La brisa fresca me tocó y yo cerré los ojos y la sentí mía. El viento siempre había sido mi elemento, el elemento con el que descubrí mis aptitudes mágicas. El viento me había dado el sobrenombre por el que me conocían algunos, la Condesa de los Vientos, y el viento me había conducido a uno y a otro lugar, a las Tierras Muertas, que fue mi primera cuna, a Ereaten, que fue la segunda, y de allí a los bosques, a más y más parajes desconocidos, y una vez a las Tierras de los Elfos, a la región de Tamika, y luego a la Torre, que era... ¿Qué era la Torre para mí? No sabía si podría considerarla un hogar, porque, aunque el Concilio no me hubiera considerado culpable, la imagen que tenían de mí los pocos que me conocían no era la más adecuada. «Pero eso no importa ahora», me dije, y era cierto. Lo que importaba era aprender y mejorar de una vez por todas, hacerme más fuerte para poder desenvolverme en un mundo de magos. Para no tener que temer a nadie.


Conseguí que unos nubarrones negros se posaran sobre mí y que cubrieran el sol resplandeciente. Sonreí y luego los disipé pronunciando el conjuro a la inversa. El elemento Tierra me había resultado mucho más complicado de dominar, pero no sucedía lo mismo con el Aire.


Conjuré alas a mi espalda y eché el vuelo. Era mi hechizo favorito, me hacía sentir tan libre como el viento que dominaba. Me elevé unos metros sobre el suelo y navegué sobre las copas de los árboles, hasta que empecé a notar que las energías me fallaban y planeé hasta el suelo, cansada.

Finalmente, para terminar aquella sesión de entrenamiento en los jardines, decidí probar con una de las invocaciones del apartado de elementales. Me decanté por un vigía, ya que era una criatura que me llamaba la atención:


Su figura humanoide, apenas perceptible, custodió la zona y me alertó de la presencia de una ardilla, a la que luego vi correteando por entre los matorrales. Después deshice el hechizo y lo devolví a su plano, para regresar a la Torre.