Crescent fon Wolfkrone
Crescent fon Wolfkrone
Señor de los lobos (humano)
Nombre : Crescent fon Wölfkrone
Escuela : La Torre
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Maestro de la Torre (magia y lucha física), Maestro de Guerrero Angelical (La Torre)
Rango de mago : Mago consagrado
Rango de guerrero : Guerrero Exaltado, Especialista en Guerrero Angelical
Clase social : Noble, Príncipe de Wölfkrone y de las Provincias Unidas
Mensajes : 626
Fecha de inscripción : 02/05/2011
Edad : 26
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La partida [Post único]por Crescent fon Wolfkrone, Lun Jul 21, 2014 2:19 pm
Un día recordé que Narshel había sido mi mentora en las artes de la magia, recordé todas las veces que había cruzado las espadas con aspirantes a guerrero y recordé cómo había visto arder a hombres y mujeres acusados de brujería en las piras de la Inquisición. Ese día, decidí abandonar Ereaten.

Y así lo hice, agradeciéndome a mí mismo haber tenido la prudencia de no comentar en presencia de Isabella nada sobre la magia. Ella era la reina de Ereaten, del Centro de Garnalia, y también, en cierto modo, mi soberana. Pero, sobre todas esas cosas, era la soberana de la Inquisición. De haber sabido que yo era mago, me habría quemado de inmediato. De haber sabido que en mi pecho latía el corazón de un lobo, también. «He estado al borde de la muerte. Cualquier palabra de más, cualquier error, podría haberme costado la vida». No podía creer en mi suerte.

Lo que había sucedido aquella noche en el bosque apenas podía recordarlo, pero había muchas posibilidades de que el único lobo que había visto la Reina fuera yo. Tal vez podría haberme quedado un tiempo más; si continuaba como hasta el momento, Isabella no descubriría ninguno de mis secretos. Pero, aunque no estaba recuperado del todo, mis heridas ya habían sanado, al menos las más graves. Y emprender el viaje no me supondría ningún riesgo.

«¿Cómo es posible que una mujer como ella apoye las actividades de la Inquisición?», me preguntaba a menudo. En nuestras conversaciones, en el tiempo que habíamos pasado juntos, me había parecido una mujer amable y hospitalaria. Muy devota, sí, pero no había rastro de maldad en los ojos, ni rastro de remordimiento por saber que, quizás a diario, habitantes de su reino morían quemados por los valores que ella defendía.

«Aunque todos matamos». Yo también había matado muchas veces. Quizás mi deber fuera, incluso, matarla a ella.

A pesar de todo, quise despedirme de Isabella, no solo porque lo considerara lo más adecuado, sino porque, realmente, quería verla una última vez antes de mi partida. Pero estaba reunida y no quise interrumpirla, por lo que avisé a los criados para que me prepararan un caballo y abandoné el palacio cuando dieron las doce.

No me lo impidieron. Ya le había comunicado a la Reina mi decisión de regresar a Wölfkrone en cuanto mi estado de salud me lo permitiera; no había cadenas que me retuvieran. Es más, incluso me cedieron en las cocinas provisiones para el viaje.

Cabalgué y cabalgué, mientras dejaba el palacio atrás, cada vez más pequeño en la distancia. Al cabo de una hora, o tal vez dos, dejé también atrás la ciudad de Ereaten, cuyas calles me resultaban familiares. «Viví aquí».

Finalmente, me hundí en los caminos que pasaban por los bosques y puse rumbo al Norte, con el viento sobre el rostro, mi hogar al frente y el peligro, a las espaldas.

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