Marco Gladius
Marco Gladius
Humano
Nombre : Marco Gladius (apodo)
Bando : La Diosa (por su religión, conocida como Dios)
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Cardenal de Nuestro Sagrado Señor
Clase social : Alto Clero (Cardenal), Noble (Duque de Las Horcas)
Mensajes : 29
Fecha de inscripción : 21/06/2013
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La negociación [Post único]por Marco Gladius, Jue Jul 30, 2015 1:35 am
El día que llegamos a la ciudad de Wölfkrone, un viento huracanado salió a recibirnos, balanceando con fuerza los carros y haciendo temblar los baúles de la reina. Era cierto lo que decían: aquellas eran las tierras en las que nunca se iba el invierno. Aun cuando estaba ya guarecido entre los muros del palacio, notaba bajo la piel el hielo del aire, el frío de la tierra, la tristeza profunda de las gentes y del paisaje gris, y no pude librarme de esta sensación en todos los días que pasé en el norte. «A este lugar apartado no le vendría mal una buena hoguera», pensaba todas las noches, cubierto con las mantas hasta el cuello. Al frío del clima se le sumaban las nieves de la impiedad, como era fácil adivinar en un paseo cualquiera por las calles, pues en cada puerta, en cada esquina, había un hombre o una mujer mirando los crucifijos sobre nuestros cuellos como si no fueran otra cosa que dos palos cruzados de madera que no significaran nada para nadie.

Una vez nos recibieron en palacio, no nos dejaron presentarnos en la sala de audiencias hasta que cayó la tarde. Como todos los rincones de Wölfkrone, la residencia real era austera y oscura, pero el salón del trono donde se celebraban las audiencias transmitía una sensación de firmeza y de poder. No habría sabido determinar qué era lo que nos imponía a todos en aquella sala, pero, como comentamos más adelante, en el camino de regreso, había algo regio, especial, en ella. Entramos cuatro emisarios reales, los presentes de Isabella con los hombres que los cargaban y yo. Al entrar vimos dos tronos: uno para el rey Haakon, otro para la reina Ellara. Junto al trono del rey, de pie y con las dos manos apoyadas sobre una espada con la punta en el suelo, estaba el que debía ser el príncipe Crescent. El hijo compartía con su padre el pelo oscuro y la seriedad en el rostro, pero de su madre, rubia y de ojos claros como la estirpe de los Fountaine, no había heredado nada. Sus ojos, tan rojos, me resultaron extraños e inquietantes; tenían el color de la sangre, del infierno y del Diablo.

El guardia que custodiaba la entrada anunció nuestros nombres y títulos. Luego, hice una reverencia ante la familia real y hablé:

Mis respetos, Majestades —saludé.

Mis saludos, cardenal —dijo el rey—. Bienvenidos al reino de Wölfkrone. Decid a qué debemos vuestra visita desde tierras tan lejanas.

Venimos en nombre de Su Majestad la reina doña Isabella de Garnalia. —Hice una pequeña pausa, para recordar las palabras de la carta—. Su Majestad está interesada en conocer los motivos por los que ningún miembro de la familia real de Wölfkrone acudió a prestarle juramento el día de su coronación.

Ni los reyes ni el príncipe hicieron ningún movimiento, como si la larga exposición al clima del reino los hubiera congelado. No debía sorprenderles que estuviera allí, en primera instancia, para pedir explicaciones por el desplante que le había costado la ruina a Zhanthé y que se la costaría —si todo salía según lo planeado— muy pronto a Aleketh.

Lamento verdaderamente no haber acudido a Ereaten en día tan señalado, pero ya son de dominio público nuestros problemas económicos y militares, e imagino que vuestra reina conocerá los conflictos que han requerido mi atención en Narell, así como los largos meses que mi hijo estuvo en paradero desconocido. Como comprenderéis, ninguno de nosotros ha estado en posición de asistir a la coronación de doña Isabella.

En tal caso, ¿debo interpretar de vuestras palabras que no tenéis ningún inconveniente en prestar juramento a la reina? Tras lo sucedido en Zhanthé, Alteza, mi señora teme que se produzca otra rebelión y...

Firmé un tratado de paz hace muchos años. Vuestra señora no tiene por qué temer una rebelión mientras se cumplan sus condiciones.

El silencioso príncipe movió la cabeza hacia su padre, con las manos apretadas en torno al puño de la espada. El tratado había sido firmado en tiempos de Henricus III, y, tras tanto tiempo, con una nueva reina en el trono, era fundamental reforzar las alianzas hechas por el gobernante anterior.

Con la proclamación de la nueva reina, el tratado debe ser renovado, y vos debéis jurar ante ella. En estos momentos, el refuerzo de la unión entre el Norte y el Centro será, más que nunca, beneficioso para ambos reinos. Su Majestad, que conoce la situación de vuestro pueblo, ha creído conveniente traeros estos presentes como muestra de sus buenas intenciones para con el Norte.

Los hombres de mi comitiva abrieron los arcones y las monedas doradas relucieron en la sala oscura. De los tres, solo la reina Ellaria se mostró sorprendida por la cantidad de dinero que había en cada uno de aquellos baúles, tal vez porque, al fin y al cabo, se había criado en Ereaten y estaba más acostumbrada a la riqueza que los nacidos en el Norte.

¿Qué pedís a cambio de estos regalos? —preguntó el príncipe.

Claramente, el más joven de la familia desconfiaba de nosotros. Siempre los jóvenes, con sus impulsos y exaltaciones, eran quienes evitaban los tratos de palabras, desconfiaban de todos ellos, si podían solucionar sus problemas con ejércitos y espadas. La fama del príncipe como guerrero excepcional, ciertamente, me hacía imaginarlo como uno de los antiguos norteños, de aquellos salvajes malditos e impíos que moraban en las Tierras Muertas sin Dios y sin ley, en busca siempre de algún motivo para atacar a los pueblos vecinos.

El único deseo de la reina es que Su Majestad el rey Haakon le preste juramento, con el fin de fortalecer las relaciones entre los reinos y crear una comunidad invencible con la que protegernos de ataques extranjeros. Mi señora está dispuesta a daros el dinero que necesitéis y las tropas militares que requiráis para poner fin a la crisis del Norte, a cambio de que el Norte y el Centro formen una unión sólida.

¿Y qué planes tiene vuestra reina con respecto al Sur?

No creía que fuera una pregunta inocente; las noticias volaban, y era probable que ya supieran en Wölfkrone de las tensiones con Aleketh. Bajé la cabeza unos momentos, perdiendo la mirada en mis mangas rojas de cardenal, y luego tomé aire y respondí:

Las relaciones con el Sur son tensas. La princesa Dahienna Al-Wareh se ha negado a prestar juramento, y nos han llegado informaciones de que se ha convertido en una tirana.

Venís entonces buscando el apoyo del Norte en una posible guerra con el Sur.

No —me apresuré a responder—. El Centro es un reino rico, próspero, que cuenta con tropas abundantes y bien preparadas. No debe caberos duda de que la reina Isabella puede combatir al Sur sin problemas, pero mi señora no quiere ver Garnalia de nuevo fragmentada... No hemos podido tratar con Zhanthé, ni con el Sur, pero esperamos que el Norte se preste a una alianza firme y razonable.

El rey calló, posando, esta vez sí, su mirada sobre los arcones. ¿Sería capaz, por orgullo, de renunciar a lo que tanto necesitaba su reino? ¿Rechazaría la ayuda que le estábamos ofreciendo? Por el bien de Garnalia, confiaba en que atendieran a razones y aceptaran la propuesta de Isabella.

Hablaremos —dijo la reina, interviniendo por primera vez en la conversación—. Hablemos. Confío en que podremos llegar esta tarde a un acuerdo que nos beneficie a todos.

Y así fue. Hablamos, hablamos y hablamos, y tuve que poner en práctica todas las habilidades de elocución y persuasión que había aprendido a lo largo de mi vida para conseguir justamente el trato que mi reina buscaba. Salí del salón de audiencias cuando ya había caído la noche, y detrás de mí salió el príncipe de los ojos rojos. Me miró una vez en la oscuridad, y me pareció que un fuego extraño, una ira intensa, dominaba su mirada, bailaba en sus pupilas. Luego me dio la espalda y se fue sin decir nada, pero sus pasos resonaron por todo el pasillo oscuro, y todas las palabras que no dijo se quedaron en el aire, afiladas como cuchillos.

Los reyes salieron unos minutos después. Nos despedimos de ellos con una inclinación de cabeza, y regresamos a la habitación. Esa noche, dormí acurrucado bajo las mantas sin que me estorbara un solo sueño. Ni siquiera sentí el frío, pero, cuando desperté, las gotas de lluvia estaban golpeando las ventanas.

~ FIN DEL POST ~

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