Kvothe y Rohar llegaron a tiempo al punto de encuentro. Con el hechizo de Sentir la vida, ambos delataron su magia y descubrieron a las elfas que se escondían tras los arbustos. Las dos mujeres se pusieron en pie casi al mismo tiempo, con una flecha encajada en el arco. Su primera reacción fue apuntar a los hombres; después, bajaron los arcos y guardaron las flechas, de nuevo, en el carcaj.

La elfa del pelo castaño dio un paso al frente y los examinó con la mirada.

—Son ellos —le dijo, en élfico, a su compañera. Luego, se giró hacia los dos humanos, y cambió a la lengua común de Garnalia—. Kvothe y Rohar, ¿no es así? Yo soy Nérissia; ella es Nadereya.

Nadereya se encajó bien la capucha, miró a sus espaldas y luego avanzó. Tenía los ojos tan verdes como el bosque, y el cabello, tan negro como la noche. A la luz plateada de la luna, su rostro era un cuadro de sombras, y apenas se distinguían bien sus rasgos. Pero su acento élfico delataba, aunque no se le vieran las orejas, cuál era la raza a la que pertenecía.

La elfa extrajo un papel enrollado que llevaba sujeto al cinto y se lo tendió a Rohar.

—Encontramos esa nota hace dos semanas.

El papel contenía el siguiente texto:

Nota:

Ella exhaló un suspiro.

—No suelo atender este tipo de notas, pero circulan muchos rumores en torno al Fuerte Oeste —continuó Nadereya—. Se habla de fantasmas, se cuentan leyendas sobre seres extraordinarios. Pero una amiga muy cercana se puso en contacto conmigo para decirme que había visto... algo sospechoso acercarse a la última torre de este fuerte abandonado.

Entonces, fue Nérissia quien tomó la palabra.

—Sospecho que son magos oscuros con ganas de batalla. Pedían cuatro y somos cuatro. He oído hablar de los dos y tengo entendido que sirven a la Diosa. Yo no sé si esto será un mensaje divino, pero si de verdad hay alguien ahí encerrado, creo que será hora de comprobarlo. Porque nadie se atreve a entrar ahí. —Esbozó una sonrisa—. Aunque nosotros podemos. Salvo que alguien tenga miedo de los fantasmas.

Una neblina ligera rodeaba el Fuerte. Todo estaba oscuro y se veían, tras las murallas derruidas, otros edificios también destruidos, que ya no eran más que montañas de piedras acumuladas.

—Entremos —dijo la otra—. Pero antes tenemos que buscar una forma para no llamar la atención más de lo necesario. Y para eso no nos vendría mal un poco de magia.

Miró a los dos jóvenes, interrogantes. Una mano reposaba delicadamente sobre la daga que pendía de su cinto, pero no había cerrado los dedos en torno a ella.

Las elfas se miraron y Nérissia sonrió, mientras clavaba sus ojos en Rohar.

—Casi siempre, por no decir siempre, las citas son una trampa. Yo acudo a todas las trampas que puedo y debo confesar que, generalmente, son los propios autores los que caen en sus propias artimañas.

Nadereya levantó la cabeza y se giró hacia el Fuerte. Las murallas eran una ruina, pero aún conservaban una altura considerable. Había otros sectores donde ni siquiera habría sido necesario trepar para colarse en el interior; no obstante, eran zonas cercanas al lugar donde la amiga había visto algo sospechoso y no consideraban que fuera un lugar adecuado para citar a Kvothe y a Rohar.

Las elfas se acercaron a la muralla de piedra.

—No creo que sea necesario usar los arcos. Hay buenos salientes, es fácil trepar por aquí.

Y, para demostrarlo, Nérissia posó un pie sobre la primera piedra, se impulsó y se encaramó a los salientes de la pared. Algunas piedrecillas cayeron al suelo, pero tardó menos de dos minutos en llegar a la cima del muro. Una vez allí, entrecerró los ojos y volvió a colocar una flecha en el arco. El viento aullaba, y la altura le ofrecía una perspectiva amplia del fuerte en sombras. Olía a tierra mojada y se respiraba en el ambiente una profunda sensación de abandono.

Descendió al interior del fuerte con cuidado y su compañera la siguió.

—¿Quién crees que habrá escrito esa carta? —le preguntó Nadereya, en élfico.

—No lo sé. Alguien que nos conoce y que sabe dónde vivimos. No me gusta que nadie sepa dónde vivo.

Las ruinas de lo que una vez había sido un fuerte próspero eran espeluznantes. Incluso parecía que el frío se incrementara dentro de los muros. Había numerosas casas abandonadas y varias torres distribuidas por los alrededores; algún patio abandonado, y otros edificios que alguna vez habían estado destinados a un uso concreto. En el centro, destacaba una especie de castillo pequeño en ruinas, que en realidad no era más que un conjunto de torres unidas entre sí.

Pisando la tierra, andaron por entre las rocas y las sombras de edificios y estatuas.

Hasta que las hizo detenerse algo que llamó su atención. Al llegar al pequeño castillo central, vieron que la puerta estaba tapiada con tablones de madera. En ellos, alguien había pintado, con sangre, la siguiente runa:


Y, a los pies, sobre el suelo, se extendía una imagen desagradable. Era una bandada de cuervos muertos, en estado de descomposición. Nadereya hizo una mueca que mostraba su repulsión.

—¿Qué es esto? —musitó.

No conocía el lenguaje de la magia, y no sabía el significado del símbolo trazado en la puerta. Pero una extraña inquietud la recorrió de pronto, y aferró con mayor fuerza el arco.

Pese a su estado de alerta, sin embargo, ninguna de las dos se percató de que, sobre las dos torres de entrada del pequeño castillo, entre las almenas, se escondían dos hombres encapuchados que, aprovechando su posición, lanzaron una buena cantidad de piedras hacia ellos, con el fin de aplastarlos. Estas piedras se elevaron, seguramente mediante la magia, hacia el cielo, para luego caer como una lluvia, y eran todas de color negro, como el carbón.

Nérissia y Nadereya tan solo se dieron cuenta de que las atacaban cuando la lluvia de piedras ya estaba a punto de caer sobre sus cabezas. Todo sucedió muy rápido. Kvothe consiguió empujarlas lejos del peligro a tiempo, y las elfas cayeron sobre el suelo, sorprendidas. Nérissia fue la primera en reaccionar. Se levantó de un solo salto y empezó a lanzar flechas hacia las torres; lo mismo hizo su compañera, poco más tarde.

Los proyectiles de fuego que lanzó Kvothe hicieron brotar llamas en las torres y se escuchó un grito en las alturas. Tal como decía el rey de Zhanthé, había que salir de esa zona cuanto antes, aprovechando la confusión causada por el fuego y la caída de las piedras.

—¡Vamos! —gritó Nérissia.

Y entonces salieron corriendo a toda velocidad, escondiéndose siempre tras los muros y avanzando por los rincones más oscuros. Quien fuera que estuviese allí, ya sabía que habían llegado, que eran cuatro. Tal vez no tardara en mostrarse.

Las elfas se alejaron todo lo que pudieron y llegó un momento en que las llamas ya solo se vieron en la distancia. Recorrieron un largo camino pegadas a la muralla, y nada más interrumpió al grupo en el camino. Solo se detuvieron cuando vieron que la muralla ya empezaba a girar, dando a su fin, y se agacharon en una zona de arbustos altos y matorrales.

Desde su posición, se veían dos torres. Una era pequeña y ancha, ubicada unos cuantos metros a su izquierda. La otra era relativamente alta, sin puertas ni ventanas, y coronada por almenas.

—Esa es la última torre del Fuerte —comentó Nadereya, en un susurro.

De aquella misteriosa torre, escapaba un sonido extraño. Eran voces. Voces que sonaban al unísono, como un coro, y entonaban extraños salmos en una lengua desconocida.

—Los supuestos secuestradores tienen que estar ahí dentro —dijo Nérissia—. Ustedes, los magos, saben invocar barreras protectoras, ¿no? Bueno, podemos protegernos con alguno de esos trucos y colarnos.

Sin embargo, no había ni puertas ni ventanas y, desde allí, no se veía la escalera de caracol que descendía al interior de la torre desde una trampilla ubicada entre las almenas.

Nérissia observó, con una mirada que denotaba, a un tiempo, interés y diversión, las acciones de Kvothe. Suponía que había realizado algún tipo de conjuro con sangre, y todo lo que estuviera relacionado con la magia le llamaba poderosamente la atención. Tras escuchar el plan que habían tramado los chicos para subir a la torre, se levantó y dio un paso al frente.

—¿A qué esperamos?

Se acercaron a la torre, con todo el sigilo del que fueron capaces, y, tal como dijo Kvothe, Rohar se acercó a las elfas y murmuró las palabras del hechizo de levitación, mientras el otro conjuraba el escudo protector. Nadereya,  entusiasmada en cuanto vio sus pies despegar del suelo, se giró hacia el humano que tenía al lado y se dio cuenta de que se había puesto rojo, a lo que solo pudo responder con una sonrisa pícara.

Tuvieron la fortuna de que nadie los atacara durante el ascenso, pero, cuando llegaron a su destino y posaron sus pies sobre la superficie almenada de la torre, una vez estuvieron reunidos los cuatro, emergieron púas de hierro de una especie de cañones colocados en las almenas. Gracias a la barrera de Kvothe, las púas rebotaron y no sufrieron ningún daño. Nadereya las contempló, sobresaltada. No quería pensar en lo que habría podido suceder si el joven rey no hubiera invocado el escudo.

—Será mejor que mantengas ese escudo —susurró, cuando pasó al lado del mago.

Después, observó el paisaje que se extendía ante ellos; efectivamente, Rohar no se había equivocado al decir que, desde allí, podía verse la totalidad del Fuerte Oeste. El fuego aún se veía en la distancia, e iluminaba buena parte del terreno. «Cazador cazado», pensó la elfa, con una media sonrisa. Estaba convencida de que el fuego estaría consumiendo en esos momentos a sus atacantes.

Encima de la torre, las voces se escuchaban con mayor claridad, pero seguían sin entender lo que decían.

—Veo que estabas en lo cierto, señor Tormenta —comentó Nérissia, dirigiéndose a Rohar. Tras examinar detenidamente el suelo, se había puesto en cuclillas, y había descubierto una trampilla de madera que abrió con sumo cuidado—. Es por aquí.

Su compañera se acercó al instante y colocó una flecha en el arco, mientras la otra abría por completo la portezuela. Nadie los atacó, pero se abría ante ellos una escalera de piedra, en forma de caracol, que conducía a las profundidades de la torre. Nadereya fue la primera en bajar. El interior de la torre estaba iluminado con antorchas colgadas en las paredes, todas encendidas.

La otra elfa posó el pie en el primer escalón y luego se volvió hacia los chicos.

—Eh, magos. Espero que siga bien ese escudo invisible. Pasen primero, yo iré detrás.

De esta manera, fueron entrando todos en la torre. Bajaron la escalera con cuidado; aquello parecía vacío. El coro que entonaba los salmos procedía de la parte baja. Nadereya bajó pegándose a las paredes, sin soltar el arco ni un solo momento. Estiró el cuello para ver qué había por el hueco de la escalera. A pesar de la iluminación, solo vio sombras.

Descendieron y descendieron. Las voces se escuchaban cada vez más altas, hasta el punto de que resultaban molestas para sus oídos. ¿Podía un humano, un elfo o un enano hablar en semejante tono? ¿Eran aquellas voces naturales? No lo parecían, e incluso las dos elfas, que inicialmente habían estado entusiasmadas con la aventura, empezaron a asustarse. Porque aquellas voces eran gélidas como la nieve, negras como la noche, escalofriantes.

Estaban ya a mitad de la torre cuando notaron un descenso de temperatura. No habían llegado a la planta baja, pero, a solo unos escalones de distancia, la escalera terminaba. Nadereya bajó el último escalón y se topó de bruces con una puerta de doble hoja. Los cánticos procedían de lo que hubiera detrás de la puerta; estos eran tan altos que la hacían temblar.

La elfa estaba muy seria, pero ya no podían echarse atrás. En la puerta, había un círculo rúnico, con runas antiguas, caídas en desuso; runas que ya no se aprendían en las escuelas de magia, que no tenían utilidad alguna. Pero ella no sabía casi nada de magia, y creyó que sería algún hechizo. Estos eran los símbolos:

Contuvo la respiración. Empujó la puerta, sin esperar que se abriera. Pero, para su sorpresa, no estaba cerrada con llave, ni con ningún otro método. «Nos esperan».

La puerta se abrió de par en par. Nadereya se pegó a la pared, con el arco a punto, y asomó discretamente la cabeza. Las voces se callaron. Hubo un tenso silencio. Nérissia no pudo reprimir una exclamación que denotaba su sorpresa.

En el interior, había cinco hombres encapuchados, todos vestidos de color negro. Se encontraban en una sala semicircular, con ventanas encantadas que no se veían desde fuera, pero sí desde el interior. La sala era de piedra, y la piedra estaba manchada de sangre. En el suelo, había un círculo de tamaño considerable, en torno al cual estaban dispuestos los cinco hombres. Entre ellos, distribuidos en cuatro puntos del círculo, había un cuenco de plata. Tenían el tamaño exacto para contener una cabeza.

Los encapuchados se giraron. Lo único que parecían tener por rostro era una nube negra. No se les veían ni las manos, ni los pies, ni los ojos, ni ningún pedazo de piel, ni nada que los hiciera parecer humanos o elfos, y no podrían haber sido enanos por la estatura.

No fueron esas cosas, sin embargo, las que hicieron exclamar a Nérissia. Y es que, dentro del círculo, tumbado en el suelo y con la cabeza gacha, había un unicornio blanco lleno de cadenas, que tenía los ojos cerrados. Se encontraba encerrado en una cúpula de cristal, un cristal recorrido por delgados rayos de color violeta, que le daban el aspecto de ser una cúpula electrificada.

—Oh, mi Diosa —dejó escapar Nadereya, que nunca había visto nada igual.

Entonces, uno de los encapuchados se adelantó.

—Ya están aquí —pronunció, con una voz pausada, grave, siniestra—. Bastará con cuatro muertos.

Detrás de Nérissia, cayó un bloque de piedra que taponó la escalera. La elfa jamás había sentido tanto miedo; aquella no era como las aventuras a las que estaba acostumbrada, y se arrepintió en ese instante de haber acudido a la llamada. «Pero era necesario», se dijo. Era necesario, y la presencia del unicornio lo demostraba.

Incluso las paredes de la sala, que anteriormente habían sido solo piedra, se mostraron entonces manchadas de sangre. El extraño ser, porque no se podía identificar su raza, volvió a su posición en torno al círculo, y todos volvieron a entonar palabras al unísono, pero ya no hablaban en aquel lenguaje desconocido, sino en la lengua de los magos, la lengua de las runas.

El sonido era como un siseo, la misma runa repetida infinidad de veces. Se apagaron todas las luces, se sumergieron todos en las sombras. Solo brillaban los rayos de la cúpula electrificada que encerraba al unicornio. El primer impulso de Nadereya fue disparar la flecha, pero el tiro se perdió entre las sombras. Los encapuchados seguían pronunciando las runas.

—Hay... Hay que matarlos antes de que nos maten —dijo Nérissia.

Pero su voz no sonaba muy convencida, y se quedó paralizada. Al no ver nada, se sentía insegura.

—¡Necesitamos luz! —exclamó.

Se lo había escuchado a muchos magos: las sombras deben combatirse con luz.

La espada de Rohar fue envuelta en llamas y, al ver el fuego, los encapuchados se apartaron al mismo tiempo, dando un salto hacia atrás, y cubriéndose el rostro. Solo uno de ellos se mantuvo quieto, continuando con el siseo, con la cabeza gacha y mirando al unicornio prisionero. El mago conjuró una bola de fuego y la lanzó hacia ellos, las sombras nuevamente se escondieron en los lugares a los que no llegaba la luz.

Y el que estaba inmóvil, tan solo alzó una mano hacia el frente, y sin decir nada, la apagó con un conjuro de agua. Entonces, Kvothe invocó serpientes de fuego, serpientes que parecían hechas de lava, y estas corrieron por las paredes haciendo que se agolparan en el centro, alrededor de la cúpula electrificada. La siguiente bola de fuego estalló contra una de las sombras, y desapareció en una llamarada oscura.

La del centro seguía impasible...

Nérissia y Nadereya, en cuanto contaron con la iluminación adecuada, se colocaron la una junto a la otra, incendiaron sus flechas con el fuego de Kvothe que caminaba por las paredes, y las lanzaron contra las sombras, y estas se disiparon nuevamente, hasta que solo quedó una, la única que seguía diciendo:


Las elfas volvieron a lanzar sus flechas, pero la sombra cerró las manos en torno a su propio cuerpo y una coraza hecha de huesos blancos la protegió de los ataques, envolviéndola en una armadura. Al cabo de unos instantes, esta se resquebrajó, y los trozos de hueso salieron disparados hacia las paredes, envueltos en sombras, y se apagaron todas las llamas.

Salvo la espada de Rohar. Su fuego se reflejó en la nube negra que tenía por rostro... y brillaron en él entonces dos siniestros luceros amarillos. Se quitó la capucha, dejando ver una especie de caballera larga también hecha de materia oscura, e hizo aparecer un sombrero que se colocó sobre la cabeza, mientras se formaba en sus labios la curva de una sonrisa.

Chaos Uhaikos, la sombra de la Necravia, los saludó con una reverencia:

—Es un placer que hayan venido —dijo con su voz fría—. ¿Quién será el primero en morir?

No pronunció más la runa de Shaed; había conseguido su objetivo. Las cadenas que retenían al unicornio se apretaron en torno a su cuerpo blanco, la criatura chilló, y era el grito más desgarrador, más hiriente, que hubiera escuchado ninguna criatura mortal. Esto hizo reír a Chaos, quien se agachó, posó una mano en el suelo e hizo aparecer estacas de hueso que brotaron del suelo, formando una línea recta que se dirigía hacia sus cuatro enemigos, dispuestas a empalarlos.

Nérissia y Nadereya las esquivaron como pudieron, pegándose a las paredes manchadas de sangre.

—Ya lo has oído, ¡suelta al unicornio! —se atrevió a decir la primera.

La sombra no dijo nada. Levitó sobre la cúpula electrificada, invocó una lanza de hueso y la lanzó hacia Rohar Tormenta, quien, si no la desviaba a tiempo, la recibiría de lleno en el corazón.

Los ojos brillantes de Chaos se dirigieron hacia Kvothe.

—El Rey Bastardo de Zhanthé... —Volvió a pronunciar las runas de Shaed, y el unicornio chilló una vez más—. ¿Será un buen regalo para tu padre la cabeza de su hijo y la de esta criatura capaz de conceder la túnica dorada?