[P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]
Oráculo
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[P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18] NHGFH7i






Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg. Una tarde de nubarrones grises se cierne sobre el norte. No ha nevado, y los árboles conservan su color verde oscuro. Con las montañas del Förstgard que se ven a lo lejos, no sucede lo mismo; están cubiertas de nieve, desde la base hasta la cumbre.

El olor a hierba mojada inunda el ambiente, y las aguas del lago se mecen con lentitud, serenas. La lluvia canta; de vez en cuando, resuena algún trueno procedente de algún rincón tras las montañas.

Dada la distancia entre el lago y la ciudad, no suele haber nadie por la zona. Esa tarde, debido a las inclemencias del tiempo, todo está vacío. El viento balancea las ramas húmedas de los árboles y el musgo se adhiere a las rocas.


Crescent fon Wolfkrone
Crescent fon Wolfkrone
Señor de los lobos (humano)
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Los días que siguieron a la llegada de Cathy fueron iguales que los anteriores y, al mismo tiempo, increíblemente distintos. Los documentos que firmar y los hombres a los que atender no parecían acabarse nunca, pero, cuando caía la tarde, interrumpía mi trabajo para reunirme con ella, aunque solo fuera durante algunas horas. Ofrecerle más tiempo me resultaba imposible dadas las circunstancias del reino, cosa que me disgustaba, pues atenderla era lo mínimo que le debía después de que hubiera viajado hasta Wölfkrone tan pronto, con todos los riesgos que ello conllevaba.

La situación de la ciudad no parecía mejorar. La Guardia Real había conseguido dispersar a la multitud de mendigos que se amontonaba frente a las puertas de palacio, pero era consciente de que eso no solucionaba los problemas: solo los alejaba de nuestro campo de visión. Había momentos en los que me desesperaba no encontrar el remedio adecuado para rescatar al reino del caos al que se estaba aproximando, y solo que me quedaba confiar en que mi padre supiera lo que hacía.

Pero estar con ella aliviaba mis preocupaciones. Algunas tardes, cuando no hacía demasiado frío, Cathy y yo paseábamos por los jardines del palacio. Otras nos quedábamos dentro, junto a alguna chimenea, a veces recordando viejos tiempos, a veces hablando sobre nuestras experiencias o sobre cualquier otro tema. Muchas veces, riendo y besándonos al calor del fuego. Una de las cosas que había descubierto en los últimos días era el poder que tiene el amor para hacer que la mente se olvide de todo lo demás mientras se está junto a la persona que se ama.

Estaban siendo días agradables. Casi dos semanas después de nuestro reencuentro, cuando regresaba de una reunión con mis capitanes, recordé una promesa que le había hecho por carta. «El lago Elaciarg». Aquella tarde teníamos lo que los nórdicos podríamos llamar buen tiempo, lo que muchas veces simplemente significaba que no estaba nevando.

Todavía faltaban unas horas para el anochecer y, a ritmo ligero y con algún pequeño hechizo de velocidad, no tardaríamos mucho en llegar. También podríamos haber usado el teletransporte, pero no sabía si sería lo más conveniente para la salud de Cathy.

Llegué a mi habitación y me cambié de ropa, escogiendo un atuendo más cómodo y sencillo que el que llevaba puesto. Como prenda de abrigo me decanté por una capa gruesa, con capucha incluida; me ajusté el cinto de la espada y, sin más dilación, salí de mis aposentos para dirigirme al dormitorio que le había asignado a Cathy. Se encontraba en el mismo pasillo que el mío, al lado de una sala de estar que apenas se usaba.

Llamé a la puerta y ella me abrió casi al instante. Me saludó con una sonrisa y un beso, intercambiamos unas breves palabras sobre nuestro día y luego le tomé la mano:

¿Quieres que vayamos hoy a ver el Lago Elaciarg?

Ella no se lo pensó dos veces antes de aceptar.


~ o ~


Aproximadamente una hora después, los dos cabalgábamos sobre Cobalto por el sendero ascendente que conducía hasta el lago. A nuestro alrededor, sobre las copas de los árboles, el verde oscuro era el color predominante. La lluvia nos sorprendió a medio camino, pero era una lluvia suave, que a mi parecer solo contribuía a incrementar la belleza del paisaje.

Hicimos el viaje en silencio, sin pronunciar más palabras de las necesarias. El caballo iba al trote mientras avanzábamos por entre los árboles del bosque. Las altas montañas blancas de Förstgard ofrecían una imagen impresionante desde allí, y el cielo gris se alzaba sobre las cumbres, como queriendo esconderlas por completo.

Cathy estaba sentada delante de mí, con las manos sosteniendo las riendas, mientras yo le iba señalando hacia dónde tenía que ir. Se había quitado la capucha para sentir la lluvia en el rostro; en mi caso, fue una ráfaga de viento la que me descubrió la cabeza. Mi mano izquierda permanecía fija en su cintura; con la derecha le señalé un estrecho camino de tierra mojada.

Por allí se llega. Ya falta poco.

Su espalda estaba pegada a mi pecho y, cuando soplaba el viento, tenía que apartar la cabeza para que su cabello no me golpeara en el rostro. Su color naranja, cálido, destacaba entre los tonos fríos del entorno.

Este verano está siendo más frío de lo habitual —comenté—. Con más nevadas. Aunque aquí los árboles siguen siendo verdes. ¿Te gustan?

Los ojos se me desviaron, casi sin quererlo, hasta la porción de cuello que dejaba ver su capa. Hacia el lóbulo de su oreja. Aparté la mirada y me centré en los árboles. De una rama cercana, salió volando un pájaro del tamaño de un águila, pero de color azul oscuro, y se perdió rápidamente en la distancia.

Eso es una fågelblaun ab innsjø —le expliqué—. Se la llama fågelblaun para abreviar. Vendría a significar algo así como "ave azul de lago". Ya ves que no fueron muy originales a la hora de elegir un nombre.

Sonreí. Tan solo quedaba un tramo corto para llegar a nuestro destino.

Catherine
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A nuestro alrededor, solo había naturaleza, naturaleza en estado puro. Árboles, tierra desnuda, hierba, arbustos y un cielo que lloraba, y no había en el mundo llanto más hermoso. La lluvia fresca me empapó el rostro y el cabello; el resto del cuerpo lo llevaba cubierto por prendas gruesas de ropa.

Wölfkrone superaba, a mis ojos, cualquier burdo intento de belleza de los bosques élficos. Con el paso de los días, hasta sus tristes y toscas construcciones de piedra gris me parecían mil veces más hermosas que los delicados edificios de los elfos, siempre relucientes como el oro. El mundo dorado de El Anillo era falso, hipócrita y artificial; el mundo gris de Wölfkrone no se esforzaba por ocultar su naturaleza. Simplemente era un mundo frío y gris. «Pero sus muros son más cálidos».

La palabra para definir mi estado anímico mientras cabalgaba junto a Crescent era paz. Por una vez, me sentía tranquila y feliz. Mis heridas ya no habían vuelto a sangrar y el tiempo de reposo favorecía mi recuperación. Cuando no estaba con Cres, pasaba los días en la biblioteca de palacio. La mayor parte de los libros estaban escritos en la lengua del norte, por lo que eran pocos los que podía leer. No obstante, había algunos volúmenes ilustrados por artistas de gran habilidad, y me bastaba con contemplar los dibujos, aunque no pudiera entender el texto.

También hablaba, de vez en cuando, con algunos criados, y había aprendido algunas palabras de la lengua nórdica. «Si paso mucho tiempo aquí, podré defenderme en este idioma, como sucedió con el élfico, y entonces ya solo me quedaría trasladarme al sur». Pero, francamente, esperaba no tener que irme del norte. No sola, al menos.

—le respondí—. Tu tierra es muy bonita.

Cres me indicó que llevara el caballo por un estrecho camino de tierra que discurría entre los árboles, y así lo hice. Antes de salir de palacio, había insistido en tomar las riendas de Cobalto. El corcel blanco era grande, fuerte y majestuoso, y hacía tanto tiempo que no montaba (y menos en un caballo como aquel) que no pude resistirme. El día que llegué a Wölfkrone, ni siquiera había sido capaz de subir sola al caballo, y quería demostrarme a mí misma que no había perdido esa habilidad.

Finalmente, tuve que pedir ayuda para subir, pero, al menos, había conseguido guiar al caballo durante todo el camino. Lo más complicado, como ya me había advertido su legítimo dueño, era controlar la velocidad.

Un ruido me sobresaltó y levanté la cabeza. Vi al pájaro de forma fugaz, unas gigantescas alas azules que se alejaron a una velocidad casi sobrenatural. Iba a preguntarle a Cres qué era aquello, pero él me respondió sin que tuviera que formular ninguna pregunta.

Fågelblaun —repetí, aunque mi pronunciación no era ni remotamente parecida a la original. Él se rio, y yo también—. No te rías de mí. Dame unos meses y lo pronunciaré mejor que vos, querido Príncipe.

El Príncipe, o Alteza, como lo llamaban todos en palacio, parecía un hombre distinto cuando atendía sus labores de la corte y cuando estaba conmigo, era un hombre en Wölfkrone y otro en la Torre. En nuestra escuela de magia, mientras fue alumno solo era Crescent, o Cres; cuando se convirtió en maestro, algunos, como Michelle, se referían a él ocasionalmente con la mención de su título. Pero nadie lo llamaba ni Príncipe ni Alteza, aunque todos conocieran su estatus; en la Torre, Narshel era la autoridad.

Allí todo era diferente. Los nobles se inclinaban ante el Príncipe y lo trataban con el máximo respeto. Los plebeyos ni siquiera se atrevían a mirarlo. No lo temían por su habilidad con la magia o por su espada, como sucedía en el mundo mágico, sino por su nombre, su poder y su influencia. Y las adulaciones eran constantes y descaradas. No me extrañaba que Cres me hubiera confesado, muchos años atrás, que detestaba las fiestas de la nobleza. Al fin y al cabo, eran las oportunidades que aprovechaban los nobles para intentar conseguir favores reales.

Pocos minutos después, los árboles se dispersaron para dar paso al lago. Detuve al caballo a pocos pasos de la orilla. Las gotas de lluvia caían sobre la superficie del agua, y daba la impresión de que estuvieran saltando sobre el lago. Abrí los ojos y disfruté del paisaje, de sus sonidos, de sus aromas. Olía a hierba húmeda. La canción de la naturaleza aunaba las voces de la lluvia, del viento suave que hacía que los árboles ronronearan, de algunas aves y, tal vez, otros animales. La mano de Cres en mi cintura hacía revolotear todas mis sensaciones.

Apoyé la cabeza en su pecho.

Es mejor de lo que esperaba —musité.

A continuación, desmonté del caballo. Bajar era más sencillo que subir. Di un par de pasos; notaba un ligero dolor en los músculos. Estiré los dedos de las manos, me hice el pelo a un lado y lo escurrí. Luego, me coloqué la capucha. El Lago Elaciarg era más grande de lo que había imaginado y, también, más bonito.

Crescent fon Wolfkrone
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Bajé tras ella y dejé que Cobalto se acercara a beber agua del lago. La lluvia y el cielo encapotado podrían haber convertido el Lago Elaciarg en un paisaje triste si yo no hubiera estado de buen humor. Reforcé el hechizo de temperatura cuando noté el frío húmedo sobre la cara. Había cabalgado muchas veces bajo la lluvia, bajo la lluvia había combatido, dormido, pensado y andado. No me molestaban en absoluto las inclemencias del tiempo; de hecho, me habría sentido extraño en una tierra donde siempre brillara un sol reluciente.

Me complació escuchar que a Cathy le agradaban mis tierras. No todos podían decir lo mismo; los que nacían en el Centro o en el Sur, rara vez se sentían cómodos en el Norte.

Me alegro de que te guste —comenté.

Tras cubrirme la cabeza con la capucha, me acerqué a ella y la tomé del brazo. Comenzamos a andar por la orilla del lago. La tarde era oscura y resultaba difícil calcular cuánto faltaba para el anochecer. Allí contábamos con la privacidad y con la soledad que muchas veces nos faltaba en palacio. No había paredes, ni criados, ni tampoco guardias apostados en cada esquina.

Era como pasear por el Valle de los Lobos. «Ojalá pudiera volver a tener diecisiete». En la Torre, al comienzo, podía tener días completos de tranquilidad, sin más preocupación que repasar los hechizos del Libro de la Tierra. Ahora solo tenía tardes cortas, y noches que eran más cortas todavía.

Pero de nada servía lamentarse. Anduvimos en silencio, comentando de vez en cuando algunas cosas sobre el paisaje. En los últimos días, había pasado mucho tiempo pensando en mi encuentro con el enviado de Svea y en las heridas de Cathy. Siempre que intentaba hablar con ella del tema de sus cicatrices evadía mis preguntas, o cambiaba de tema, o me besaba. Pero yo seguía sin creerme la versión que me había contado. ¿Qué tenía que hacer para que se sincerara conmigo? Ella sabía que podía confiar en mí, que la apoyaría en todo.

Llegamos a un punto del lago donde había varias rocas del tamaño suficiente como para constituir un buen asiento. La superficie estaba húmeda por el agua caída, pero nuestras ropas ya estaban mojadas, por lo que poco importaba ya.

Ven, siéntate aquí.

Nos sentamos el uno frente al otro, la miré a los ojos y le dije, sin rodeos:

¿Shewë tuvo algo que ver con tus heridas? No me mientas, Cathy. Es muy importante que seas sincera.

Reconozco que la Jueza no era una mujer de mi agrado, pero no era ese el motivo por el que sospechaba de ella. Me bastó con verla una vez en el juicio de los Secretos y en la farsa de Narshel para saber que era una de esas elfas que detestan a los humanos. Y tenía en su poder el Secreto de la Oscuridad. Y Cathy había estado en el Bosque Dorado.

No tengas miedo —la tranquilicé, pensando que podía ser la principal razón por la que callaba—. Estamos en mi reino. Aquí estamos a salvo.

O eso era lo que quería creer.

Catherine
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Mientras andábamos por los límites del lago, intercalábamos silencios y comentarios sobre todos aquellos aspectos del paisaje que me llamaban la atención, como podían ser la altura de las montañas o la oscuridad del cielo. No dejaba de sonreír mientras paseaba a su lado, pero entonces me pidió que nos sentáramos sobre unas rocas y me miró a los ojos. La mirada de Crescent, desde que era roja, me resultaba más intimidante que ninguna otra, como si cada vez que me mirara fuera a adivinar, sin necesidad de que pronunciara palabra alguna, todos mis secretos.

Su pregunta consiguió que el corazón me saltara en el pecho. Por un momento, me pareció que hasta la lluvia caía con más fuerza. «¿Cómo lo sabe? ¿Cómo lo ha sabido?». Pensé que habría creído mi versión, eso era lo que yo quería pensar, pero no era así, lo sabía y no podría mentirle.

La sonrisa se me murió en los labios. Para hacerle creer que estaba equivocado tendría que haberle respondido algo como «¡de ninguna manera!», o «¡pero si es una archimaga!», pero no pronuncié una sola palabra, no dije nada, me quedé callada y el silencio era la mejor respuesta que podía obtener.

Estaba asustada, aunque él dijera que no había por qué tener miedo. Agaché la cabeza, luego la levanté de nuevo, suspiré y estiré las manos hasta entrelazarlas con las de Cres. Escapó de mi garganta un débil .

Cres... —pronuncié, mientras acariciaba suavemente la palma de sus manos enguantadas—. Es difícil...

Me interrumpí. Los recuerdos hirientes desfilaban sobre mi memoria. Lo miré, estaba esperando una explicación, estaba esperando mi respuesta, y no había posibilidad de huir, de escapar del tema como había hecho otras veces.

Fueron Shewë y Anaë'draýl —confesé, mirando a mi alrededor, temerosa de que alguien nos escuchara, de que los dos archimagos emergieran en cualquier momento de entre los árboles, o hasta del mismo lago. Me acerqué aún más a Cres, para poder bajar el tono de voz y que me escuchara—: No fue ningún mago oscuro. Fueron ellos.

Tragué saliva y volví a bajar la cabeza, posando los ojos sobre nuestras manos. Se me encogió el estómago, notaba las raíces de la angustia caminando por mi pecho. Respiré hondo y reuní las fuerzas que pude y continué:

Fue... Creo que todo empezó por la batalla de El Anillo. Marie me había pedido que la llenara de bendiciones que aumentaran su poder, pero que reservara fuerzas para una última. Después... Después me llevó hasta Lord Strord, y él me ordenó que utilizara una bendición de Jak. Me pidió que aumentara su poder a costa de perder mayor energía vital. Yo lo sabía... Yo conocía los riesgos, pero no podía negarme, eran las órdenes... ¿Cómo habría podido negarme?

«Si no hubiera obedecido, ¿podría haber evitado todo lo que sucedió?». Me había hecho esa pregunta muchas veces. Guardé silencio unos instantes. Cres también callaba, esperando que continuara, pero noté cómo me apretaba las manos con fuerza.

Felix lo mató, pero Shewë también nos culpó a Marie y a mí. Estaba tan enfadada, tan decepcionada, que no me presenté en el juicio del viejo rey. Esa... Seguramente esa fue la razón por la que me obligaron a ir al Bosque Dorado...

Repasaba todo lo que había sucedido para evitar hablar de la última noche. Esta vez, fui yo quien buscó la mirada de Cres. Una parte de mí no quería hablar; la otra, deseaba por encima de todas las cosas desahogar todas sus penas.

Era un infierno, sobre todo estando tan reciente lo de mis padres y sabiendo que tú habías partido hacia la guerra, y sin tener noticias tuyas durante tanto tiempo. Humillaciones, golpes, insultos... Todo eso era el día a día en el Bosque Dorado. —Me temblaba la voz—. Había elfos buenos, como los que tú y yo pudimos conocer en la Torre. Pero la mayoría... El Bosque Dorado no es la Torre. Casi todos nos consideran inferiores. Joseph me dijo que iría allí como enfermera. Se equivocaba. No era más que una esclava.

En ese momento, había más furia en mis palabras que miedo, pero luego me quedé un rato en silencio, pensativa, con la mirada ausente. «Narshel y Joseph decían que el silencio era la mejor opción». No era justo callar siempre. No era justo.

Estas heridas... —Hice una pausa—. Después de la batalla de Gadrýl, donde estuviste tú, llevaron a Flextus y a Xehanorth a la enfermería del Bosque Dorado. Cuando Xehanorth despertó, quiso hablar con Anaë'draýl y con Shewë y... Lo advertí. Le dije que tuviera cuidado, pero... A esa señora no le gustó cómo le habló. No le faltaba razón al decir que ella no debía tener ese Secreto, pero eso debió ofenderla, y más cuando Xehanorth me sacó de allí y nos teletransportó aquí, a Wölfkrone, al Templo de Svea... Sabía que era una locura, me habían prohibido salir de la escuela.

«Mejor habría sido esconderme aquí, y esperarte, y no regresar a ese infierno», me dije.

Cuando regresé, una noche recibí una nota de Shewë. —Respiraba con agitación, con miedo. «No están aquí, estoy en Wölfkrone, estoy con Cres»—. Fui a los aposentos de los Señores. Me recriminaron lo que pasó... Al principio fue lo de siempre. Una bofetada. Algunos latigazos por parte del Presidente. Pero cuando creí que ya habían terminado, cuando ya casi... me sentía agradecida por no haber recibido ningún castigo adicional, entonces... empezó... Era por Strord... El Secreto, ese maldito Secreto... No debería tenerlo esa zorra... Narshel y Joseph... me dijeron que era mejor callar...

No pude aguantar más; no quería llorar más, pero, inevitablemente, las lágrimas corrieron por mi rostro como lo hacían las gotas de lluvia. Escuchamos un trueno, a lo lejos, más allá de las montañas.

Me abracé a Cres entre sollozos, hundí la cara en sus ropas, en su pecho.

Por favor... no me hagas hablar de lo que pasó esa noche...

Mi voz sonaba quebradiza, casi ridícula. Todavía me faltaba tiempo, tal vez mucho tiempo, para poder aliviar mis miedos.

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Escuché en silencio. La dejé hablar. No dije nada. Pero, a medida que Cathy me contaba lo que había vivido, cuando nombró la palabra esclava, y luego humillaciones, golpes, insultos, bofetada, latigazos, castigo; entonces, casi sin darme cuenta, mis manos apretaban las suyas, mientras la sangre me hervía en las venas de tal forma que incluso yo, hijo del frío, habría podido convertir cada gota de lluvia en una lengua de fuego.

Si todavía me quedaba alguna fe en el Concilio la perdí en ese instante. ¡Había luchado con ellos, codo con codo! ¡Mandé a mis ejércitos a luchar en la Muralla, y luego los conduje a la masacre de la Mansión de las Brumas! ¡Todo lo hice por el Concilio! Ellos eran los principales culpables de la crisis que sufría mi reino; el Concilio y, más concretamente, el matrimonio líder. Ya creía odiar a la señora Jueza desde aquel falso juicio, pero fue al ver a Cathy derramar lágrimas amargas cuando la odié de verdad, más que a ningún mago oscuro, más que a ningún nigromante. Tanto como a William.

Quise teletransportarme a Ekhleer, al Bosque Dorado o al lugar donde estuvieran aquellos dos miserables, y cortarles la cabeza con mi espada, o matarlos a golpes, o rendirme al lobo y torturarlos, asesinarlos. Habría querido hacerlo en aquel mismo instante, sin perder un solo segundo más, pero entonces Cathy se pegó a mi pecho, llorando y casi suplicándome que no la hiciera hablar de lo que sucedió esa noche. Y entonces no pude hacer otra cosa sino estrecharla entre mis brazos, a modo de consuelo. No hacía falta que dijera más nada; con lo que había escuchado era más que suficiente.

«Movilicé a mis hombres, me jugué la vida, les entregué el Secreto de la Tierra, ¿y todo para qué? ¡¿Para que me recompensen con miseria para mi reino?! ¡¿Me lo agradecen maltratando a la mujer que amo, dejándola deshecha en lágrimas?!». Estaba furioso, indignado. Tenía ganas de romper las rocas pensando en la cabeza de Shewë, de arrancar los árboles de cuajo y lanzárselos a su marido. Pero ninguno de ellos estaba allí, y solo Svea puede saber los grandes esfuerzos que tuve que hacer para controlarme esa tarde y no cometer ninguna locura.

Tranquila, Cathy —dije, lo cual era una ironía, porque yo era el primero que buscaba calmarse—. Todo eso se ha acabado. Y van a pagar. Te juro que van a pagar con sangre cada cicatriz, cada golpe, cada mala palabra.

Y tanto que iban a pagar, y tanto. No sabía ni cuándo ni cómo, pero iban a pagar las consecuencias de sus deplorables actos.

Te lo juro... —repetí, mientras acariciaba su cabeza y la sentía sollozar en mi pecho.

Aspiré, espiré. Narshel, mi Maestra, le había dicho que era mejor callar, pero ¿significaba eso que pensaba quedarse de brazos cruzados? No lo creía, no podía creer eso de ella, quien había sido como una madre para todos. «Ella tiene que saber que tanto Anaë'draýl como Shewë sobran en el Concilio, pero lo más probable es que no quiera atraer problemas a la Torre. Tiene que estar esperando el momento oportuno. No puede ser que permita esta atrocidad, ¡esto es traición, traición a nuestros valores, a nuestra Diosa!».

Tomé a Cathy por los hombros y la separé unos centímetros de mí. Reconozco que se me partía el corazón cuando lloraba. Pasé mis dedos por sus mejillas, limpiándole las lágrimas, aunque era un gesto inútil, porque la lluvia le empapaba el rostro. Me arrepentí entonces de haber sacado el tema, cuando antes había estado tan sonriente, dispuesta a pasar una tarde alegre. Pero no había otra opción. Yo no podía seguir desconociendo ese dato.

Si hubiera sabido que estabas viva, habría ido a buscarte. Si tan solo lo hubiera sabido...

Si hubiera sabido que ella seguía viva y quiénes eran Anaë'draýl y Shewë realmente, nunca habría llevado a mis ejércitos a la batalla de la Mansión de las Brumas; la habría protegido de las garras del Concilio. Era el Príncipe de Wölfkrone, tenía la posibilidad de guarecer entre los muros de mi palacio, entre las fronteras de mi reino, a quien yo quisiera. «Y si nunca hubiera prestado mi ayuda a esa organización, hoy sería más fuerte», pensé, enfadado.

Catherine
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Llorar me ayudó a liberar la tensión que me provocaban los recuerdos, a esconderlos, hacerlos a un lado de nuevo. No era tan desalentador derramar lágrimas mientras alguien te apoya, te consuela y te abraza, como derramarlas a solas, y entonces noté cómo, al cabo de unos minutos, conseguía relajarme, y alejar la ansiedad, que tantas veces me ahogaba en el Reino Élfico.

Cerré los ojos mientras lo abrazaba, y escuché sus palabras. No elevó el tono de voz, pero notaba cierta rabia; ¿cómo no sentirla? Cualquiera que siguiera de verdad los preceptos de la Diosa la sentiría. Yo no podía negar que deseaba tomar venganza, verlos sufrir el mismo daño que me habían hecho a mí y, seguramente, a otros tantos; hacer justicia de una vez por todas. Ese había sido mi deseo durante mucho tiempo, pero, ahora que el mundo me estaba permitiendo probar un bocado de felicidad, deseaba paz por encima de la venganza; deseaba vivir, que todos pudiéramos vivir, y estar juntos... y nada más.

Él me pasó los dedos por las mejillas, limpiando mis lágrimas.

Confío en que la Diosa haga justicia, y confío en la palabra de Narshel. —Era mentira, ya no confiaba en casi nadie—. Realmente me gustaría que pagaran, pero... Si tengo que elegir, prefiero que no tengamos más problemas, que podamos quedarnos juntos para siempre. Dejémoslo estar. Al menos, por el momento.

Dejarlo estar... ¿Era esa la solución? Cres tenía razón; todo aquello ya había pasado, ya había acabado, y nunca más volvería a permitir que hicieran conmigo lo que hicieron. Sin embargo, aún tenía miedo de despertarme una mañana y descubrir que lo que estaba viviendo no era más que un sueño, que aún seguía prisionera en el Bosque Dorado, sola de nuevo, hundida. Y tenía miedo, sobre todo, de que alguien tomara represalias contra las personas que amaba.

¿Dejarlo estar era, pues, la solución? ¿O no era más que una huida, agachar la cabeza? Tal vez fuera una decisión egoísta. Si ellos dos seguían en el Concilio, mancillando con artes oscuras la lucha por el Bien, podrían traer al mundo males mayores. Yo era consciente de ello, Cres también lo sería. Lo correcto era actuar para intentar cambiar las cosas, pero actuar atendiendo a los consejos de la razón. Y los riesgos... Los riesgos eran demasiados. No soportaba la idea de una nueva separación, ni mucho menos la idea de que volviera a cernirse sobre nosotros la desgracia.

Buscaremos alguna forma —susurré—, pero no hoy, ni mañana... Yo no quería contarte esto, aunque por otra parte necesitaba decirlo, sincerarme con alguien, sincerarme contigo. Porque reconozco que tengo miedo... de lo que pueda pasar. Y yo soy la primera que querría descubrirle al mundo el engaño en el que vive, pero no quiero, ahora no quiero, y no quiero que lo hagas tú, no quiero que te involucres en nada. Si te pasara algo, si volvieras a desaparecer... No. —Agité la cabeza—. Entonces me estarías matando, entonces sí que me moriría de verdad.

Me levanté, tenía tan mojada la falda que empezaba a pesarme. Aún tenía los ojos ligeramente enrojecidos, ligeramente hinchados, pero ya no estaba llorando. «Se acabó, ya no voy a hundirme más», me dije, con determinación. Llevé una mano hasta la mejilla de Cres, acariciándolo con suavidad. Estaba muy serio. Yo estaba muy triste. Pero, pese a todo, le sonreí.

Bueno, ya lo sabes todo... —Me quedé en silencio unos momentos—. Ahora solo quiero que sigamos caminando bajo la lluvia. Que veamos otro de esos... fag... falblen... Lo que sea.

Quería olvidarme de todas aquellas cosas pasadas que todavía me hacían daño.

Crescent fon Wolfkrone
Crescent fon Wolfkrone
Señor de los lobos (humano)
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Re: [P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]por Crescent fon Wolfkrone, Miér Ago 27, 2014 11:14 pm
No era tan fácil. Todos querríamos poder retirarnos a una casa en las montañas, y pasarnos el resto de nuestros años sin pensar en nada, levantándonos tarde todas las mañanas, sin derramar sangre, sin llorar nunca, pero no era tan fácil. La propia vida implicaba tener problemas; esa era una ley que nadie podía cambiar. Después de lo que había descubierto, era simplemente imposible que todo continuara como hasta entonces. Podía contener el impulso de matar, podía obrar con prudencia y buscar apoyos y trazar un plan, podía optar por cualquier opción salvo por la completa pasividad.

«Entonces me estarías matando, entonces sí que me moriría de verdad». Admito que me conmovieron esas palabras. Sonreí cuando ella volvió a intentar pronunciar el nombre del pájaro, pero la sonrisa duró poco en mis labios, y, otra vez con el gesto serio, me puse en pie.

Vamos.

Mediante la magia del Libro de la Tierra, llamé a Cobalto, que se acercó al trote. Noté cierta confusión en los ojos de Cathy.

Quiero enseñarte algo —le expliqué, mientras colocaba en su sitio la silla del animal—, pero está un poco lejos para ir caminando.

El caballo no parecía en absoluto molesto por la lluvia. Le ofrecí una mano a Cathy para ayudarla a subir; ella colocó el pie derecho en el estribo, e intentó impulsarse, pero no consiguió llegar hasta arriba. Otras veces, en la Torre, no había tenido problemas para subir sola, como toda una amazona experimentada. Se quedó con las manos apoyadas en el caballo y la cabeza gacha. «¿Cómo voy a dejarlo estar? No puedo. No puedo hacerlo».

Cuando fue a intentarlo por segunda vez, la empujé desde abajo hasta que consiguió pasar la pierna izquierda al otro lado y quedarse sobre la silla. Se llevó una mano al vientre. Al quedarse a horcajadas, la falda dejó al descubierto parte de su pantorilla. Me fijé en su piel pálida, lisa, y seguramente suave... si no hubiera sido por la delgada cicatriz oscura que asomaba.

Aparté la mirada y levanté la cabeza, para subir de nuevo al caballo, esta vez en la parte delantera. Empezamos a cabalgar y Cobalto fue tomando mayor velocidad; parecía especialmente animado. Sus patas, al pasar sobre los charcos que se habían formado, levantaban el agua. Agua en el lago, agua en los charcos, en el cielo; el elemento azul se había apoderado aquella tarde del Lago Elaciarg.

Cabalgamos cerca de la orilla. En mi cabeza, no dejaba de darle vueltas al mismo tema. El golpe del viento en la cara no ayudaba a despejarme. «Esto es increíble. Tarde o temprano se descubrirá la verdad, el mundo no puede permanecer ciego tanto tiempo». Al ver una roca vertical, que tenía casi la altura de un hombre, giré a la izquierda y nos alejamos del lago, adentrándonos en la espesura. «¡Qué diablos! Ya me encargaré yo de abrirles los ojos a todos».

Pasamos entre el bosque, poblado por numerosos robles. Algún que otro fågelblaun pasó sobre nuestras cabezas. El cielo era cada vez más oscuro. La lluvia, cada vez más intensa. «Tenían que haberlo sospechado todos desde el principio. Un objeto como el Secreto de la Oscuridad no está hecho para las manos de una archimaga, y menos para una como esa...». Pensé mil obscenidades que podían describirla. «¡Todo esto es una locura! La arrastraría hasta el Laberinto de las Sombras con mis propias manos».

Y, de pronto, tiré de las riendas y detuve el caballo en medio del bosque.

Cathy —dije, subiendo el tono de mi voz para hacerme oír entre el sonido de la lluvia—. Cathy, ¡por todos los dioses habidos y por haber! Lo que te han hecho es muy grave; es un maltrato injustificado. Es traición. ¡Traición! Y legitimada por el propio Presidente del Concilio. Oh, si yo me enterara de que cualquiera de mis capitanes se divierte torturando a uno solo de mis guerreros, sea el que sea, lo mínimo que haría sería despojarlo de su rango y de sus armas, y mandarlo al exilio. ¡¿En qué clase de teatro hemos estado viviendo todo este tiempo?! No puedo seguir como si nada hubiera pasado. Me nombraron Guerrero Exaltado para luchar por el Bien y por la Justicia, y esto ni es Bien, ni es Justicia.

Me habría gustado que todo fuera una broma de mal gusto, pero sabía que no lo era.

Catherine
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Me fallaban las fuerzas otra vez para subir al caballo, y acepté de nuevo la gentileza de Cres. Cuando estuve sobre Cobalto, casi como un acto reflejo, me llevé la mano hasta el vientre, la herida más molesta de cuantas tenía. Estaba cansada de la debilidad de la convalecencia. ¿Cuánto tiempo más tendría que esperar?

Suspiré y empezamos a cabalgar. Él parecía haber aceptado mis palabras, parecía tranquilo y eso fue calmando mis nervios. En parte, al menos. No sabía adónde me iba a llevar, y no podía dejar de mirar a los lados. Temía que alguien apareciera, en el momento menos esperado, que alguien nos hubiera escuchado...

«No hay nadie. Solo él y yo». Mis labios se curvaron en una sonrisa tímida. Levanté la mirada hacia el cielo y vi las siluetas azul oscuro de las aves nórdicas, recortadas sontra los nubarrones grises. Cerré los ojos cuando las gotas me golpearon en la cara. Entre nosotros se interponía un silencio que era más tenso que cómodo. Las palabras, los pensamientos, estaban todos en el aire. Cuanto más oscuro era el cielo, más oscuras eran también las aguas del lago. En torno a nosotros, las hojas de las plantas se doblaban bajo el peso de la lluvia. El ambiente era húmedo.

Notaba la ropa cada vez más pegada al cuerpo. Al llegar a una piedra alta, nos desviamos de la orilla del lago, que habíamos seguido fielmente hasta el momento, y nos internamos entre los árboles. Una neblina muy ligera bajaba de las montañas. El camino era ascendente.

Entonces, frenamos con brusquedad. Cres detuvo a Cobalto rápido, de tal forma que estuve a punto de perder el equilibrio, y habría caído al suelo si no me hubiera agarrado con fuerza a su ropa. Solté una exclamación, sobresaltada, y con el corazón latiéndome acelerado.

¡¿Qué pasa?! —exclamé—. No frenes así, casi me caigo.

Me coloqué bien sobre la silla y me pegué a la espalda de Cres, abrazada a él con firmeza, no fuera a cometer alguna otra acción como aquella. En ese momento, él habló y yo escuché sus palabras. Suspiré. Todas eran muy ciertas. «Claro que no, tú nunca harías algo como eso —pensaba—, pero, desgraciadamente, no todos tienen unos valores como los tuyos». Lo besé en la parte superior de su espalda, que era la zona de su cuerpo que tenía a la altura de los labios. Mi beso dio con la capa húmeda y noté su tacto frío, pero no me importó.

Ya lo sé. Y no te falta razón. Nunca te falta razón. Pero no pienses más en eso. No ahora. De verdad, no quiero... No, no quiero hablar más de eso.

Me quedé en silencio. El viento sopló y le arrancó hojas a un árbol. Las vi caer a la tierra.

¿Por qué nos alejamos del lago? ¿A dónde vamos? —pregunté, entre otras cosas, buscando un cambio de tema.

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Quizá fuera la tensión de las últimas semanas, de los últimos meses, hasta de los últimos días; quizá fuera la espina que tenía clavada en el pecho desde la derrota; quizá la rabia que me habían despertado las palabras de Cathy; o algún resto que quedara de la maldita niebla que se había encajado en mi cabeza la noche de la batalla, en Gadrýl; o el conjunto de todas esas cosas. Fuera lo que fuese, me sentía asfixiado por las amenazas constantes y por los eternos problemas.

Por un momento, había pensado en dar la vuelta, dejar a Cathy en el palacio e ir a Ekhleer, o buscar a Narshel y hablarle en persona de todo. Se me había pasado por la cabeza esa idea, como un relámpago fugaz nacido del estrés y de la ira. Me quedé quieto, en medio del bosque; ora pensaba en buscar ya las soluciones, ora en continuar con el paseo que había previsto para ese día.

«Recuerda quién eres, Cres —me dije—. Solo medita las cosas con calma, y todo saldrá bien». Pero tenía la impresión de que todavía quedaban cosas de mí mismo que tenía que rescatar de la niebla.

Lo siento —me disculpé. Giré la cabeza para ver a la muchacha por el rabillo del ojo—. No soporto la injusticia, ni la deslealtad. Hay pocas cosas que me saquen de quicio, pero que toquen a los míos es una de ellas.

«Perder una batalla es otra», pensé, pero no lo dije en voz alta. Al cabo de unos segundos, minutos tal vez, se fue apagando el fuego de mis pensamientos. Y cedí, acepté el cambio de tema, olvidar por el momento, y me contuve, y no dije nada más.

Aproveché la pausa para mirar a los lados y localizarme. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que hiciera ese camino, y miré a mi alrededor, tratando de recordar por dónde era. «Al norte». Le quité a Cobalto unas hojas que se le habían quedado entre las crines y reemprendimos la marcha.

No quedaba mucho camino, por lo que fuimos al trote.

Ahora lo verás —le dije a Cathy.

Regresamos al silencio y dejé de pensar en el Concilio, en el reino y en todas las cosas desagradables, para centrarme en el paisaje que se extendía ante nosotros. Esta vez, el viento sí se llevó consigo los males.

Llegó un momento en que el terreno era más empinado. Fue solo un fragmento, una especie de cuesta; luego, volvió a ser llano. Los árboles, cada vez más dispersos, dieron paso a un pequeño claro. En medio de ese claro, había una casita de madera, pequeña y vieja, ventana y puertas cerradas, y el tejado oscuro y desgastado. No era ninguna maravilla, pero no era la casa lo que quería mostrarle a Cathy, sino algo que había dentro. Si seguía allí.

Volvimos a bajar del caballo y tomé a Cobalto por las riendas, para dirigirme a un lateral de la modesta vivienda. Todo seguía como la última vez, pero más viejo. El paso de los años se notaba en todas las esquinas. «Y esta casa ya era vieja cuando la encontré».

Allí había un pequeño porche, junto con un poste pensado para atar a los caballos, y eso hice con Cobalto. En el suelo, junto a la pared, había un pequeño abrevadero de piedra. La lluvia había llenado la parte baja, pero, por si no era suficiente, usé la magia para que brotara el agua y, así, llenarlo hasta arriba.

Cathy me siguió, probablemente preguntándose qué era aquello, por qué estábamos allí y cuáles eran mis intenciones.

Por aquí —le indiqué.

Y la conduje hasta la puerta de la casa. Me llevé una mano al cinto; mis dedos dieron con la espada y, más allá, con un aro de hierro del que pendían varias llaves. Lo descolgué, busqué una medio oxidada, y la introduje en la cerradura, pero, antes de girarla, pasé el dedo índice por las runas que había alrededor, las leí, y, entonces, abrí la puerta.

Sonó con el crujido de las puertas que llevan mucho tiempo sin abrirse. Nos recibió una vivienda oscura, con dos ventanas, una en cada lateral, por las que entraba una iluminación muy tenue. Olía a humedad y tenía, además, ese olor característico que tienen las casas antiguas.

Pasa, Cathy. Ya estarás cansada de empaparte con esta lluvia.

Lo primero que hice fue quitarme los guantes y dejarlos sobre un mueble que había junto a la puerta. Después, le tocó el turno a la capa. Me la desabroché, aliviado por no tener que cargar más con su peso, y crucé el umbral de la puerta para escurrirla fuera. Hecho esto, la deposité también sobre el mueble.

Y examiné, con una ojeada rápida, la totalidad de la pequeña casa. Todo seguía en su sitio, pero me fijé en que había numerosas goteras por las que se filtraba el agua. Como consecuencia, la madera del suelo estaba estropeada.

Catherine
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Me sorprendió encontrar aquella cabaña solitaria en medio del bosque, y aún más que Cres me llevara hasta allí, que la conociera y hasta tuviera las llaves para entrar. Al bajar del caballo, lo seguí en silencio, primero al poste donde ató a Cobalto, luego a la puerta. La cabaña me pareció más pequeña y modesta que la casa en la que vivía con mis padres, aunque tal vez era tan solo una impresión provocada por el aspecto viejo, de abandono, que tenía la vivienda. Mi antiguo hogar ya solo era ceniza. «No pienses en eso, no».

Cres abrió la puerta y me invitó a entrar. No sabía qué quería enseñarme, pero, ciertamente, y aunque la lluvia me gustaba, le agradecía que me hubiera llevado a un lugar con techo. Lo vi quitarse los guantes y la capa, y lo imité, desprendiéndome yo también de los míos, y escurriéndolos fuera. Al hacerlo, un buen chorro de agua cayó al suelo. Los dejé sobre los de Cres, y me apoyé en el arco de la puerta.

La cabaña contaba con una única habitación. En la pared del fondo, había una chimenea, un requisito imprescindible en cualquier casa del norte, y, a su izquierda, un baúl grande, de madera;  a su derecha, se alzaba un armario cerrado, cuya madera había sido visiblemente maltratada por la humedad constante. Una mesa con una única silla se hallaba bajo una de las ventanas; bajo la otra, una cama sobria, pequeña, que no era más que un cajón de madera donde habían metido un jergón relleno, por lo que podía suponer, de algún material resistente a las condiciones del tiempo; nada tenía que ver con los cómodos lechos del palacio.

También distinguí otros trastos entre las sombras: un caldero tirado en una esquina; colgados de la pared, unas bridas, un látigo de cuero trenzado, y, en el suelo, unas viejas botas de montar. El olor a casa antigua, mezclado con el de la tierra mojada, evocaban, en mí, una sensación agradable, como si estuviera adentrándome en un mar de recuerdos viejos, de historias posibles que pudieron haber tenido lugar, mucho tiempo atrás, entre las paredes de aquella casa.

¿Esta casa es tuya? —dije, mientras me colocaba junto a él. No me explicaba para qué querría esa cabaña un príncipe que disponía de un palacio—. Parece abandonada.

Lo miré, preguntándome qué querría mostrarme. No creía que estuviéramos allí solo para protegernos de la lluvia. Esta seguía resonando contra el techo, y no solo eso; el agua se filtraba por las goteras, como pude comprobar cuando una gota me resbaló por la frente. A través del cristal empañado de la ventana, se distinguía la silueta de Cobalto, que descansaba tranquilo bajo el porche.

Sería bonito vivir aquí, junto al lago. Aunque habría que hacer unas cuantas reformas.

Me imaginé, durante un momento, una vida tranquila, en esta casita solitaria, tan cerca del Lago Elaciarg, viendo pasar los días junto a Cres, entre la naturaleza y las labores cotidianas. Y suspiré. Era un sueño imposible para nosotros dos.

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Re: [P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]por Crescent fon Wolfkrone, Sáb Ago 30, 2014 9:19 pm
Di un par de pasos y me agaché frente a la chimenea, que no era más que un hueco oscuro y vacío, sin leña, lo cual habría sido un problema si no dispusiéramos de magia. Pero no era el caso. Conjuré una bola de fuego y la dejé levitando en el interior del hueco. Las llamas proyectaron su luz y su calor sobre la estancia, por lo que pude permitirme el lujo de relajar la potencia del hechizo de temperatura.

No es oficialmente mía —le expliqué a Cathy, mientras manipulaba la bola de fuego para que se mantuviera quieta, estática—. Oficialmente no es de nadie. La descubrí con diez u once años, una tarde que vine al lago a entrenar con unos primos lejanos. Y bueno, desde entonces he venido algunas veces, cuando necesitaba alejarme del palacio, pero ha pasado bastante tiempo desde la última vez que pasé por aquí.

Nadie había venido nunca a reclamar la casa abandonada, aunque la mayor parte de los objetos que estaban allí no eran míos, sino que se los habían dejado olvidados cuando el o los propietarios decidieron irse de la vivienda.

A continuación, me acerqué al baúl que estaba al lado de la chimenea, cogí el aro con las llaves y las fui mirando una a una, bajo las luces de las ventanas y de la lumbre. La segunda cerradura de la tarde era también de hierro, no más hermosa que la de la puerta, pero menos oxidada. Fruto de otra gotera más en el desastroso techo, el agua había caído sobre el baúl, se había deslizado hasta la cerradura, y, al tocarla, se me humedecieron las yemas de los dedos.

«Sería bonito vivir aquí, junto al lago. Aunque habría que hacer unas cuantas reformas.».

Cuando Cathy habló, sonreí.

¿Solo unas cuantas? Habría que tirar todo abajo y construirla de nuevo. —Había dado con la llave correcta, alargada y más grande que la de la puerta, de color negro en lugar de gris, sin oxidar y con pocas señales de uso—. Con tantas goteras es casi como si siguiéramos bajo la lluvia.

Con la llave en la mano, giré la cabeza un momento, miré hacia atrás, y mis ojos se reunieron con los de Cathy, el rostro de Cathy, el cuerpo de Cathy. El vestido que llevaba esa tarde no se lo había visto nunca, y, ahora que se había quitado la capa, podía admirarlo en todo su esplendor. Era de color borgoña, un color que, en función de las luces, bien podría haberse confundido con el rojo, o incluso con el marrón. La falda le llegaba hasta los tobillos; las mangas, hasta los nudillos de sus delicadas manos. Les había encargado a mis criados que buscaran vestidos para ella, y todas las prendas de ropa que necesitara una dama, pero no estaba al tanto de los resultados de esta búsqueda.

Habían hecho una buena elección. No tenía escote y la tela era gruesa, pero eso no evitaba que se adivinaran sus curvas, ni que la falda, cargada por el agua, se pegara al contorno de sus piernas con la discreción que ofrecía la opacidad del tejido, de la cual carecían, con toda certeza, las gasas élficas bajo la lluvia. Su cabellera pelirroja le caía en mechones desordenados por el pecho, por los hombros y por la espalda, y goteaba; caían de su pelo gotas idénticas a las que me estaban cayendo entre los dedos, sobre la llave.

Se dio cuenta de que la miraba y mis ojos dieron con sus ojos verdes, entre abanicos de espesas pestañas. Un mechón de pelo le pasaba cerca de los cálidos labios. Clavé la llave en la cerradura, con fuerza, aún sin dejar de observarla. La giré. Después, mi mirada regresó al baúl, rompiendo el contacto siempre tenso de nuestros ojos cuando se encontraban, giré la llave primero a un lado y luego, al ver que no abría, al otro, hasta que al fin cedió.

Lo abrí y comprobé, con serenidad, que todo estaba tal como lo dejé. Era tan vieja la casa que ni los rateros se habrían molestado en intentar desvalijarla. Poco a poco, fui sacando lo que encontré. Dentro del baúl, había cinco libros con las páginas amarillentas, y los saqué con cuidado, posando los ojos sobre las portadas, pues ya había olvidado cuáles eran. El primero que extraje era un ejemplar del Libro del Agua, con su característico color azul. «Qué oportuno», pensé, y lo dejé en el suelo. Hacía tiempo que lo buscaba y no recordaba dónde lo había metido, por lo que, ciertamente, me agradó encontrarlo.

Los otros cuatro no eran míos, sino que pertenecían al desconocido propietario de la casa. Uno era una antología de cuentos infantiles que llevaba por título Cuentos infantiles de los cien soles y las mil primaveras. Los había leído cuando era niño, pero ya no recordaba absolutamente nada de ellos. El siguiente se titulaba Los misterios de la Sanación según Erika Baldsdóttir; lo abrí por una página cualquiera y vi que estaba escrito en la lengua del norte, al igual que el título, pero tenía numerosas anotaciones en el idioma del centro. Nunca me había llamado la atención leerlo, pero se lo tendí a Cathy:

Esto puede que te interese, habla sobre Sanación. El texto en sí está en nórdico, aunque tiene anotaciones en tu idioma, y puedo ayudarte con lo que no entiendas.

Los otros dos libros eran el Cantar de los Guerreros y los Draugr y Leyendas nórdicas de los primeros tiempos. Además de los libros, en el baúl había unos guantes hechos para las manos de un niño, el Crescent de diez años, cosa que me enterneció encontrar. Y, finalmente, junto a varios trastos y frascos con hierbas, ungüentos y bálsamos viejos, y otras medicinas y pociones de mis tiempos mozos, encontré el artefacto que buscaba, y lo rescaté del olvido al que había estado tanto tiempo condenado, y lo observé a la cálida luz del fuego.

Aquí está.

Se trataba de un puñal completamente dorado. Quien no conociera su verdadera naturaleza, habría pensado que estaba forjado en oro. Pero no era así. Me puse en pie, esquivé los libros y otros objetos que había dejado en el suelo y me senté en la silla, sin dejar de examinar el puñal. La hoja no estaba afilada.

Puse la mano que me quedaba libre sobre la mesa y me volví hacia Cathy.

Ven —le pedí—. Esto es lo que quería enseñarte. —Posé los ojos de nuevo sobre el puñal, analizando cada punto de su estructura—. Pero no estoy seguro de que siga funcionando.

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Cres se agachó junto a la chimenea, encendió un fuego en ella y luego se situó frente al baúl. Mis ojos se quedaron fijos en las llamas estáticas; la luz anaranjada proyectada sobre el suelo oscuro me transportó a una escena vivida dos semanas atrás, mi primera tarde en Wölfkrone, nuestros primeros besos. Y escapó de mis labios un suave suspiro, apenas audible, al recordarlo.

Después, lo miré otra vez, y descubrí que él también me miraba. «Qué poder tienen sus ojos», pensaba. Tras trabajar con la llave, consiguió abrir el baúl y empezó a extraer de él varios objetos, que yo observé con interés desde mi posición. El segundo libro tenía en la portada un bonito dibujo que reconocí como el sol de la Diosa. Iba a preguntarle a Cres por él, pero entonces me tendió un libro sobre Sanación, y yo lo recogí.

«Den leyndhardóma av den heildagör um Erika Baldsdóttir», rezaba el título. No entendía ni una palabra, pero suponía que Erika Baldsdóttir sería el nombre de la autora.

Gracias —susurré, mientras hojeaba el volumen.

Adoraba todos sus detalles. Tal como dijo, había anotaciones en los márgenes, escritas con letra apresurada en tinta negra. Alcancé a leer una que hablaba sobre bendiciones; otra, de las aplicaciones de la magia elemental a la sanación. Por otro lado, contaba con ilustraciones que ayudaban a comprender el texto, cosa útil en cualquier manual de aprendizaje.

En Aryewïe leí muchos libros parecidos, de autores diferentes, pero nunca había oído hablar de Erika... —Me detuve un momento, cerré el libro y clavé los ojos en la portada; el nórdico era una lengua de complicada pronunciación—. ¿Balds... dóttir? Baldsdóttir. Vaya, Cres, nunca creí que el nórdico fuera a resultarme más difícil que el élfico.

Le sonreí con dulzura mientras él seguía sacando objetos. Distinguí frascos que contenían líquidos diversos, unos guantes pequeños, hasta una delgada cadenita herrumbrosa. Sentía curiosidad por todos y cada uno de aquellos objetos, por el papel que habían tenido en la vida de Cres (si eran todos suyos). Pero no hice ninguna pregunta, y solo me dediqué a observar, con el libro en la mano, de pie en medio de la cabaña, y esperando.

Finalmente, detuvo su inspección cuando extrajo del baúl un objeto alargado. Estiré el cuello para verlo mejor. Era un puñal de oro, todo dorado, sin ninguna decoración añadida. Más que un arma, parecía una joya, pero desconocía cuál era su auténtica finalidad.

Se levantó, caminó hasta la silla y se sentó, examinando el puñal, y solo apartó sus ojos de él para decirme que me acercara. Yo salvé la distancia con un par de pasos y, puesto que no había ninguna otra silla, me senté sobre la mesa de madera vieja, dejando el libro a un lado. La mesa era relativamente alta y yo relativamente pequeña, por lo que mis pies no tocaban el suelo.

¿Es un arma o una joya? —pregunté.

Al verlo más cerca, me di cuenta de que la hoja no estaba afilada, por lo que no creía que estuviera hecho ni para cortar ni para matar. «No para matar de la forma que matan los puñales corrientes, al menos». De pronto, me sentí inquieta.

¿Qué hace?

Golpeado a partes iguales por la luz cada vez más apagada de la tarde y por la luz constante del fuego artificial, el puñal brillaba, reluciente, y no presentaba ningún signo de abandono, como sí les sucedía a los libros que Cres acababa de rescatar del baúl. Intuía que la magia tenía que ver con aquello, aunque podía estar equivocada y, tal vez, se debiera a la calidad del metal.

Los dedos desnudos de mi guerrero tanteaban suavemente el objeto. Mi mirada pasó por el oscuro jubón que le cubría los brazos y el pecho, hasta el cuello. Me detuve en su rostro, en sus ojos concentrados en el puñal. Tan rojos...

Cómo había cambiado a lo largo de los años... Aún recordaba sus cabellos rubios de la juventud temprana, cuando sus pupilas negras descansaban todavía sobre redondeles azules. Lo recordaba de esa manera, detenido en medio del observatorio. El cielo estrellado. Y yo, ¡tan tímida!, diciéndole mi nombre sin apenas mirarlo a la cara. Sonreí al acordarme, sin poder evitarlo.

Apoyé ambas manos en el borde de la mesa. Una tarde en las almenas, cuando regresó del norte, cuando nos vimos después de cuatro años, advertí con un nudo en la garganta, sin encontrar explicaciones ni las preguntas adecuadas para resolver el misterio, que su pelo ya no era dorado, sino negro como la noche, y sus ojos, antes claros, eran ojos de sangre, dos rubíes tan rojos... como roja era la terrible mirada de Amelia.

«Ella me lo mostró antes de envenenarme en la atalaya de Ekhleer. Me mostró a Crescent en un círculo de nueve columnas, y la muerte de Sask, y el nacimiento del dragón». Él seguía concentrado en el puñal, ajeno al fluir de mis pensamientos. «Y él no sabe que yo lo sé». No conocía los detalles de lo que había sucedido, pero si de algo estaba convencida era de la fortaleza de Cres, de su capacidad para convertir las artimañas de Amelia en una ventaja que pudiera aprovechar para sí.

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Re: [P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]por Crescent fon Wolfkrone, Dom Ago 31, 2014 11:04 pm
Ni siquiera el polvo se había adherido a la empuñadura del puñal encantado. Seguía limpio, entero, duro, intacto, inmutable al paso de los meses y al paso de los años. Relucía el color dorado como el primer día, la sucesión de runas diminutas grabadas en el centro de la hoja continuaba siendo casi invisible al ojo humano. Pasé un dedo por el filo; no cortaba. Lo apoyé contra la palma de mi mano y el tacto era frío, como el que cabría esperar de un metal olvidado en el Norte. Pero pasaron los minutos, y noté como la hoja se calentaba. «Funciona», me dije, con cierta alegría, una alegría que no se reflejó en mi rostro.

Cathy se sentó en la mesa, a mi lado. La falda borgoña de su vestido caía como una cascada sobre sus piernas. Como era obvio, sentía curiosidad hacia la naturaleza del puñal.

Ni lo uno ni lo otro —respondí—. Al principio pretendía ser un arma. —Le di vueltas entre mis dedos—. Lo construí hará... un año y medio. O dos, no lo recuerdo muy bien. Sé que fue poco después de ser casi asesinado por Amelia y sus malas artes. En ese entonces, tenía mucho tiempo libre en la Torre. —En comparación con los años que pasé combatiendo en Hundsenkrone y otros territorios ayer en disputa, aquellos fueron buenos tiempos. O tiempos tranquilos—. Y cuando me cansé de hacer pociones, medicinas, bálsamos, ungüentos y otras cosas para la enfermería, investigué acerca de la mejora y el encantamiento de armas.

Me recliné en la silla y lancé el puñal al aire; este dio una vuelta completa y lo cogí, con gran habilidad, de nuevo por el mango. No pesaba prácticamente nada, y menos para la fuerza de un Guerrero Exaltado.

Mi intención era reforzar mi espada. —«Mi vieja espada, la que perdí en Gadrýl, o tal vez en los bosques de Ereaten». La que tenía colgada en el cinto era nueva, forjada en Khathill y de excelente calidad, pero aún no la había bautizado en batalla, y ni siquiera tenía un nombre—. No solo quería que repeliera la magia oscura, sino algo más que eso. Quería que la sintiera, que pudiera guiarme hasta los magos oscuros y nigromantes así se hallaran a mucha distancia, que fuera capaz de destruirla, o, incluso, aniquilar a cualquier practicante de las artes oscuras con la simple visión de su filo.

»Y bueno...
—Solté una pequeña risa—. Como verás, era una pretensión demasiado alta. Probé con un puñal viejo que encontré en el Campo de Entrenamiento, y combiné cientos de runas, busqué encantamientos en los libros, lo introduje en agua, en hielo y en fuego. Hasta le pedí a Narshel que me ayudara con sus conocimientos de Magia de la Luz, pero ella no es especialista en ese tipo de magia, y los poderes de luz que me confiere mi rango de Guerrero Exaltado son solo aplicables a una lucha concreta, y no sirven para estas cosas.

»Así que al final el experimento fracasó, el puñal se volvió dorado para siempre y yo lo metí en ese baúl y me olvidé de él. Hasta que volviste tú, Cathy. Y vi tus heridas.


Me callé y volví a adoptar una expresión seria. Solo con recordar la sangre sobre mis dedos cuando le descubrí la primera herida, ahora que conocía la causa, la furia bullía en mi interior, mil veces más ardiente que las llamas que había conjurado en la chimenea.

Con el puñal bien aferrado por el mango, hice ademán de levantarme para buscar la herida de su cuello, pero, al recordar la que le había visto por accidente en la pantorrilla, me quedé sentado. Sin saberlo, Cathy se había colocado en el lugar perfecto. Lentamente, llevé una mano hasta su pierna izquierda. La punta de las botas asomaba bajo la falda. «¿Era la izquierda o la derecha?». Ya no lo recordaba. Y no entendía por qué, como tampoco entendía por qué me estaba poniendo ligeramente nervioso.

Voy a probar una cosa —dije, tomando su pie por la bota que llevaba y elevándolo un poco—. No te muevas. Creo que funcionará.

Iba a posar su pie sobre mi regazo, pero caí en la cuenta de que, si lo hacía, me mancharía la ropa con la tierra mojada adherida a la suela. Dejé el puñal momentáneamente en la mesa y tiré de la bota corta hasta descalzarla. Después la solté al suelo sin cuidado, volví a tomar el puñal y le levanté la tela húmeda de la falda, con los ojos puestos en la piel que iba quedando al descubierto. Para ver lo que necesitaba, bastaba hasta la rodilla, por lo que fue allí donde se quedó la falda.

Ella posó el talón con suavidad sobre mi regazo. Yo la sostuve por el tobillo, con los ojos en el tobillo, sin tocar nada más que el tobillo. «La cicatriz estaba en la pantorrilla». Alcé la mirada, recorriendo la superficie clara de su piel. No estaba la cicatriz que le había visto al subirla al caballo. «Era en la derecha». Y sí, era en la derecha, pero mi mirada siguió ascendiendo y pronto le descubrí, justo antes de llegar a la rodilla, una cicatriz oscura, más pequeña que la otra.

No me gustó encontrarla. «Malditos sean mil veces, ¿cuántas heridas le abrieron?». Respiré hondo y acerqué el puñal a su piel con cuidado. Puse una de las caras de la hoja contra la herida. El metal volvía a estar frío. Habría que esperar un rato. En ese rato, mis ojos aprovecharon para observar la caída sugerente de la falda; mi mente, para pensar en el tacto de su piel. Y en fin... «Recuerda, Cres, que eres un príncipe y un caballero, y los límites están...».

En fin. Simplemente esperé, y obligué a mis ojos a quedarse quietos sobre el metal dorado, y a mi mente a pensar en heridas y magia negra, y esperé, y esperé, durante minutos que eran como horas. Hasta que noté que la hoja se iba poniendo cálida. Entorné la mirada. El puñal brilló con un suave destello incandescente. Luego se apagó, y hasta el dorado pareció volverse más oscuro. Lo apreté contra la herida, y escuché a Cathy soltar un pequeño quejido. Lo aparté de inmediato.

¿Te duele?

Ella negó con la cabeza. Volví a poner el puñal contra su piel y sucedió lo mismo, hasta que se quedó tal como había estado al principio. Entonces lo aparté y examiné el estado de la herida...

Y esbocé una sonrisa sincera.

Sí, funciona.

La cicatriz ya no era oscura, sino que presentaba el aspecto de cualquier herida corriente, aunque conservaba una forma sinuosa, antinatural. Y me pareció que era más delgada. Tal vez el puñal no servía para mi objetivo inicial, pero podía tener otras aplicaciones. Tiempo atrás, lo había probado con una herida mía, y fue un complemento útil para acelerar la recuperación de la misma. Ella, que tenía más y mejores conocimientos de Magia Curativa que yo, podría encontrarle un gran uso.

«Y si sirve para curarla a ella...». Volví a presionar la hoja contra la herida, con la esperanza de que pudiera cerrarla del todo, y me concentré en eso, solamente en eso.

Catherine
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Todo lo que dijo, cada palabra suya, cada sonido que escapó de sus labios, todo, todo lo escuché con interés absoluto, sin apartar nunca la mirada de él. Terminó de hablar y llevó una mano hasta mi pierna, y yo no sabía qué pretendía hacer, ni qué buscaba, pero dejé que me descalzara con un cariño infinito, y que entraran sus dedos en contacto con mi piel, y que levantara parte de mi falda y, a medida que lo hacía, con cada centímetro de piel que quedaba al descubierto, mi corazón latía más rápido.

No hice ningún movimiento. Solo me estremecí. Se detuvo en la rodilla, buscó mi cicatriz y noté el tacto helado del metal, tan frío como si estuviera besándome el propio invierno. Contuve la respiración. Se calentó la hoja. Exhalé un suspiro. Bajé la mirada hasta el puñal, que brilló, y luego se puso oscuro. Cres lo apretó contra mi piel; la hoja, antes fría, ahora quemaba. Solté una exclamación ahogada. Y él lo apartó enseguida.

«¿Te duele?».

Negué con la cabeza. Después de todo lo que había sufrido, ¿qué era el dolor para mí? ¿A qué podía llamar dolor? Desde luego, una simple sensación cálida, que no llegaba ni a ser una quemadura, no era nada. «Dolor fue que el ácido me destrozara el brazo. Dolor fue el Secreto de Oscuridad apretado contra mi vientre. Dolor fue no saber dónde encontrarte, ni si estabas vivo, ni si estabas muerto».

El tiempo desgranaba sus segundos con parsimonia. Cerré los dedos en torno al borde de la mesa, apretándolos contra ella. Él tocaba mi tobillo y manejaba el puñal dorado con tanta suavidad como si tuviera entre sus manos una rosa. Conocía el poder de la Magia de la Luz, la había utilizado varias veces, de la forma limitada que me permitía mi rango. La calidez que emanaba el metal iba consumiendo el hielo oscuro que era la magia negra...

Finalmente, Cres sonrió, apartó su experimento fallido y yo agaché la cabeza para observar el resultado. La cicatriz presentaba un aspecto normal. No vi rastro de oscuridad, nada. Pero, para saber si de verdad funcionaba, habría que esperar unos días. Conocía mis heridas, alguna vez había conseguido eliminarlas, y después transcurrían los días, y se abrían de nuevo.

Cuando él volvió a pegar la hoja a la cicatriz, visiblemente contento por sus efectos, llevé mis dedos hasta el puñal y tanteé la hoja con la yema de los dedos. Percibía la energía que emanaba, muy tenue, casi tímida. Percibí el poder. «Es mejor que los ungüentos». Sabía que la Magia de la Luz hacía maravillas en el terreno de la curación, y un artefacto como aquel, en Aryewïe, habría sido de gran utilidad. Pero no lo teníamos, y era por un motivo muy sencillo: el Maestro de Magia de Luz y el único especialista en esta materia que se conocía en el mundo era Anaë'draýl, quien no salía de su refugio en el Bosque Dorado, y solo usaba su magia para intereses propios.

El encantamiento del puñal dorado era débil y, aún así, funcionaba, sin requerir ningún gasto de energía mágica. Si un verdadero conocedor de la Luz se molestaba en hechizar otros objetos con esa finalidad..., ¿qué no podríamos conseguir? ¿Cuántos problemas podrían ser solucionados, cuántas vidas salvadas?

Has creado un "antídoto" contra la magia negra por accidente. —Esbocé una sonrisa—. Deberíamos intentar crear más objetos como este. Pero con otra forma, porque si te acercas a alguien con un puñal, dudo que crea que tu intención sea curarle una herida.

Regresaron mis ojos a su rostro; de nuevo, estaba concentrado en su tarea, observando con atención el metal dorado. Aparté los dedos de la hoja, y dejé la mano suspendida en el aire, a unos pocos centímetros de distancia. La llevé, de nuevo, hasta la mesa. Otra vez, se estaba calentando la hoja, pero era una calidez más suave, más lenta.

«Ya se le está secando el pelo», advertí. Y también estaba oscureciendo. Cada vez entraba menos luz por la ventana, y pronto la chimenea se convertiría en la única fuente de iluminación, y tal vez se le sumarían la luna y las estrellas, si las nubes les permitían lucirse esa noche. Seguía lloviendo. Las gotas golpeaban el cristal de la ventana, a mi espalda. Una corriente de viento entraba por la puerta, cobró fuerza un segundo, meció su pelo, también el mío.

Suspiré. Cres movió los dedos ligeramente, la mano con la que me sostenía el tobillo subió unos centímetros. Lo miré. Seguía concentrado en el puñal. Sus ojos eran un misterio. Suspiré otra vez. Yo también moví las manos, nerviosa. El corazón me golpeaba el pecho como la lluvia hacía con los cristales. No tenía frío, pero se me erizaba la piel.

Aparté la cabeza, cayó mi mirada sobre un punto cualquiera del suelo. Madera vieja. A veces mis pensamientos caminaban hasta una cueva, por fortuna ya perdida en el laberinto del tiempo y de la distancia. A veces me besaba y yo pensaba en la cueva escondida, el sonido terrible de las olas, y mis temores viejos renacían de sus cenizas. Y ahora mi falda recogida a la muerte de la tarde, el tacto de la piel contra la piel...

Otro suspiro...

«Antes habría dado la vida por recordar y ahora solo anhelo el olvido». Reuní mis manos sobre mi regazo. ¿Me estaban temblando? ¿Era por el miedo? ¿Era la amargura de los recuerdos? ¿O solo era...?

Otra vez lo miré. «No le temo a nada». Mis dedos avanzaron hasta la orilla de la falda, que descasaba sobre mi rodilla izquierda. «No pueden asustarme los demonios del pasado». Subí la tela hasta la mitad del muslo. «Estoy delante del hombre al que amo». Siguieron avanzando mis manos hasta acariciar con suavidad la mano de Cres, que seguía presionando el puñal contra la herida. Él levantó la cabeza, tal vez sorprendido. «Y el hombre al que amo también me ama. También me ama».

Deja esa. Creo... Creo que ahí ya no queda ni rastro de magia negra... —susurré.

Deslicé su mano por mi piel. Él me miraba, y cómo me miraba... El filo del puñal no cortaba. La hoja se enfrió. La detuve sobre otra cicatriz oscura que tenía en el muslo. Presioné su mano contra la hoja, y la hoja contra la herida. Sus pupilas... ¿estaban buscando respuestas en las mías? Habría dado la vida, y no solo la vida, sino todos mis años de existencia en el Otro Lado; habría dado cualquier cosa por saber qué se le pasaba por la cabeza en ese instante.

Cres... —dije, en voz baja. Su mano estaba más fría de lo que habría imaginado—. ¿En qué piensas?

Tuve la impresión, por un momento, de que el mundo entero se había detenido en ese instante, y solo se quedó la canción de la lluvia para romper discretamente todos nuestros silencios.

Crescent fon Wolfkrone
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«¿En qué piensas?».

«En lo que intento no pensar». Pero, inevitablemente, ella había levantado más la falda, y ahora estaba el puñal sobre otra cicatriz de las muchas que debía tener, y sus manos sobre mi mano. Y yo... Me quedé sin palabras, atrapado en un torpe silencio. Mirándola, sin sonreírle ya.

De pronto, era ella todo cuanto existía. Ella y la lluvia. La lluvia siempre estaba ahí. Bajo la palma de mi mano, el puñal empezaba a calentarse, aunque ya no le prestaba demasiada atención. Las últimas palabras de Cathy fueron un susurro, como si no quisiera despertar a un niño que acabara de conciliar el sueño, o como si la mismísima Diosa se hubiera presentado ante nosotros y no se atreviera a importunarla.

Estaba pensando en el nombre que debería tener este puñal —respondí, al fin, aunque no fuera del todo cierto—. Si hubiera servido para mi espada, podría haberla llamado Hersäsvärd, espada de Hersä, la diosa de la Justicia. Rättvisa av Svea, Justicia de Svea. Sterdød av Shagga, Muerte de Sombras. Ahora tendré que buscarle un nombre más adecuado.

Regresó el silencio. Cathy me mantuvo la mirada, y no era algo que hiciera a menudo. Las manos le temblaban con suavidad y probablemente ella no se diera cuenta, pero las mejillas se le habían sonrosado. Escuchaba el sonido de su respiración, y el de la mía propia.

Y no supe si el puñal se me resbaló de los dedos, o solo lo dejé caer, pero, en un determinado instante, advertí que ya no lo tenía, y escuché su sonido al tocar la madera y luego, al caer de la mesa al suelo. En lugar de recogerlo, me quedé en la posición en la que estaba, ya sin la barrera que suponía el metal, libre para acariciar su piel.

Ella entreabrió los labios, quizá para decir algo, o para avisarme de la caída del objeto. Fuera cual fuese su intención, la frase nunca fue pronunciada. Me levanté de la silla. La tomé de la cintura para acercarla... y la besé, y los mechones naranjas de su cabellera, todos perfume, se balancearon tras su espalda, y me hicieron cosquillas en los dedos.

Cathy llevó una mano hasta mi cuello, me acarició la mejilla mientras la besaba, abrió sus párpados con lentitud, con delicadeza, y cuando me miró con aquellos ojillos verdes, siempre tan expresivos, entonces supe que ya estaba perdido. Totalmente perdido.

Cathy, Cathy, Cathy... —musitaba.

Caminaron mis besos por su boca, la comisura de sus labios, las mejillas, hasta detenerse largo rato en su cuello, cálido como el verano que nunca llegaba a Wölfkrone. Reparé en la cadenita que lo rodeaba: el collar, su collar, con la pluma del Iris descansando sobre su pecho, desplegando un abanico de colores en el borgoña de su vestido. Aquella pluma era una caja de recuerdos. «Svea es sabia. No era mi hora. Yo no debía morir. No podía morir».

Tanteé su espalda, enredé los dedos en las cuerdas que cerraban el vestido, y libré con ellos la batalla más larga que recordaba, y maldije a todos los costureros de Garnalia por haber ideado un sistema tan cruel. Noté cómo una corriente de aire frío me golpeaba en la nuca, arrastrando con él las gotas de una lluvia que era más intensa con cada minuto que pasaba.

Habría que cerrar la puerta... —dije.

Y me separé apenas unos centímetros de ella, y ella mantuvo las manos cerradas en torno al cuello de mi jubón, y no pasó ni un segundo antes de que volviera a besarla de nuevo, pues si había algo cierto en el mundo era que la puerta estaba demasiado lejos y ella estaba esa tarde, o esa noche, ¡lo que fuera!, solo sabía que estaba demasiado hermosa.

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Ojalá pudiera encontrar las palabras exactas para definir el remolino de emociones que él me despertaba con cada caricia suya, pero no existe en nuestro vocabulario un término que las recoja todas. Sin la literatura de sus cartas, cada palabra simple, su voz susurrando mi nombre, solo eso era suficiente para que me sintiera viva, para despertar todos mis ánimos.

Cayó el puñal al suelo y él se lanzó sobre mis labios, y el mundo se redujo a una cabaña perdida, a una lluvia en el filo de la noche, a la madera de la mesa, a la luz cálida del fuego, las penumbras, las goteras, las corrientes de viento frío, el lejano murmullo de los árboles, y Cres en el centro de todas esas cosas.

Mi voz se convirtió en una sucesión de suspiros. Levanté la cabeza cuando sus besos descendieron por la superficie de mi cuello, y le acaricié con cariño sus cortos mechones de pelo negro. Se detuvo unos instantes, se alejó de mí solo un poco, y mi primera reacción fue agarrarlo del cuello de la ropa, porque no quería que se fuera. Dijo que había que cerrar la puerta, y no le faltaba razón. La llegada de la noche estaba trayendo consigo un viento helado.

Sí.

Pero él no apartó las manos de las cuerdas de mi vestido, ni yo lo solté, y al cabo de unos segundos fugaces, nos besábamos de nuevo. Lo quería, lo quería. «Con esperanzas y con pretensiones». Me sentía, a un tiempo, fuerte y vulnerable, cobarde y valerosa. Todo había cambiado en dos semanas, todo, y era como si estuviera caminando sobre mis sueños, sobre las nubes, y no había noche que no me durmiera pensando que en cualquier momento me vería envuelta otra vez en la realidad.

«Esta es mi realidad, ahora esta es mi realidad». Él apartó las manos de mi espalda y empezó a desabrocharse el cinto de la espada. Yo sostuve el arma por la funda, y la dejé sobre la mesa. La hebilla sonó al tocar la madera. Me fijé en la empuñadura que sobresalía; con aquella espada, solo lo había visto luchar alguna vez allí, en Wölfkrone, practicando con ella, sin ensartarla en ningún cuerpo ni derramar gota alguna de sangre. Me habría gustado que solo para eso fueran las espadas, pero sabía que no era cierto, y que tarde o temprano se vería obligado a utilizarla.

Y cada instante que pasaba, ese momento estaba más cerca, y me angustiaba el paso del tiempo, me torturaba la posibilidad de que hubiera un final.

Te quiero. No te vayas nunca. Te quiero.

Toqué con el pie derecho la pata de la mesa, ayudándome del mueble para quitarme la otra bota. Después coloqué las manos sobre el pecho de Cres, lo empujé suavemente y me bajé de la mesa. El suelo estaba húmedo y frío. Lo tomé de las manos y caminé, sin ninguna prisa, hasta la puerta. Y, cuanto más nos acercábamos, más se notaba el viento, y nos llegaba la lluvia. Él ya había conseguido aflojar las cuerdas, y el frío se coló por la parte superior de mi vestido, y llegó hasta mi espalda, y me estremecí.

Antes de que pudiera cerrarla yo, Cres empujó la puerta, y esta se cerró con un sonoro golpe, tan fuerte que me pareció que las paredes temblaran. «Aunque no es difícil. Esta casa está en muy mal estado». Además, las corrientes de viento estaban golpeando el techo, ya de por sí maltratado. Apoyé la espalda en la puerta y levanté la mirada, con cierta preocupación.

Él estaba delante de mí, con una mano todavía en la puerta y la otra de nuevo entre las tediosas cuerdas del traje. Lo abracé, atrayéndolo hacia mí, y alcé la cabeza para mirarlo.

¿Estás seguro de que esto no se va a venir abajo? —le pregunté. Discretamente, llevé una mano hasta el primer botón de su jubón, y lo desabroché—. No estoy muy convencida de que esta casa vaya a soportar la tormenta.

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Re: [P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]por Crescent fon Wolfkrone, Mar Sep 02, 2014 10:52 pm
Cierto era que el viento hacía vibrar los tablones del techo sobre nuestras cabezas. Cierto era que notaba también la vibración de la puerta, y el intenso olor a humedad. Pero cuando Cathy me preguntó si la cabaña se caería, no pude hacer otra cosa sino sonreír.

Créeme, las ha soportado peores. Puede que esta casa lleve en pie desde antes de que naciéramos, y aquí sigue.

Apoyé la frente en su frente. El fuego de la chimenea se estaba reflejando en su piel, y el resto de nuestro universo particular era ya un complejo de sombras. Después de un buen rato intentándolo, mis dedos habían conseguido resolver con éxito el entramado de cuerdas, y desatarlas, desenredarlas, hasta que el vestido cedió, descubriendo parte de su espalda.

Y llevé las manos hasta sus hombros, allá donde había caído el borde superior del vestido. Respiré hondo. Ella ya había desabrochado dos de mis botones. «Tres». «Cuatro». Bajó la mirada. «Cinco». Nuestros labios se tocaban. «Seis». Aulló el viento y removió las hojas y temblaron los tablones. «Siete». Mi corazón fue acelerando el paso. «Y ocho». Había terminado. El grueso jubón dejó paso a la tela fina de la camisa que llevaba debajo.

La conocía desde que tenía quince años y sabía perfectamente que estaba nerviosa. Como lo estaba yo, a decir verdad. Para el resto del mundo quizá no fuera correcto lo que estábamos haciendo. «No estoy transgrediendo ninguna norma», me dije. Me casaría con ella. Por supuesto que me casaría con ella. ¿Con quién, si no?

Y solo entonces tiré del vestido para desnudarla. Ella se llevó las manos al pecho para sostenerlo antes de que cayera, en un acceso repentino de inseguridad, o de timidez. Pero fue solo un momento. Después, apartó las manos, y la tela cayó al suelo con un ruido sordo. Y me pareció que la pluma del Iris era más hermosa en el fondo blanco de su pecho que en el color borgoña de su vestido.

Tal como había supuesto, las cicatrices estaban por todo su cuerpo. Cuando mis ojos llegaron hasta su vientre, entendí hasta qué punto era grave lo que le habían hecho. La herida era tan oscura que ni siquiera creía que el puñal dorado pudiera absorber toda aquella magia negra. Entendí por qué Cathy lloraba al recordarlo, por qué le temblaba la voz y no le salían las palabras. Entendí por qué quería olvidarlo todo para siempre.

No comenté nada al respecto.

Te quiero.

Fue lo único que pude decirle. Y la abracé, la estreché entre mis brazos, la besé cien veces y mis manos treparon por su cuerpo como un arpista buscando desesperadamente las notas que le faltaban para completar su melodía.

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