La Dama Roja, sin decir nada, extendió los brazos hacia el frente, hasta tocar a Damon. Luego, sus manos temblaron ligeramente y las apartó. Se giró, posó las manos sobre los portones del templo, y estos se abrieron con un sonido grave. Hizo entrar a la joven al interior y luego cerró la puerta tras ellas.

Allá dentro, todo estaba aún más oscuro. Velas de llamas color violeta, como las que brillaban en la entrada, estaban dispuestas por el pasillo central. La mujer ciega anduvo sin tropezarse nunca, sin decir nada. Condujo a Damon hasta el fondo de la enorme sala, y rodeó el altar hasta detenerse frente a una pared vacía.

Había en ella una inscripción en idioma antiguo: «Mors certa, hora incerta».

La Dama Roja tomó las manos de la guerrera y las llevó hasta la inscripción de la pared, aunque sin que sus dedos rozaran aún ninguna de las letras.

—¿Sirves al Señor de las Sombras? Entonces toca la pared, lee la inscripción y demuestra tu Lealtad y tu Fe, hija del Mal.

Al principio no ocurrió nada. Pero las llamas moradas se agitaron. Y, entonces, la pared tembló y se abrió una entrada circular. La Dama Roja cruzó la puerta secreta con su rostro impasible, e invitó a Damon Albarn a seguirla hasta la sala oculta.

Esta sala era una sala cuadrada, con una iluminación violeta que no procedía de ninguna parte, pues no llegaba hasta allí la luz proyectada por las velas. La puerta se cerró tras ellas, dejándolas a ambas en una habitación sin salida. Al fondo había erigida una estatua del Dios, totalmente encapuchado. En la pared izquierda y en la pared derecha había dos altares situados frente a dos círculos rúnicos. En el centro, se abría un círculo de un tamaño considerable que daba a algún lugar oscuro, un pozo cuyo fondo no podía verse. Y, justo en el punto central de la circunferencia, se alzaba una losa de piedra flotante.

Sobre la piedra, había un monstruo encadenado. Y ese monstruo era un gigantesco perro de tres cabezas. Un cancerbero, para ser exactos.

La Dama Roja extendió una mano hacia el frente, murmuró una retahíla de palabras, y un delgado puente de piedra conectó el lugar donde se encontraban Damon y ella con la losa de piedra flotante donde estaba el cancerbero.

—Mátalo, sierva del Dios. Enfréntate a él; es la Voluntad del Señor.

Las cadenas se rompieron en mil pedazos. La bestia gruñó. La Dama Roja desapareció en una nube de humo oscuro. Y Damon Albarn quedó sola frente al monstruo, cuyas tres cabezas mostraban unos colmillos afilados, sedientos de carne y de sangre.

El primer ataque de Damon contra el cancerbero fue la invocación de un Gólem Etéreo, formado por corrientes de viento que lanzaban a los enemigos lejos. La criatura avanzó y atacó al perro de tres cabezas, que fue propulsado hacia una de las paredes. El monstruo chocó contra el suelo y meció las cabezas, un tanto aturdido por el golpe, pero luego centró su atención en Damon y corrió hasta ella, manteniéndose alejado de las corrientes provocadas por el gólem.

Con la cabeza izquierda, lanzó una dentellada en dirección al brazo de Damon. Después agitó las otras dos. Sus ojos tenían un brillo rojizo, diabólico como las llamas del infierno, que contrastaban con la oscuridad del abismo que se alzaba en el centro de la sala.

La bestia gruñó y golpeó a la guerrera con otra de las cabezas. Parecía querer probar todas sus fuerzas, hacerla usar habilidades diferentes, verla danzar antes de arrancarle la carne a mordiscos.

La flecha que lanzó Damon dio en el blanco, haciendo aullar a la criatura de dolor. La sangre comenzó a manar de la cabeza central, extendiéndose por su hocico y por los colmillos. La herida hacía sufrir a la criatura, y las otras dos cabezas se enfurecieron ante el ataque.

Sin razonar sus movimientos, avanzó hacia la guerrera. Sus seis ojos brillaron como fuegos y abrió las bocas de las dos cabezas que le quedaban sanas. Parecía que fuera a morder algo, pero lo único que hizo fue abrir las fauces para coger aire...

Y, cuando cerró las dos bocas y volvió a abrirlas posteriormente, escapó de ellas un aliento negro que propulsó a Damon hasta una de las paredes. Arañas negras le inmovilizaban los brazos y las piernas, y el cancerbero corrió hasta ella para volver a morderla. La cabeza central ya no funcionaba; permanecía gacha, caída, sin vida. Pero las otras dos aún estaban furiosas, por no hablar de la serpiente que constituía su cola, y que acechaba a su espalda, dispuesta a atacar en cualquier momento.

Las Lanzas Edáficas brotaron del suelo como cuchillas, y el cancerbero saltó para esquivarlas, pero algunas se le clavaron en las patas. Durante el transcurso de este conjuro, las arañas de sombras que sostenían a Damon se disiparon y el perro corrió, dejando un nuevo rastro de sangre tras él. Andaba con mayor lentitud, y no solo por los ataques de la joven. Del oscuro abismo había empezado a emerger una niebla ligera, que entorpecía los movimientos de la criatura.

El brillo de sus ojos rojos se debilitó a medida que perdía sangre. Esto, sin embargo, no detuvo a la bestia. Anduvo torpemente, con las patas heridas, y se acercó a Damon de nuevo.

En esta ocasión, no obstante, no fueron las dos cabezas las que utilizó. Extendió su cola de serpiente y esta se lanzó, rápida como una flecha, hacia el cuello de la muchacha, mordiéndola, para retirarse luego.

El cancerbero gruñó. Pronto, Damon comenzaría a sentir cómo se le entumecían los músculos, por lo que tendría que aprovechar cada instante para elaborar alguna estrategia, alguna ofensiva, que le permitiera atravesar el corazón del monstruo y matarlo.

Tras morder a Damon, el cancerbero estaba cada vez más debilitado, y la niebla fue cubriendo su cuerpo. Las dos flechas se clavaron en sus dos cabezas y la joven contó con la suerte de que el conjuro Golpe de Tierra también diera en el blanco. La porción de tierra golpeó al perro en el pecho, y la criatura quedó debajo de ella, oculta por la niebla.

Soltó un último gruñido y se desplomó en un charco de su propia sangre, muerto.

Progresivamente, la niebla fue desapareciendo. El abismo se cerró, convirtiendo así la sala en una superficie de suelo uniforme, sin ningún precipicio ni diferencias de altura. También desapareció el trozo de tierra que lo aplastaba, permitiéndole a Damon ver a su enemigo caído.

Sin embargo, los problemas aún no habían acabado. El veneno se extendía por el cuerpo de la muchacha, provocándole un intenso dolor que procedía de su propia sangre. Se le paralizaron las piernas, de forma que cayó al suelo, sin poder moverlas.

Y, en ese momento, volvió a emerger la Dama Roja, de la nada.

—Lo noto... —susurraba—. Lo noto... Lo noto... Damon ha cumplido la Voluntad de nuestro Dios.

Anduvo por el centro de la sala, lentamente. Sus pies descalzos pisaron la orilla del charco de sangre que hacía las veces de lecho para el cancerbero.

—Damon... Criatura de la noche... El Señor te guiará a tu destino... Bebe su sangre. Bebe la sangre del cancerbero, o su veneno te matará.

La vampira obedeció y hundió sus colmillos en la carne del animal, nutriéndose con su sangre. La Dama Roja pudo escuchar, con su agudo sentido del oído, cómo el líquido escapaba del cuerpo del cancerbero. Este se fusionó con la sangre de Damon y, a medida que descendía por su garganta, a medida que recorría su cuerpo, el veneno se consumía.

La sacerdotisa ciega, de pronto, se puso de rodillas en el centro de la sala. Se abrazó a sí misma e inclinó la cabeza hacia el techo, mientras murmuraba palabras arcanas de forma rápida e incomprensible, sin cesar. Hundió las uñas en sus propios brazos, tan fuerte que se abrió rasguños sangrantes. Contorsionó la boca en un gesto de aparente dolor y luego se arrastró por el suelo, hasta el cancerbero. Hundió la mano izquierda en la sangre del monstruo que quedaba en el suelo. Después, extendió la derecha hacia Damon y la arañó con sus largas uñas en el brazo, obteniendo así también sangre de la chica.

Volvió a arrastrarse hasta el centro de la sala. Los círculos rúnicos de las paredes se iluminaron y ella volvió a extender los brazos hacia el cielo.

—¡OH, MI DIOS! ¡OH, CRIATURAS DE LAS SOMBRAS! ¡OH, MUERTOS! —exclamó.

Las palabras que sucedieron a estas invocaciones volvieron a ser susurros. Pasó varios minutos así hasta que, finalmente, volvió a gritar, y un chillido escapó de su garganta:

—¡SHAED!

Todas las luces se apagaron, la sala volvió a cubrirse de nieblas, quedándose sumida en una oscuridad absoluta. Frío, silencio...

Un cuarto de hora después, volvieron a brillar las luces. Toda la sangre había desaparecido. La Dama Roja estaba de pie, justo detrás de Damon, y sus brazos estaban blancos, sin ninguna cicatriz que recordara los rasguños que ella misma se había causado.

El cadáver del cancerbero había desaparecido. No obstante, Damon no estaba sola. En el lugar que había ocupado el cuerpo de la bestia, se hallaba de nuevo el cancerbero, pero este tenía el tamaño de una cría de perro normal y estaba sentado junto a la joven, mirándola con sus tres cabezas, sin ninguna intención de hacerle daño. Las cabezas ladraron; estaba vivo, y no le quedaban cicatrices.

—Es la orden del Señor —explicó la Dama, con una voz susurrante—. Cerbero es tuyo, te une a él un vínculo de sangre. Cuídalo y él te cuidará, hasta el día en que se cumpla tu Destino, el Destino que el Dios ha decidido. Damon, te espera un camino oscuro, recórrelo, recórrelo... Mors certa, hora incerta. Vuelve a leerlo, ¡y vete!

La Dama Roja volvió a desaparecer. El pequeño cancerbero rozó la pierna de la guerrera con su cabeza derecha. En la pared del fondo, se veía la inscripción en idioma antiguo. Bastaría con pronunciarla para que la puerta se abriera y Damon pudiera salir de la sala oculta del Templo Oscuro.

Su misión ya había comenzado.