Había llegado el verano y en el valle hacía un calor apacible y bondadoso, de esos que no agobian ni sofocan sino que dan ganas de quedarse unas horas en una laguna fresca hasta que se convierta en caldo de escamas de dragón, de esos que hacen que dormir bajo la luz de las estrellas sea un prospecto agradable, de esos que transforman que un pájaro carpintero te confunda con una rama en una molestia sin importancia.

Espanté a la rata alada con un zarpazo que no llegó a alcanzarle, pero eso es porque no quería yo que lo hiciera y no porque estuviera adormecido o algo así. No, para nada. Estiré las alas y alcé el vuelo para quitarme el sueño, soltando algún rugido-bostezo mientras sobrevolaba el valle y veía que ningún nigromante había vuelto a incendiar la biblioteca o el bosque, y que tampoco había ejércitos a las puertas de la Torre (algo bueno, las espadas me provocan indigestión) y, en definitiva, que todo estaba tranquilo y que prometía seguir siéndolo, a excepción de que algún alumno provocara alguna explosión o desatara las fuerzas de la naturaleza sobre el resto del valle. Sí, esos son los días interesantes.

Aunque no pasa nada por tener muchos, muchos días de descanso. Sabía bien que, como dragón neófito, aún me quedaban fácilmente milenios de vida, y si me dedicaba a hacer algo nuevo cada día sospechaba que al tercer año me quedaría sin cosas nuevas por hacer. Y cuando eso pase, ¿qué haré? ¿Podría pedirle a un archimago que me mandara a otra dimensión? Eso sería interesante, pero no sé cómo de fácil sería conseguir eso. No es suficiente con aterrizar en la sala del Concilio y exigirlo. Creedme, pasé unos meses ahí metido y a los magos nos gusta mucho la burocracia.

Pero en fin, tanto pensar en posibles planes de futuro me hizo recordar que era mucho más importante el futuro próximo que el futuro lejano de dentro de 3498 años, y en mis planes de futuro inmediato se encontraba buscar algo que desayunar. La dieta que mantenía, estrictamente a base de árboles y demás plantas, con alguna dosis de proteína representada por algún animalejo que no consiguió escapar de las ramas antes de acabar en mi panza, me obligaba a devorar bastantes árboles a la semana. En cuestión de años sería capaz de deforestar todo el valle si no fuera por el hecho de que esconde una escuela de magia dedicada al elemento tierra en su interior. Es un lugar de vegetación exuberante y los árboles parecen crecer de la noche a la mañana.

Eso significa que tengo un buffet libre, básicamente. Aterricé y me paseé por el bosque con todo el sigilo que una criatura gigantesca puede tener, aunque he de decir que me muevo entre la floresta con toda la agilidad y la elegancia de un colibrí, toda la fuerza y el orgullo de un oso que se pavonea por su territorio, con... bueno, ya me he quedado sin símiles animales, y justo a tiempo, porque acabo de ver un árbol que se me muestra bastante apetecible. Llegaba ya a la linde de la arboleda en la que me encontraba, algo alejada del bosque madre, y un pino en concreto se me mostraba suculento, lleno de savia y agujitas con sabores frescos y refrescantes, lo mejor para el principio del verano.

Arranqué el árbol sin muchos miramientos. Era de tronco fuerte y grueso, un árbol que había vivido muchos años y que hoy había decidido convertir en mi desayuno. No me había fijado que, al otro lado del tronco, había un humano que descansaba apaciblemente, o que lo hacía antes de que hubiera desarraigado lo que le daba sobra.

—Anda, no sabía que estuvieras ahí —comenté, con las garras clavadas en la madera. Me había colocado sobre las patas traseras para hacer aquella demostración de fuerza—. Supongo que debería disculparme por el susto y por lo del árbol, pero, en cuanto a lo segundo, me apetecía un tentempié.

Coloqué el árbol contra el suelo y le corté las raíces con las garras. Dependiendo de la especie y de cómo de profundas estuvieran, podrían ser una de las partes más leñosas o unas de las partes más jugosas del árbol. Aunque, bueno, cuando tienes unos dientes como los míos y unos estómagos como los que tengo yo, da igual lo indigerible que pueda resultar algo así porque soy capaz de convertirlo en pulpa.

—Te ofrecería, pero no parece que tengas mucha madera en tu dieta.

Lo primero que hizo el humano fue llevarse una mano a la empuñadura de su espada para cerciorarse de que aún la tenía ahí. Si no fuera porque todo el mundo reaccionaba de la misma manera al verse sorprendido por un dragón, me habría ofendido seriamente, pero estoy acostumbrado y hoy me encuentro de un buen humor excepcional. Arranqué una de las ramas del pino y me la llevé a la boca, mascando con parsimonia rumiante las agujas verdes llenas de dulce sabor refrescante mientras le dejaba balbucir las primeras palabras que fue capaz de pronunciar.

Según parece, no tenía ni idea de quién era ni de qué hacía en el valle. Alargué mi escamoso cuello para colocarlo a la misma altura de su cabeza, incómodamente cerca, e inspiré su aroma como hacen los perros. Le miré de cerca de arriba a abajo y volví a mi posición de antes.

—Ya decía yo que no me sonabas para nada. Acabas de llegar, ¿no es así? Todo el mundo sabe que hay un dragón en el valle. ¿No te han contado que este lugar se llama Valle de los lobos y el dragón herbívoro? No, siempre mencionan solo a los lobos, panda de chuchos pulgosos... —Gruñía mientras arrancaba un pedazo de dura corteza y lo mandaba lejos, deseando en parte que golpeara a uno de esos chuchos que se llevan toda la fama y admiración de parte de los estudiantes.

¡Los dragones somos mucho más interesantes y poderosos que los lobos! Ellos no pueden volar ni escupir fuego, a menos que un aprendiz haya decidido realizar experimentos sobre los lobos. Solté un suspiro lleno de humo mientras negaba con la cabeza, en un gesto muy característico de un viejo cascarrabias que se queja de las juventudes de hoy día. «¡En mis tiempos los niños morían antes de cumplir los cinco años y las cosas iban mejor!».

—Yo, amigo humano... —Volví a acercarme, esta vez para cerciorarme del hecho de que es humano—, sí, humano (te faltan las orejas y te sobra la barba), soy Templar y he hecho del valle mi hogar. Sí, la Señora de la Torre está al tanto; no, no suelo comer humanos; sí, de vez en cuando hago excepciones a la norma... —Acabé, pasando la lengua por mis afilados colmillos—. Aunque la carne humana y elfa me da una indigestión terrible, así que suelo limitarme a gente que da problemas. Me apostaría lo que quieras a que eres un alumno de la escuela. ¿Me equivoco?

Como sospeché, se trataba de alguien nuevo en el Valle. No tenía el olor característico de la Torre, a lugar antiguo y arcano, y tampoco notaba yo que tuviera una gran cantidad de energía mágica, o al menos no me dejaba verla si ese fuere el caso... aunque, por el mero hecho de que no parece haber visto un dragón antes, también me apostaría lo que quisiera a que ni se había iniciado en las sendas de la magia... Oh, por la Diosa, ¿qué me pasa? Me he despertado ludópata hoy.

Llevaba doce horas siendo... bueno, no sé qué es. No lleva túnica y lleva espada pero parece saber utilizarla. ¿Se ha apuntado a aprender a dar mejores hostias en la Torre? Me parece recordar que había muchos guerreros además de magos y, de vez en cuando, había hasta magos-guerreros. Una idea que se me antojaba un poco ridícula (¿para qué usar armas cuando puedes usar los elementos?) pero no soy quién para juzgar.

Continuó con su interrogatorio, ahora un poco más tranquilo. Arranqué otra rama y lamí la savia que salía del punto de ruptura, mientras consideraba lo mucho que me divertía el hecho de que la gente me tratara de usted solo por el hecho de tener escamas, colmillos, y fuego en la barriga.

—¿Y por qué otro lugar? Aquí se está muy bien y no hay otros dragones que vengan a molestarme —Claro, además del hecho de que, comparado con otras regiones del mundo, una estancia en el Valle era algo tranquilito—. Así que me quedo aquí a vivir en tranquilidad y a comer todos los árboles que me da la gana. Por si no lo sabías, crecen de la noche a la mañana... De hecho, si tuviera ahora mismo alguna semilla la enterraría para demostrarlo.

Me rasqué la barbilla mientras dejaba vagar la mirada por el firmamento durante un instante antes de volver a la conversación, con una idea que se me había ocurrido.

—Y oye, amigo barbudo (lo educado sería decirme cómo te llamas, pero bueno), ¿tú sabes hacer magia? Porque se me ha ocurrido una idea que podría ser interesante y podría beneficiarnos a ambos... —le sonreí de nuevo, mi dentadura manchada un poco del verde de las agujas del pino.

Se llamaba Brandon, así que no hacía falta que siguiera llamándole «amigo humano». De cualquier modo, como en la lengua garnálica la repetición resulta desagradable y la reiteración reincidente repugnante, posiblemente siguiera haciéndolo. Además, hay cierta gente que asegura que los nombres tienen poder, pero yo nunca he visto más poder que el de su uso como un vocativo. No por saber que se llama Brandon puedo controlarle, eso son pamplinas.

Pero de cualquier modo, parecía haberse relajado ante mi colosal presencia de reptil alado escupefuego. La verdad es que, cuando la gente llega a conocerme, puedo resultar hasta majo y agradable, y no es muy difícil ser amigo mío, es suficiente con no intentar clavarme algún instrumento de metal, piedra, o lanzar hechizos en mi dirección. Pero bueno, regresando al tema, el humano dijo que no estaba muy versado en los misterios elementales.

—Ah, pero entonces estás versado. Me sirve y sobra, atento.

Con pompa, rompí una de las ramas del árbol pero esta vez no me la llevé a la boca, sino que se la acerqué al hombre, asumiendo una posición que podría describirse como «dragón reclinado como un gato». Ya sabéis, para verle mejor y todas esas cosas.

—Toma. Tu tarea es transformar esta rama en alguna semilla. No sé, una bellota o algo así, algo que haga crecer un árbol. ¿Sabes cómo? Da igual, yo te enseño. No te irás a quejar, creo que esta es la primera vez que un dragón enseña magia a un alumno... Mira, coge la rama y sujétala bien fuerte y concentra tus energías (me imagino que sabrás hacerlo) en ella y piensa que se transforma en la semilla que elijas. Cerrar los ojos ayuda; prometo no comerte. Asiente cuando lo hayas hecho... —Esperé a que lo hiciera—. Bien, ahora pronuncia: Anurz.

Pronuncié las palabras arcanas con algo de nostalgia. Pese a que no me desagradaba para nada ser dragón y todo lo que aquello conllevaba, echaba de menos tener la capacidad de utilizar hechizos. Los dragones, al igual que los enanos, no son capaces de doblegar los elementos, pero al menos los primeros pueden escupir llamas y volar para compensarlo de cierto modo.

Brandon siguió mis instrucciones al pie de la letra y sin rechistar. Supongo que sí, no mucha gente podría decir que un dragón le había enseñado a lanzar un hechizo (o al menos le había guiado en el proceso). La verdad es que debería preguntarle a Narshel si podría ejercer de maestro pese a ser dragón. Creo que un maestro-dragón aumentaría muchísimo el prestigio de la escuela y pondría en mal lugar al Bosque Dorado.

Pero en fin, volviendo al tema de mi futuro tentempié, el humano había elegido una semilla de fresno. La rama se hizo cada vez más y más pequeña y se cayó al suelo convertida en una semilla plana y alargada. La cogió y me mostró la semilla, sonriente y orgulloso.

—Es una ofrenda aceptable, sí. Bien hecho. Ahora, plántala. Si vuelves mañana por la mañana podrás ver el arbolito, pero no tardes mucho porque quizá me lo coma antes de que llegues...

Corté un pedazo de madera con las garras y me lo llevé a la boca, habiéndome recordado mis palabras que tenía hambre, y así me entretenía mientras el humano escarbaba un agujero (¿o utilizaría magia para hacerlo?) y enterraba la semilla. Es muy importante masticar mucho la comida para no tener indigestiones y problemas estomacales, me cuentan.

En fin, tras eso, me preguntó cómo es que sabía sobre magia, pero me llevé otra rama llena de agujas a la boca antes de responder a su pregunta. Utilicé este tiempo para meditar qué le diría. No sé si toda la verdad pero las mejores mentiras mezclan lo cierto con lo imaginado. Tras tragar, me rasqué la barbilla y hablé.

—Pues porque hice lo que hacen todos: estudié los libros, practiqué mis hechizos y pasé las pruebas. No sé qué te esperabas. La Señora de la Torre ha sido mi maestra como lo será la tuya —De momento, todo lo dicho es cierto, aunque no he hablado de mi antigua naturaleza. ¿Pueden los dragones hacer magia? La gente dice que no y por lo general no pueden, pero conozco a algunos dragones muy extraños, como mi amigo Yan que es dragón excepto cuando no quiere, entonces es humano. Quizá debería seguir su ejemplo. Soy listo, seguro que se me ocurre algo.

Por la cara que puso el hombre, no parecía creerse el hecho de que hubiera estudiado los libros de magia. ¡Si le había dicho la verdad! Quizás no toda la verdad, pero no le había mentido en ningún momento, ¿no? En fin, seguro que se estaba imaginando alguna escena estúpida en la que estaba pasando las hojas de un libro enanísimo con mis pequeñas garras, o con una túnica del tamaño de una carpa de circo.

Hizo un agujero en la tierra y enterró ahí la semilla, tras lo que dijo que era hora de que fuera volviendo a la Torre, que había sido un honor conocerme y que volvería mañana por la mañana para comprobar si mis palabras eran ciertas, antes de que hiciera del fresno un gustoso piscolabis. Lo despedí tranquilo.

—Hasta mañana, pues. Esperaré a que llegues para comérmelo, pero no tardes mucho.

Por mi parte, tenía muchas cosas que pensar... pero primero, el almuerzo.


El fresno creció como había pronosticado. Ahora era un árbol recio, muchísimo más grande que la pequeña semilla que fue su germen, que se le elevaba varios metros y contrastaba el verde de sus hojas contra el azul y el gris del cielo, de las nubes arrastradas aquí por un viento boreal.

La noche había sido muy productiva en cuanto a meditaciones y pensamientos sobre la metafísica y las leyes que imperan sobre el mundo de la magia, pero no las leyes hechas por el mago sino las establecidas por las deidades que la controlan. ¿Por qué no podían hacer los dragones magia? Sé que Amy Lackless (vomito sobre ella, por no decir algo de peor gusto) ha revivido varias veces y en todas esas ocasiones no ha necesitado volver a aprender a dominar sus poderes mágicos, por lo que la magia no es algo ligado al cuerpo sino al alma.

Aunque eso quiere decir que la licantropía también lo es, porque, si no, no entiendo qué le pasó al príncipe (¿o es ya rey?) del norte en ese fatídico día del ritual en el círculo de las columnas en aquel lugar empapado de esencia mágica. De cualquier modo, yo soy un elfo archimago encerrado en el cuerpo de un dragón, cuerpo al que me aferré cuando aquella maldita nigromante arrancó el alma de mi cuerpo y la partió en dos, arrojando una de las mitades al vacío y la otra al cuerpo de Crescent. ¿Por qué no podría ponerme a hacer magia si la Diosa decidió que un unicornio me consagrara y me diera la túnica de oro?

Así que hice magia. Al principio no funcionó por mucho que canalizara mis amplias reservas de energía, no menguadas por el desuso, pero poco a poco, mientras repasaba página a página todos los hechizos del libro de la Tierra. Pronto comencé a ver progresos y me di cuenta de que, si bien había algunos tipos de hechizos que, por algún motivo que no alcanzaba a entender, no podía utilizar, había otros que sí.

A base de experimentar, ver qué hechizos funcionaban y cuáles no, y de mi buena memoria para recordar los hechizos de los cuatro libros elementales, me di cuenta de los únicos que podía lanzar y esperar que tuvieran efecto eran los hechizos de transformación. El lógico paso siguiente sería intentar transformarme en elfo, aunque solo fuera durante unas horas, para poner a prueba mis conocimientos y oxidado manejo de la magia.

He de decir que, tras ocho años de vivir como dragón, se me había olvidado que andar de pie podría resultar tan molesto y difícil. ¿Cómo demonios mantiene la gente el control y el equilibrio? Por suerte, una vez hubiera dejado atrás mi cuerpo dragón por uno más elfo (aunque con trazas de la fisionomía pirolagarta, especialmente en los ojos rasgados de pupilas felinas, los dientes, aún tan afilados como los colmillos de mi cuerpo, unas cuantas escamas verdosas en brazos, piernas, pecho y sienes y unas uñas un poco largas y acabadas en punta que hacían de garras) tenía acceso a las otras disciplinas mágicas de las que mi existencia reptil me privaba.

Es decir, puedo flotar en lugar de andar hasta que me volviera a acostumbrar a andar a dos patas y no a cuatro. Más fácil decirlo que hacerlo. Me senté en la más baja rama del árbol; mis cabellos eran plateados y los tenía peinados hacia atrás, sujetos por dos trenzas, como era la moda élfica a la hora de mi muerte y como lo ha sido durante la última mitad de siglo; mis ojos seguían siendo verdes como en mis años de elfo si ignoramos la pupila parecida a los gatos y las motas doradas en los bordes del iris. Vestía unas túnicas blancas pero estaba seguro de que la grandeza y poderío de mi aura daría a entender que no era un aprendiz de primer grado.

En fin, poco después de asumir mi posición en la rama del árbol vi llegar al amigo Brandon, aún barbudo como la vez anterior. Me dejé caer del árbol, propulsado y guiado por mi control de los vientos, y aterricé al lado del tronco del árbol con los brazos cruzados y una sonrisa leve que no llegaba a separar mis labios.

—¿Ves? Te lo dije, ha crecido en un día.

Mi amigo Brandon tuvo algunos problemas para identificarme. Es decir, sí, me imagino que es un cambio bastante radical transformarme en elfo cuando la mayor parte del tiempo soy un colosal y perezoso dragón que es capaz de deforestar un condado en cuestión de semanas, pero aún conservo mi porte altivo y orgulloso y la conciencia de que podría causar muchos destrozos si no me controlaba.

Sin embargo, mi personalidad no debía resultarle tan evidente a mi amigo por el simple hecho de que tuvo que preguntarme quién era. Me sentí un poco herido, habiendo pensado que le había causado una impresión duradera y que trasciende las barreras de lo físico (bueno, exagero), e intenté reflejarlo en mi rostro, pero apenas conseguía hablar con normalidad, así que aún tenía que recordar cómo se mueven los músculos de la cara. Mientras tanto, él deslizó su mirada para buscar indicios del dragón, supongo, además de la capa de serrín que cubre la hierba.

—Me ofende que no te acuerdes de mí, amigo humano, aunque puedo entenderlo. Me pasé la noche pensando y amanecí así. Cuesta reconocerme cuando no arranco árboles y los devoro, ¿no? —Pregunté con una sonrisita—.¿Sabes ya quién soy?

Sí, mediante unas cuantas insinuaciones de mi naturaleza conseguí que mi amigo Brandon (que parecía más interesado en el árbol que en mí, he de decir) entendiera que yo era el dragón gigantesco con el que se encontró el día anterior. Acariciaba la corteza del árbol mientras me preguntaba cómo era posible. Con una sonrisa, me encogí de hombros.

—Me parece que te lo expliqué ayer, ¿no? —Su siguiente pregunta fue sobre mi verdadera forma, aunque eso me ponía en algo de aprieto—. Bueno, es una historia larga. Te lo resumo: actualmente, mi forma verdadera es la de dragón. Nací como elfo, tuve un... esto... accidente, digamos, acabé en el cuerpo de un dragón y resulta que todo este tiempo podía volver a transformarme en elfo.

Arrancó una de las ramas del fresno, que desprendía un olor fresco y agradable.

—Espero que no me convides a desayunar ramas y hojas. No creo que el estómago de un elfo (o la boca) puedan encargarse de comer árboles... Aunque, bueno, ya casi no recuerdo qué comen los elfos. Llevo mucho tiempo siendo un dragón.

Para suerte mía, no tenía pensado ofrecerme la rama del fresno como tentempié, sino que sacó de una bolsa de cuero un par de manzanas, posiblemente las más rojas que había visto en los últimos años. La miré con algo de desconfianza aunque la tomé. Es decir, he comido muchos manzanos y manzanas en mis años de dragón, pero también es cierto que mi paladar era diferente. No puedo afirmar que alguna vez haya comido árboles cuando vivía como elfo (aunque nos guste la naturaleza, no llegamos a ese extremo), pero sí es cierto que no creo que los humanos o los elfos puedan apreciar la dulzura de la corteza de un abedul.

Me senté al lado del humano (era mucho más fácil estar sentado que de pie) y probé a darle un mordisco a la manzana, y estoy convencido de que no cometí un error mayor en toda mi vida. Es decir, la manzana estaba exquisita, extremadamente dulce y jugosa. Demasiado para mí. Tras años de alimentarme de ramas y hojas y cortezas y maderas y savias, no me acostumbraba al paladar tan sensible de los elfos y no pude poner una mueca como cuando alguien come un limón muy ácido. Creo que moriré feliz si no pruebo los limones una vez más en mi vida.

Me tragué el trozo de manzana como pude pero decidí que había tenido suficiente.

—Olvidé que los elfos y los humanos comen cosas tan... sabrosas. Me duele la lengua... y las mejillas, y el paladar... No, creo que me habría salido mejor comerme la rama.

Pero el hombre estaba mirando hacia arriba y no sé cuánto de mi mueca vio o cuántas de mis palabras escuchó. Luego, volvió a hacerme otra pregunta: ¿me quedaría elfo para siempre?

—Ah, no, no. Ni de broma. Es decir, esta forma tiene sus ventajas, como el hecho de que quepo en la Torre y que puedo usar los dones que me dio la Diosa, pero ser dragón es mucho mejor. La gente no se atreve a corregir tu conducta (la sociedad de los elfos pone mucho hincapié en los modales), la gente no te molesta con nimiedades...