Un sol resplandeciente iluminaba el mundo aquella mañana. La Catedral de los Tres Sauces estaba más hermosa que nunca; tras los desperfectos sufridos por la batalla que tuvo lugar en El Anillo, no solo se había reparado lo destruido, sino que se habían ampliado las edificaciones y regenerado el bosque, lo que le daba un aspecto aún más espectacular del que tenía anteriormente.

—Es precioso —musité, al verlo.

Una cuantiosa multitud de elfos se había reunido en torno a la catedral para asistir a la inauguración, a su nueva apertura tras el proceso de reformas. Yo había asistido tanto en calidad de reina como en calidad de archimaga, y, para la ocasión, había escogido (o, mejor dicho, me habían escogido) un bonito vestido de seda verde, que se asemejaba a la hierba que todos pisábamos.

Me incomodaba ser el centro de tantas miradas. Durante el tiempo que pasé en la Torre y durante los años que pasé viajando por el mundo, apenas nadie reparaba en mi presencia. Pero todo cambiaba en el Reino Élfico, donde yo era, en aquellos momentos, la única heredera viva de la Familia Real. «Lo que es, ciertamente, una tragedia...».

No quise pensar más en eso. En unas horas empezaría la ceremonia oficial para abrir nuevamente las puertas de la catedral, por lo que aún tenía tiempo para pasear por la zona.

—Me gustaría ver de cerca los Tres Sauces —le dije a mis guardas. Ellos hicieron ademán de seguirme, preocupados por mi protección, pero yo los detuve—. No es necesario que nadie me acompañe, soy una archimaga —repuse, esbozando una sonrisa.

Y, con esas palabras, me teletransporté unos cuantos metros más allá, a la sombra de los sauces entrelazados. Me sumé así a los elfos que admiraban aquel hermoso regalo de la naturaleza y yo disfruté escuchando el murmullo de las hojas al ser mecidas por el viento y el canto de las numerosas aves que anidaban entre las ramas de los Tres Sauces.

«Su Alteza», pronunció una voz masculina, consiguiendo con tales palabras que más miradas se posaran en mí. Mis ojos, por su parte, volaron hasta el dueño de la voz que había hablado; era un hombre joven, de cabellos plateados y ojos de color verde esmeralda. A primera vista, creí que se trataba de un elfo, pero, tras un segundo examen, me di cuenta de que estaba frente a un humano: sus orejas no acababan en punta y su voz era más grave que la de los elfos.

«¿Un humano en El Anillo? ¿Después de todo lo que ha pasado...?», me pregunté a mí misma, sorprendida. Yo había vivido mucho tiempo entre humanos (no en vano, estudié en la Torre), pero la mayor parte de habitantes de mi reino no tenían un buen concepto de dicha raza, lo que me hizo volver la cabeza hacia ambos lados, preocupada. Sin embargo, mantuve la compostura y escuché sus palabras; no valía la pena llamar todavía más la atención.

Se presentó como Rocuv, estudiante de Magia del Aire en, seguramente, la Escuela del Bosque Dorado. Entonces dejé de contener la respiración y entendí que estuviera allí presente. Sus palabras siguientes fueron realmente hermosas y yo esbocé una pequeña sonrisa al escucharlas. Cierto era que el viento tenía una magia especial en aquella zona, una magia que solo podía encontrar en el Reino de los Elfos, el centro de poder del elemento Aire.

—Se lo agradezco, Rocuv, toda ayuda en este reino es bienvenida y más en los tiempos que corren —pronuncié. Luego, guardé silencio unos instantes, pensando qué podría decir a continuación—. Y... Y tiene razón. El viento es el tesoro de El Anillo. Yo también daría mi vida por proteger el Reino.

Una ligera brisa sopló meciendo las faldas de mi vestido. No se me borró la sonrisa de los labios y aún la mantenía mientras pensaba que mis palabras no habían hecho gala de demasiada elocuencia. Ladeé ligeramente la cabeza y entonces reparé en una figura que me llamó la atención entre la multitud. Llevaba una túnica azul que la delataba como aprendiza de tercer grado y una capa negra echada sobre los hombros, con una capucha que ocultaba parcialmente su rostro. Su vestimenta me tranquilizó, pero no sucedía lo mismo con la expresión de su rostro ni con la rosa marchita que sostenía entre los dedos.

Había una práctica bastante habitual en la Catedral de los Tres Sauces. Como para realizar ofrendas a la Madre Naturaleza y a nuestra Diosa, muchos eran los elfos que llevaban flores secas y otros tipos de plantas muertas a los pies de los Tres Sauces, de modo que los sacerdotes, que eran casi todos diestros en las artes mágicas, las revitalizaban y pasaban a formar parte del inmenso bosque-jardín que rodeaba la catedral y El Anillo.

Por esta razón, pensé que la joven llevaba la rosa marchita para hacer honor a tal costumbre.

—Si espera unas pocas horas, la Suma Sacerdotisa en persona podrá revitalizar su rosa —comenté, sin dejar de sonreír y esperando que ella me devolviera la sonrisa.

Después, regresé la mirada Rocuv, el simpático humano que me había dedicado aquellas bonitas palabras, palabras que calaban más hondo dadas las circunstancias en las que se encontraba el Reino, y me pregunté si él conocería la costumbre. Decidí que se lo comentaría más adelante; aunque no estaba previsto para la inauguración, me parecía un símbolo precioso para el evento retomar una de las costumbres más antiguas de los Tres Sauces.

Mi sonrisa se hizo aún más amplia cuando dijo que daría su vida por mí, palabras que me hicieron preguntarme por qué los elfos tendrían tantos malos prejuicios hacia la raza humana. Yo había conocido a humanos muy valientes y agradables, y Rocuv era un ejemplo de ello.

Después, el joven me habló de Fenris, conocido en el Reino Élfico como Ankris de los Robles o del Paso Sur. Por supuesto que lo conocía; había escuchado hablar de él como una leyenda en la Torre, aunque nunca en mi tierra natal. Y entendía por qué. Fenris había sido un licántropo, desterrado de su tierra, y los elfos nunca habían tenido buen concepto de la licantropía, pese a los avances en la tolerancia que se habían producido en las últimas décadas.

Era una de las cosas que me gustaría cambiar ahora que había tomado el trono.

—¡Qué bonita flor! —dije en voz alta, mientras colocaba la flor de pétalos esmeralda entre mi pelo—. Gracias por el detalle.

Luego, con disimulo, me acerqué a él y le cerré las manos en torno a la daga envuelta que sujetaba, instándolo a guardarla. «No es conveniente que hable de Fenris en El Anillo —lo advertí, mediante telepatía—. Hay muchos elfos que no tienen buen concepto de los licántropos. Aún así, me gustaría poder examinar esa daga en otro momento, cuando nadie nos vea. He oído hablar de Fenris, sobre todo en la escuela donde estudié, la Torre. ¿De verdad usted lo conoce? Me encantaría escuchar su historia, Rocuv».

«¿Yo? —me dije a mí misma—. Lo cierto es que no he conocido ningún licántropo que haga justicia a lo que las malas lenguas cuentan sobre ellos». Pero no hablé en voz alta, ya tendría tiempo de comentárselo. Rocuv hizo caso de mis palabras y me dijo que había creado un vínculo telepático entre la flor y la daga, lo que nos permitiría estar en contacto. Yo asentí con la cabeza; me interesaba mucho escuchar su historia y, en cuanto tuviera tiempo para ello, no dudaría en llamarlo.

Sin embargo, debo reconocer que no esperaba que se fuera de forma tan repentina. «Aunque es lo mejor, es cierto que ha llamado demasiado la atención», pensé, mientras miraba a mi alrededor, preocupada. Cuando él se hubo marchado, mis ojos volvieron a fijarse en la elfa de la rosa marchita, que había hablado.

Me felicitó por el trabajo que habíamos hecho en la Catedral y yo esbocé una sonrisa sincera.

—Gracias a ti. La Catedral de los Tres Sauces es uno de los mayores bienes del pueblo élfico y todo el esfuerzo que invirtamos en retocarla y en conservarla es poco.

Además del detalle que dejaba ver el color de su túnica, no sabía nada más acerca de ella. Era una de las cosas que más me inquietaba cuando estaba en el Reino Élfico: todos me conocían a mí, pero yo no conocía a casi nadie.

—¿Procede usted de alguna de las Casas Nobles del Reino? —pregunté, con curiosidad.

De modo que no era noble. Quizás eso explicaba que no hubiera tenido la oportunidad de conocerla en algunos de los numerosos eventos diplomáticos que se convocaban, hace algunos años, en El Anillo. Su nombre era Alicia, nombre que me recordaba a la Señora del Lago de la Luna, compañera mía del Concilio y Señora de la escuela donde había comenzado recientemente mis estudios en Magia Chamánica.

—Encantada de conocerte, Alicia —respondí con cortesía. Luego, ella me dijo si podía hacerme una pregunta—. Te escucho —respondí.

¿Qué querría preguntarme? No estaba segura, pero, por el tono de su voz y por la expresión de su semblante, tenía la sensación de que su pregunta no trataría sobre ningún asunto mundano. Quizás era algo relacionado con la guerra, o con algún conflicto semejante; quizás alguna pregunta sobre algo del reino mágico... No podía saberlo, así que esperé a que la formulara.

Mientras, el viento seguía soplando y arrastrando hojas a su paso por la hierba reverdecida.

Cuando la joven habló, entendí enseguida cuál era la causa de sus preocupaciones. Me sentí avergonzada al haberle atribuido una finalidad diferente a la rosa marchita y sentí lástima por Alicia, quien parecía estar haciendo un gran esfuerzo para hablar de aquel asunto que la atormentaba.

—Lo que me cuentas es terrible. Y muy extraño, sobre todo si dices que tu familia no tenía ningún enemigo. Puede que este asunto guarde relación con los momentos... de tensión que hemos vivido en El Anillo. De cualquier forma, es un asunto que debemos investigar. No te preocupes, daré con la forma de encontrar a tu familia. De saber qué ha sucedido con ellos.

Mi deber como nueva reina era ayudar a mi pueblo y eso era lo que pensaba hacer. Como reina y como archimaga de la Diosa. Sin embargo, no sabía si estaría en mis manos resolver problemas como el que ella me planteaba.

Aún así, lo intentaría. Tenía que intentarlo por aquellas lágrimas rompedoras que se deslizaban por las mejillas de la elfa.

—¿Dices que te hospedas en la Escuela del Bosque Dorado? Si es así, pasaré por allí y hablaremos del tema. Me gustaría ver la casa y poder analizar esa rosa. Quizás pueda darnos alguna pista de lo que sucedió.