Las tres lenguas de fuego le resultaron molestas a Chaos Uhaikos. Paró la primera con agua, la segunda la congeló con el frío de las sombras, y la tercera se limitó a esquivarla, aunque algunas llamas se le quedaron prendidas en los dedos sombríos, y tuvo que volver a conjurar agua para acabar con ellas.

Y luego Rohar pronunció la runa de luz. «Thaèd. Thaèd. Thaèd. Thaèd». ¡Qué molesto podía ser ese sonido repetitivo para un nigromante! ¡Y qué agradable para el unicornio, que levantó los ojos hacia el humano, unos ojos que le brillaban! Cuando golpeó la cúpula electrificada, saltaron rayos que restallaron contra el techo. Los magos oscuros sombríos volvieron a materializarse.

«Thaèd. Thaèd. Thaèd. Thaèd». Poco más, y terminaría agrietando la cúpula. Chaos, reprimiendo un grito de dolor, hizo que se extendieran los huesos de su brazo derecho, lo reforzó también con armadura de hueso, y agarró al mago por la ropa para alejarlo de la cúpula y del unicornio, para lanzarlo lejos y, a ser posible, que muriera al estamparse contra alguna de las paredes.

En ese tiempo, Kvothe aprovechó para invocar un tornado, y las elfas para lanzar flechas hacia Chaos y los magos de sombras que los rodeaban. Las flechas, al rozar la cúpula electrificada, arrastraron con ellas parte de la energía, y volvieron a disiparse los magos, pero esta vez de forma distinta; desaparecieron calcinados, en una explosión de humo, y nuevamente solo quedó el nigromante.

La fuerza del tornado hizo que volaran los cuencos. Era lo suficientemente grande como para que Kvothe hubiera empleado bastante energía en su construcción. Y en ese instante consideró la sombra de la Necravia que no había mejor momento para probar algo que había leído en un viejo libro de la Biblioteca de Rossnatt, y se sonrió, y logró impulsar el tornado de forma que no lo alcanzara a él. Kvothe lo lanzaba hacia Chaos y Chaos hacia Kvothe, por lo que el tornado se quedó paralizado, al lado de la cúpula, que presentaba una grieta allá donde la había golpeado Rohar.

Era el momento idóneo para llevar a cabo cierto plan y demostrar que era el mejor nigromante de la Necravia, y quien debiera ser su único líder.

La energía del tornado fue tiñéndose de color oscuro.

Los rayos de la cúpula se agitaron. Y, en la tercera parte, Chaos elevó el tono de su voz, y otra vez:

El tornado oscuro venció la resistencia que le ofrecía Kvothe y salió disparado hacia él, dándole de lleno y empujándolo contra otra de las paredes. Al nigromante le llovieron varias flechas: una le arrebató el sombrero, otra se le clavó en la mano, otra en el pie. Pero no salió de su cuerpo tanta sangre como habría sido habitual.

Otro chillido más del unicornio, que no apartaba sus ojos de Rohar ni de la espada llameante, como si la simple visión del fuego fuera lo más hermoso que hubiera visto nunca.

El rey de Zhanthé se vio envuelto en energías y sombras, su cuerpo empezó a cambiar entre convulsiones, cambió el tono de su piel, y fue un cambio extremadamente doloroso, que podía nublar sus sentidos, impedirle pensar ante tanta cantidad de energía que entró en su cuerpo, y fue adquiriendo un aspecto terrible, oscuro, demoníaco, que para Chaos fue un bonito espectáculo.

«Ya solo queda que sea él quien mate al otro humano y a las dos elfitas arqueras», se dijo, satisfecho.

Cuando Kvothe cayó derribado por el tornado de Chaos, Nérissia corrió hasta él para ver si seguía vivo. «¡Ayudadlo!», gritó Rohar. Pero no había nada que ella pudiera hacer. El hechizo del nigromante estaba empezando a causar efecto sobre Kvothe; aquello era magia, no una herida que pudiera contener cubriendo la hemorragia.

—Lo siento —musitó—. Lo siento.

Y es que, ni ella ni su compañera, habían imaginado en ningún momento que se encontrarían con semejante situación. Ni siquiera sabía bien cómo reaccionar. Nadereya, por su parte, lanzaba flechas hacia Chaos sin cansancio, todos sus sentidos se centraron en el ataque, y en nada más.

Lo mejor que pudo hacer fue imitarla. «Ya no importa nada. Si no hacemos algo, moriremos». Por lo que no se detuvo a pensar, y solamente atacó y atacó hasta que su carcaj se quedó vacío.

Chaos Uhaikos, después del costoso hechizo que había lanzado sobre Kvothe, estaba cansado. Contempló con satisfacción cómo el cuerpo del rey empezaba a transformarse, cómo se iba apagando su conciencia, y supo que pronto, muy pronto, se convertiría en el monstruo que había imaginado. Su monstruo.

Se olvidó de Rohar unos instantes, se olvidó de las elfas y sus flechas, aunque algunas de ellas las tenía encajadas en la carne. Solo volvió a acordarse del mago cuando el techo sobre ellos explotó, y tuvo que lanzarse a un lado para esquivar las pesadas piedras que cayeron. Y entonces se vio asaltado por fuego y flechas, fuego y flechas que invocaban sin descanso, y al principio pensó en defenderse, o aprovechar y contraatacar, y eso fue lo que hizo, mientras, con cada conjuro, mermaban sus energías mágicas.

«No importa: yo ya no tengo que hacer más nada. Todo lo hará el Rey Bastardo cuando termine su transformación». Se rompió el conjuro que impedía el teletransporte. Vio, entre el choque de las llamas contra sus conjuros de hueso y sus conjuros de agua, entre las piedras caídas y la cúpula, a Rohar con la rodilla hincada en el suelo, apoyado en su espalda, cada vez más débil. Las elfas, detrás de él, tenían manchas de sangre en las ropas.

«Thaèd. Thaèd. Thaèd. Thaèd...». Chaos estaba harto de thaèd.Iba ya a acabar con todo aquello, pero entonces, en apenas unos segundos, sucedieron dos cosas...

La primera fue Rohar clavando la espada en la cúpula. La hundió con todas sus fuerzas, los rayos se removieron, la luz se agitó, y el unicornio seguía sin apartar su mirada del muchacho. «¡THAÈD!», gritó, y toda la sala se iluminó con un resplandor gigantesco, que se apagó tan pronto como había aparecido, y el mago guerrero cayó inconsciente sobre el suelo. La cúpula estaba rota.

Lo segundo que sucedió terminó de convencer a Chaos de que ya había terminado su entretenimiento en esa noche. Vio a Kvothe alzarse como demonio; habiendo perdido toda identidad humana, ocupó su lugar un ser que, sin llegar a ser demonio, recordaba a estas criaturas. Sus ojos brillaban, rojos, con destellos de locura, de fuerza, de rabia irracional.

Sonrió, pero dejó de hacerlo cuando la maza salió despedida hacia él, y explotó..., pero Chaos, que ya no tenía la fuerza necesaria para defenderse del ataque, se limitó a teletransportarse y desaparecer de la sala; sabía que, tal como lo había atacado a él, atacaría a los demás, a Rohar, a las elfas, al unicornio.

Y se fue para conservar su vida y su integridad física, y no volvió.

Nadereya se agachó junto al cuerpo caído de Rohar, junto a su espada llameante, y le tomó el pulso para comprobar su estado. Nérissia fue la primera en contemplar, con horror, al demonio que empuñaba la espada de Kvothe. Era incapaz de identificar a aquel ser con el Rey de Zhanthé que había estado luchando contra el nigromante apenas unos momentos atrás.

Las atacó con un tajo horizontal de la espada. Nérissia se tiró al suelo, dio una voltereta, tal como había aprendido cuando se graduó como guerrera, y, en un acto de valentía, cogió piedras del suelo y se las lanzó al demonio. No podía hacer otra cosa: ya no tenía más flechas, y su compañera tampoco.

—¡No sé lo que ha hecho ese nigromante! ¡Pero si no lo matamos, moriremos!

A Nadereya, que seguía arrodillada junto a Rohar, le temblaban las manos, y ya no sabía qué hacer. Miró al unicornio. Este, había agachado la cabeza, en la misma posición. «Solo él... Tal vez él...».

—¡Intenta entretenerlo! —le gritó a la otra elfa.

Fue hasta el unicornio y empezó a batallar con las cadenas que lo aprisionaban. «¿Por qué no tendré magia?». Si la hubiera tenido, habría podido curar al pobre chico que seguía inconsciente sobre el suelo. «Todavía está vivo, y los unicornios, he escuchado que los unicornios...». La presencia de la criatura le imponía respeto, tanto que apenas se atrevía a mirarla.

Y Kvothe seguía convertido en una criatura irracional, y la torre temblaba con sus movimientos, y pensaron las dos elfas que, si no morían asesinadas por él, acabarían todos sepultados bajo las piedras de la torre cuando se derrumbara.

Las llamas de la espada se extinguían, cada vez eran más débiles, cada vez más...

Conocía la muerte, y sabía que estaba rodeando al joven que tenía entre mis brazos inmateriales. Las elfas heridas no podían verme, porque no eran Kin-Shannay, pero el unicornio sabía que yo estaba allí.

—¿Y si la luz no era para derrotar al monstruo? ¿Y si era para salvar a Kvothe? —me lamentaba.

En ese momento, cuando ya lo daba todo por perdido, una gigantesca loba blanca llegó hasta nosotros, y, ante nuestros ojos sorprendidos, se transformó en una joven mujer pelirroja, que libró al unicornio de las cadenas con un golpe de su espada. «Por fin...», pensé. Un unicornio preso, encadenado, era una de las imágenes más terribles que podía contemplar un mortal.

Otra vez, volvió a su forma de loba y se recostó junto al muchacho caído. El unicornio había escuchado sus palabras. Haciendo un gran esfuerzo, intentó ponerse en pie, pero le fallaron las patas y cayó al suelo. Fui a su encuentro; si él podía salvarlo, tenía que llegar hasta él fuera como fuese. Pero, cuando intenté tocarlo, mis manos dieron con el vacío.

La elfa que había estado intentando romper las cadenas, empujó el cuerpo del unicornio hasta ponerlo junto al joven caído. Y entonces la criatura apoyó la cabeza en su pecho, y cerró los ojos. Le distinguí delgadas heridas en la piel de plata...

Me quedé inmóvil. El alma no estaba en el cuerpo, no estaba... hasta que el unicornio lo tocó. Regresaron a él los vientos de la vida, abrió los ojos, y, aunque estaba justo en su campo de visión, no posó su mirada en mí. «No me ve. No es él. No me ve», me dije, decepcionada.

La elfa del pelo negro, con una herida sangrante en la espalda, se deslizó hacia el lugar donde estaba el humano.

—¿Estás vivo? —le preguntó, como si no terminara de creérselo, mientras clavaba los ojos en la licántropa, que había pedido que se guardara el secreto de su condición.

La que estaba tirada en el suelo se removió, y se llevó una mano a la pierna destrozada. Gimió de dolor, fui junto a ella. Tal vez, si me concentraba, podría mover algo..., ¿pero qué podía hacer para ayudarla?

—Rohar —susurró—. Nadereya... Unicornio... Oh, por la Diosa, que alguien me ayude... Se ha ido... ¿Se ha ido el demonio?

Giré la cabeza hacia el lugar donde estaba el ser monstruoso y vi cómo todo lo que quedaba de él era otro humano de pelo blanco, inconsciente sobre el suelo. Rápidamente, entendí lo que sucedía, entendí por qué me había enviado la Diosa hasta allí. «Ahora lo veo. Debía salvarlo de un conjuro, de una maldición. Ese debe ser Kvothe, debe ser él».

Y, tal como hice con el humano que respondía al nombre de Rohar, fui junto al que esperaba que verdaderamente fuera mi Kin-Shannay. Estaba inconsciente, pero no al borde de la muerte, como lo había estado su compañero momentos antes.

Me quedé mirándolo, silenciosa.

—De modo que tú eres el hombre a quien debo guiar y proteger. El que iba a casarse con aquella pobre jovencita...

Nadie más que él, y seguramente el unicornio, podría verme y escucharme, pero había perdido el conocimiento. Me fijé en que una piedra le había caído en el centro del pecho, la tomé entre mis manos inmateriales y, reuniendo toda la fuerza que tenía y toda la concentración que era capaz de mantener, logré empujarla y hacer que se desplazara hasta caer al suelo. Después de ese simple movimiento, me sentí cansada, y no era un cansancio físico, porque no tenía cuerpo, sino un cansancio de la energía del alma.

Solo me quedó esperar que, al menos, la caída de la piedra hubiera llamado la atención sobre mi Kin-Shannay. Aunque ni las dos elfas, ni el humano, ni el unicornio estaban en condiciones de ayudarse entre ellos. «¿Por qué no se presenta la licántropa en su forma humana?», me preguntaba.

Rohar consiguió levantarse y se arrastró por el suelo hasta llegar a Kvothe, para comprobar que siguiera vivo. Lo estaba, estaba vivo. Y yo estaba deseosa de que despertara.

—El nigromante lo transformó en un demonio —dijo la elfa que se llamaba Nadereya; la otra permanecía en silencio, inclinada sobre su pierna—. Después... nos atacó. Habríamos muerto si no hubiera terminado el conjuro, o lo que quiera que haya hecho el nigromante con él. Ten cuidado, Rohar... No sabemos si puede volver a suceder.

Como consecuencia del ataque del demonio, ella tenía una herida en la espalda y la otra elfa, en la pierna, y era mucho más grave. Kvothe no había sido el culpable; el culpable era el nigromante, quien utilizó su cuerpo para transformarlo en un monstruo que dañara a los demás. Pero, gracias a la Diosa, volvía a ser humano.

Mis ojos se quedaron sobre el Kvothe inconsciente, fijos, inmóviles. Al cabo de unos segundos, advertí que abría los ojos y se incorporaba, sosteniéndose la cabeza. Observó todos los elementos de la sala, y estaba ya temiendo que no pudiera verme, que no fuera él mi Kin-Shannay, cuando, al fin, sus ojos llegaron hasta mí.

Era la segunda vez en mucho tiempo que podía verme alguien del mundo de los vivos.

—Soy Eva Blake —me presenté, y mi voz estaba cargada de emoción—. La Diosa me ha enviado para salvarte de lo que te hizo ese nigromante. Me ha nombrado tu Kai, para ser tu guía. ¡Tenía tantas ganas de encontrarte!

El unicornio se movió, débil y tambaleante, y caminó hasta nosotros, para detenerse a pocos pasos. Entonces se volvió a tumbar. Yo giré la cabeza hacia él; era libre, pero aún no estaba en buenas condiciones. De lo contrario, no habría tenido ningún problema para regresar a su hogar, a su templo de procedencia.

—Hay que ayudar al unicornio a llegar hasta su casa... —comenté.

Pero nadie conocía la ubicación de sus recónditos hogares. «¿Nos guiará la Diosa?».

El rescate había concluido y era el momento de abandonar el Fuerte Oeste, antes de que otra posible amenaza volviera a cernirse sobre ellos. Nadereya se levantó, no sin esfuerzo, y fue hasta su compañera; se pasó un brazo de esta última por los hombros y la ayudó a incorporarse. Ella mantenía la cabeza gacha y procuraba no apoyar la pierna herida en el suelo.

—Salgamos —dijo, mirando al hueco donde debería haber estado el techo—. Después de lo que ha pasado aquí dentro, esta torre podría desplomarse en cualquier momento.

Todos coincidían con la necesidad de partir. Kvothe comentó que había que llevar al unicornio al bosque, pero, en cuanto la criatura escuchó la palabra bosque, movió la cabeza de un lado a otro, en un gesto de negación. Nérissia levantó la mirada, y, olvidando por un momento el dolor de su pierna, se quedó con los ojos fijos en el brillante cuerno del unicornio. Y escuchó cómo el rey de Zhanthé le daba a alguien las gracias por haber aparecido, y supuso que se refería a la criatura.

Eva Blake, invisible para ellas, le sonrió a su Kin-Shannay e iba a decir algo, pero se quedó callada. Volvió la cabeza hacia un lado, luego hacia otro, como si buscara la procedencia de algún sonido, y terminó mirando a la nada, concentrada. Se llevó al pecho una de sus manos inmateriales y, entonces, sus ojos también fueron hasta el unicornio.

—No. El bosque no es su hogar —le explicó a Kvothe—. Debe regresar a su santuario. Y su santuario es el Templo del Fuego. En el Desierto Eterno.

Al escuchar sus palabras, el unicornio (o, tal vez, habría sido más apropiado decir la unicornio) volvió a intentar incorporarse, pero se encontraba demasiado débil, lejos del que era su hogar natural.

—Creo... Creo que yo podré guiarte. La Diosa me ha enviado para ser tu guía y su mensajera —continuó—. Pero ellos —señaló a Rohar y a las elfas— deben quedarse en el Norte. Y nosotros debemos ir a las tierras del Sur, antes de que sea demasiado tarde.

No dijo más nada, y hubo un silencio. Tal vez, para ellos, después de lo acontecido, la aventura hubiera acabado, pero, en realidad, aquello no era más que el principio. Y el unicornio, la Diosa, Eva y todo aquel que conociera la existencia de la profecía, lo sabría.