

Era Xehanorth; no lo reconocí al verlo porque no lo había visto nunca, pero, al escuchar su nombre, supe al instante que era el nuevo archimago del Concilio. ¡Un humano de la Torre! ¡Un alumno de Narshel! Con semejantes individuos en el Concilio, no me extrañaba que hubieran conseguido matar a mi madre.

El siguiente en presentarse fue un elfo, también de pelo plateado. Recibir el pésame era una tarea agotadora. Este joven elfo era alto, probablemente de una edad parecida a la mía, y unos bonitos ojos verdes.

—Gracias, Rocuv. Sé que Shewë agradecerá tu lealtad desde el Otro Lado.

¡Rocuv! A él tampoco lo había visto nunca, pero sí había leído la noticia publicada en el Diario de Enawë sobre su actuación en el Lago de la Luna. «Hizo bien la Diosa al convertirlo en elfo», me dije. Quizá, tal como Felix Vonturin había sido un humano en el cuerpo de un elfo, este joven hubiera sido un elfo encerrado en el cuerpo burdo de un humano.

—Os felicito por vuestra actuación en la Batalla del Lago —dije—. Y por vuestra nueva condición. Mi madre ya no puede recompensaros, pero las Casas del Cedro y del Saúco no olvidarán vuestros servicios, ni yo olvidaré el amor y la lealtad que vos tuvisteis para con la mejor Jueza que jamás podrá tener el Concilio.

En mi voz había ciertas notas de emoción, cierto temblor. Volví a poner la mirada, triste, sobre la tumba, y luego mis ojos caminaron hasta la Reina de los Elfos, con la que esperaba poder intercambiar algunas palabras.

Las palabras de Rocuv encerraban, tristemente, una verdad hiriente y absoluta. La ceremonia del funeral de Shewë había sido dura; al darle el pésame a Anaë'draýl y a sus hijos, a duras penas había podido contener las lágrimas. Y sería difícil mantener la compostura cuando el ataúd fuera depositado en el hueco en la tierra, y cayera la tierra sobre él, sepultándolo, apartando a la archimaga de su pueblo y de su familia.

Después de Rocuv (y tras las diversas reacciones de furia que causó el nombre de Felix Vonturin), hablaron algunos elfos más, casi todos nobles. Anaë'draýl pronunció un breve discurso; lo mismo hizo su hijo mayor, Léondhor, quien, al bajar del altar, se acercó a mí para intercambiar algunas palabras conmigo. Por miedo a decir algo que pudiera estar fuera de lugar, todas mis respuestas fueron escuetas.

Yo fui la última en hablar. Subí al altar enfundada en un vestido blanco, con algunas florecillas también blancas enredadas en el pelo. Subí con la cabeza erguida, tranquila solo en apariencia, y mis ojos recorrieron el conjunto de los invitados.

—Mi pueblo, poco puedo añadir sobre nuestra amada Shewë más allá de lo que ya ha sido dicho, pero, como vuestra legítima reina, es mi deber tener la última palabra en este funeral que pretende hacer justicia a una elfa grande, cuyas bondades y proezas pasarán a la posteridad y pervivirán en el recuerdo de todos nosotros.

Hice una pausa breve. Seis elfos que tenían un aspecto casi idéntico levantaron el ataúd valiéndose de la magia, y este descendió lentamente hasta el agujero en el suelo, mientras revoloteaban a su alrededor mariposas azules, y alguien hacía crecer, alrededor de la tumba, las flores más hermosas que jamás han existido bajo el sol.

—El Reino Élfico no olvidará este crimen. Nuestra archimaga y Jueza del Supplicium prestó un servicio impecable al Concilio, a la comunidad de magos y a todo el reino durante el tiempo en que tuvimos la fortuna de tenerla entre nosotros. No caerá en el olvido su habilidad para con las artes mágicas, ni tampoco el amor que siempre sintió hacia su pueblo, ni sus éxitos, ni sus esfuerzos para convertir nuestro mundo en un lugar más justo.

»No olvidaremos este crimen, no olvidaremos este agravio, y el culpable pagará, y pagará esta vez para siempre, porque yo, Aliwen, como Reina de los Elfos, prometo que no descansaré hasta que cualquiera que atente contra el bienestar de los nuestros sea eliminado para siempre de la faz de la tierra.

Mis palabras fueron sucedidas por sonoros aplausos, y descendí con cuidado del altar, para volver a ocupar mi posición. El ataúd cayó en el hueco. Los elfos tomaron las palas y empezaron a echar la tierra sobre él. Se acabaron las flores y las mariposas. La tierra golpeó la tapa con un ruido sordo, lentamente, poco a poco, y me parecía increíble que la archimaga a la que, apenas unos días atrás, había visto viva y enérgica, luciendo con orgullo su túnica dorada, ahora se estuviera pudriendo en una caja, desprovista de todas sus habilidades y de todas sus palabras.

«Ahora hasta los gusanos serán más poderosos que ella». Era una idea que me sobrecogía y me inquietaba.

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