Crescent fon Wolfkrone
Crescent fon Wolfkrone
Señor de los lobos (humano)
Nombre : Crescent fon Wölfkrone
Escuela : La Torre
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Maestro de la Torre (magia y lucha física), Maestro de Guerrero Angelical (La Torre)
Rango de mago : Mago consagrado
Rango de guerrero : Guerrero Exaltado, Especialista en Guerrero Angelical
Clase social : Noble, Príncipe de Wölfkrone y de las Provincias Unidas
Mensajes : 626
Fecha de inscripción : 02/05/2011
Edad : 26
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El sabor de la derrota y el regreso de los recuerdos [Post único]por Crescent fon Wolfkrone, Dom Jul 27, 2014 1:53 am
Por la mañana, pasé revista a mis tropas.

Fui acompañado de mi padre y cuatro guardas, y nos reunimos en el lugar acostumbrado: el gigantesco patio trasero del castillo. Iba montado sobre un corcel blanco al que llamé Cobalto en honor de mi caballo más querido, quien me había acompañado en los primeros meses que pasé en la Torre. Mi padre, por el contrario, montó en su acostumbrado corcel negro, Medianoche, que era conocido en todo el reino.

El suelo del patio estaba cubierto de escarcha. Trotamos con los caballos hasta ubicarnos delante del primer soldado. Tiré de las riendas y detuve al animal. El viento soplaba, frío, gélido. Su beso sobre mi piel era mil veces más agradable que el calor del Ereaten. «Un calor avivado por los fuegos de la Inquisición». Cada vez que pensaba en ello, me preguntaba a mí mismo cómo había sido capaz de olvidar algo como aquello.

El rey Haakon y yo, así como los hombres que me acompañaban, habíamos elegido un atuendo negro, de luto, con guantes también negros y la capa con el emblema de Wölfkrone. Nos pareció que guardar el luto era lo mínimo que podíamos hacer por las vidas que se habían perdido innecesariamente en la Batalla de la Mansión de las Brumas. Allí había llevado a mis hombres. Lo recordaba, lo recordaba todo. Los había llevado allí prometiéndoles una victoria y solo probaron el sabor de la derrota, luchando no por su propia bandera, sino por los intereses del Concilio. Todo por el Concilio, ¿y qué hacía el Concilio? Enaltecer a dos elfos delirantes y utilizar al resto. No es que hubiera olvidado la ayuda que la organización me había prestado: nunca había existido ninguna ayuda.

Me arrepentía de haber llevado mi ejército hasta allí. Mi arrepentimiento creció aquella mañana, al ver la magnitud de mis tropas, un número de guerreros, hombres y mujeres, muy reducido. Sabía que no solo faltaban los que habían muerto, sino también los desertores, que, probablemente, desengañados, habían huido hacia el exilio. En Wölfkrone, la deserción se penaba con la muerte. Pero no podía culparlos. No habían luchado por ellos mismos, ni tampoco por defender a su pueblo. Y habían perdido. Y las derrotas son siempre amargas.

En las últimas dos semanas, había hablado con mi padre sobre el tema. Estaba disgustado con mi decisión, coincidía con casi todo el pueblo de Wölfkrone en que fue un error. «No podía hacer otra cosa. Hice una promesa y debía cumplir mi palabra».

Error o no, ya era tarde para volver atrás. Se habían presentado el Ejército de Tierra (comúnmente llamado el Puño del Norte), la Armada Naval y la Guardia Real. Todos estaban de pie, con la cabeza alta y muy erguidos, en fila. Tres hombres a caballo sostenían una bandera de Wölfkrone en cada uno de los cuerpos. El Ejército de Tierra, que siempre había sido el más numeroso, se había visto muy reducido, y era más pequeño que la Armada Naval.

El honorable Haakon fon Wölfkrone —anunció, a voz en grito, uno de los hombres—, del clan de los Vulfengard, Rey de Wölfkrone, Señor de las Provincias Unidas y de todas las tierras al norte del Lago de la Luna, Capitán de Honor de los Ejércitos del Puño del Norte y de la Armada Naval, Espada del Reino, Héroe de las batallas de los Fiordos y Grande de las Nieves.

Con gesto solemne, mi padre dio, con su caballo, un paso al frente.

Lo acompaña su hijo, el honorable Crescent fon Wölfkrone, del clan de los Vulfengard, Príncipe de Wölfkrone, Heredero del Señorío de las Provincias Unidas y todas las tierras al norte del Lago de la Luna, Capitán General de los Ejércitos del Puño del Norte y de la Armada Naval, Caballero Exaltado de la Diosa Madre Svea, Héroe de la batalla de Hundsenkrone, Vencedor de la Muerte, Desvelador de Secretos e Impartidor de Justicia.

Imité el gesto de mi padre y, luego, los dos pasamos, a caballo, delante de las tropas, y las saludamos con el saludo militar que era costumbre.

No permití que se reflejara en mi rostro la profunda decepción y la tristeza que sentía en aquellos momentos. En los humanos y enanos de Tierra, veía rostros que, tras máscaras de seriedad, ocultaban rostros destrozados, marcados por la desgracia de los caídos, de los que ya no podrían volver a andar o a empuñar un arma. ¿Habría fe en ellos? ¿Quedaría algún deseo verdadero de servir a su Patria?

Nadie dijo nada, pero todos sabíamos que Wölfkrone contaba con un gran problema militar. Hasta la Guardia Real, que solía mantener siempre el mismo número de miembros, se había reducido. Y también la Armada Naval, que ni siquiera había participado en la batalla.

Cuando llegamos al otro extremo del patio, la sensación de decepción y desconsuelo se incrementaba. El aire, que anteriormente me había parecido fresco, de pronto parecía cargado. El silencio era sepulcral. Como los sepulcros de los miles de muertos, si es que habían recibido sepultura.

Mi padre no habló, pero yo no podía quedarme callado. Les debía, como mínimo, unas palabras a aquellos hombres que me habían acompañado a batallas que no les afectaban en absoluto.

¡Soldados de Wölfkrone! —exclamé, e hice avanzar a mi caballo hasta ubicarme en el centro, delante de las tropas. El viento volvió a soplar, pero mi voz se hizo oír sobre él. Era la mía una voz entrenada para aquellas cosas—. Cuando elegimos entregar el alma y la vida a las Armas, lo hicimos teniendo en mente la primera ley de todo guerrero: la historia de un Ejército, la historia de una Patria, y la historia de nosotros mismos se escribe a base de victorias y de derrotas. Como Capitán General de los Ejércitos, yo los conduje a la batalla que se libró en la Región de Gadrýl, al otro lado del océano, y me acompañaron guerreros que llevaban el Honor y el Valor como banderas.

»No conseguimos alzarnos con la victoria
—reconocí—. No conseguimos bañar los campos con la sangre de todos nuestros enemigos. No conseguimos levantar nuestra bandera sobre todas las demás. Hoy no están aquí muchos de esos honorables soldados que fueron leales a su Príncipe y, sobre todo, a su Rey y a su Reino, y que, audaces y temerarios, combatieron hasta el final y murieron defendiendo su honor y el de un pueblo cuyo corazón es hielo ardiente e inmortal.

»¡Soldados de Wölfkrone, generales, oficiales, coroneles, capitanes, soldados rasos! ¡Hombres que entregamos nuestra vida a nuestra espada, a nuestro arco, nuestra hacha, nuestras lanzas, a las armas! ¡Hombres de Tierra, hombres del Mar, hombres del Rey! ¡Todos, todos nosotros nos hemos casado con la Muerte desde que posamos el pie sobre la primera batalla! ¡Los hombres y mujeres que nos han dejado, humanos y enanos, se han reunido con la esposa que a todos nos aguarda! ¡Han muerto con dignidad y la Madre Svea les reserva en su seno el mejor de los paraísos!


Me detuve para tomar aire. Todos permanecían inmóviles.

En nombre de la Corona de Wölfkrone —proseguí—, pido perdón por haberlos conducido a una guerra que no era la suya. El nombre de los héroes caídos quedará escrito por siempre en la historia del Reino. Pido perdón por no haber traído a casa otra victoria. Soy portavoz de las disculpas de los vencidos, por el sufrimiento que hoy causan en sus familiares y amigos y por no haber bañado en sangre nuestro estandarte de la forma en que desearíamos haberlo hecho. ¡Pero las Fuerzas de Wölfkrone lucharon con honor hasta el final! ¡Con sacrificio y con lealtad! ¡Las tropas de Wölfkrone son grandes, Wölfkrone es grande, y el sabor amargo de una derrota no nos derrumbará, porque somos fuertes, porque somos grandes y luchadores, valientes, y estamos hambrientos de victorias! ¡Wölfkrone renacerá! ¡Se levantará de los escombros como hizo la Madre Svea para vencer al despreciable Ravn!

»¡Soldados! ¡Concluye la revista! ¡Rindamos honores a nuestros muertos!


Notaba mi pecho henchido, la emoción anudada en mi garganta y mis manos de luto firmes y decididas en torno a las riendas del corcel. Las banderas del Reino de Wölfkrone ondearon al viento y, entonces, un soldado empezó a cantar, con la voz teñida de emoción, con lágrimas que nunca había derramado ahogándole el corazón:


"El negro y el blanco ondean
sobre la sangre enemiga
"


Y, ya en el tercer verso, al soldado se sumó el resto de los Ejércitos. Era una canción muy popular entre los guerreros de Wölfkrone; yo la había escuchado desde niño en boca de los hombres que vencían y de los que terminaban encontrándose con la muerte. Se había convertido ya en una canción insignia de los soldados norteños y a menudo la cantaban para alentarse o, como en aquella ocasión, para honrar a los caídos.

Por supuesto, seguí cantando con ellos, y mi padre también cantó:


"Wölfkrone camina erguida,
¡en el pecho lleva el Sol!

Venciendo leguas y días,
han puesto el Honor y la Vida
los leales guerreros de Wölfkrone
al servicio de su Rey y Señor.

¡Yo soy aquel que levanta
con fuerza el escudo y la espada!

¡Soy el Defensor del Norte!
¡Soy el Corazón del Hielo!
¡Llevo en mi alma mi bandera!
¡Camino a los brazos de la muerte
dispuesto a cambiar la suerte
en la batalla que me espera!
¡Voy en pos de una quimera
a defender mi reino, fuerte!

¡Viva Wölfkrone, viva el Rey y viva su bandera!
"

Durante toda la canción, noté cómo el corazón me latía en el pecho cada vez más fuerte.

¡Viva Wölfkrone, viva el Rey y viva su bandera! —gritaron—. ¡Vivan los caídos! ¡Vivan!

Los miré, los miré a todos. Vi algún destello de esperanza en sus ojos. Tal vez esperaran algo más de mí. Eran los que recordaban las victorias pasadas, no solo la reciente derrota. No podía permitirme un error más.

Ni uno más.


~ o ~


Esa misma noche, después de un día agotador resolviendo los asuntos del Reino, empecé a revisar la correspondencia atrasada que se había ido acumulando desde mi desaparición. El problema de la derrota no era el único que asolaba las tierras de Wölfkrone. La cosecha había sido pésima y el hambre se extendía como una plaga, y se extendían también la pobreza y las miserias. Las arcas reales, para colmo de males, estaban casi agotadas. Mi madre me explicó que el Reino había tenido que endeudarse para poder solventar la grave escasez de alimentos y de otros productos necesarios para el pueblo.

Tales asuntos me abrumaban y pasaba el día ocupado con ellos y, todavía, recuperándome de las heridas que aún necesitaban algo de tiempo para sanar.

Las nieblas de mi memoria ya eran muy escasas y no me costaba disiparlas. Bien entrada la noche, a solas en mi dormitorio de palacio, me senté en mi viejo escritorio y encendí varias velas. Tenía todas las cartas amontonadas sobre la mesa, y decidí consultarlas y responderlas en orden de llegada.

Tomé tinta, pluma y papel y fui rompiendo los sellos de las cartas. Muchas procedían de miembros de la nobleza, y contenían ruegos, peticiones o invitaciones a eventos triviales. Contesté las que me parecieron más relevantes y descarté las que no; decliné, con cortesía, las invitaciones que no estaban pasadas de fecha y guardé las cartas que hablaban sobre asuntos económicos, políticos y legales de especial relevancia.

La tarea me llevó varias horas, pero, luchando contra el sueño, el cansancio y el aburrimiento, me propuse continuar hasta que terminara con todas. Y así, eran ya las cuatro y media de la madrugada cuando solo me quedaba una carta por leer.

Dejé descansar la espalda sobre la silla. Tenía la ventana cerrada, pero estaba granizando y escuchaba los pedruscos caer. En mi mente, al ritmo del granizo, aún sonaba la canción de las tropas. La había tenido en mente durante todo el día. Desde que la recordaba, me hería la derrota. Y no podía evitarlo: detestaba al Concilio y detestaba a Anaë'draýl y Shewë, no solo por la batalla, sino por su actitud en aquel juicio. «¿Cómo pude enviar mis soldados a la muerte por ellos?».

Me repetía una y otra vez que no tenía que seguir pensando en los errores que ya no se podían reparar. Pero no podía evitarlo, pesaban sobre mí la rabia y también la culpa. Abrí la última carta con desinterés, esperando otra invitación de algún noble a una fiesta estúpida o alguna carta falsa llena de adulaciones y fingida alegría por mi regreso a palacio o, incluso, las palabras desconsoladas de quienes, supuestamente, lloraban mi presunta pérdida cuando estuve desaparecido. Todo era hipocresía; sabía muy bien que la mitad se alegraba de que no estuviera el único heredero, porque aumentaban sus posibilidades de hacerse con el trono.

Pero la misiva no resultó ser ninguna de las opciones que barajaba. No iba dirigida a Su Alteza, ni al honorable Príncipe, ni al Heredero. Comenzaba con un encabezado sencillo: Querido Crescent. Sin más florituras. El remitente se identificó entonces como Catherine. Como Cathy.

Pensé en ella al leer el nombre y se despejaron todas las nieblas que se agolpaban en mi mente en torno a su persona. La pelirroja a la que rescaté. A la que conocí en la Torre. A la que quise. A la que vi muerta en la sala de un juicio circense. A la que quiero.

Por supuesto, me olvidé del sueño, leí con un interés renovado y escribí hasta que dieron las cinco y media de la mañana, pensando que Svea me había dado una buena recompensa a mis esfuerzos en un día tan agotador.

~ Fin de la escena ~

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