Knyh
Knyh
Humano
Nombre : Knyh Driak Monte Blanco
Escuela : La Torre
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo(Kin-Shannay)
Cargo especial : Cronista y Escribano
Rango de mago : Aprendiz de segundo grado
Clase social : Noble(Exseñor de Monte Blanco)
Mensajes : 56
Fecha de inscripción : 30/05/2016
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Habitación de Knyh (Tercer piso)por Knyh, Miér Jun 01, 2016 7:19 pm
Habitación de Knyh (Tercer piso) Dli1ef

A todo aquel que entrara a la habitación podría sorprenderle un primer detalle, en aquella habitación de La Torre, las paredes y el techo estaba atravesado por vigas de madera. No sólo eso, sino que su techo no era horizontal, sino que se estrechaba mientras subía, como en una buhardilla. Mas, aquella estancia estaba en el tercer piso de la famosa escuela de hechicería.

El ambiente era acogedor, pese a su limitado tamaño. Lo cubría un aura de noble modestia, un vestigio de orgullo de la sangre noble de aquel que moraría en ella, pero que dejó atrás las comodidades de su familia para el aprendizaje. El suelo de madera crujía en algunas zonas, las paredes presentaban algunas grietas mal disimuladas tras los estantes, pero en general, era una habitación aceptable. Olía a antiguo, una mezcla entre madera y polvo, el aire parecía estancado, pero por la única ventana de la habitación entraba el aire, trayendo los olores del Valle de los Lobos y contribuyendo a lo rural de la estancia.

En cuanto a mobiliario, en un principio sólo contaba con una cama, una mesilla de noche, un bahúl y un escritorio; sin embargo, Knyh había ahorrado durante sus viajes el dinero suficiente ejerciendo la profesión de escribano como para permitirse algunos más. Así pues, la mesilla la puso junto a0 la puerta, allí sería donde trabajaría, y allí estaban sus escritos, pluma y tintero. Una alfombra arrastraba en el centro de la estancia, valiendo para ahogar el crujido de la madera. Al otro lado de la mesilla de trabajo, junto a la puerta pegada a la pared contigua, un estante tapaba las grietas más llamativas de la habitación. Aún se mostraba vacío, sólo tenía unos utensilios de alquimia y un pequeño joyero que funcionaba más de bótica, puesto que contenía algunos ingredientes para pociones y remedios. Sería allí donde empezaría su colección de libros, su pequeña biblioteca, pero todavía se mostraba pobre, sólo unos volúmenes lo adornaban, camuflados a la sombra del mueble, donde la luz no alcanzaba.

Una carta a su hermano menor bastó para conseguir algunos recuerdos familiares. Unas flores de los jardines, que colocó sobre el estante y junto a la cama, donde antes estaba la mesilla de noche; un blasón de su familia, que no exponía con demasiado orgullo, sobre una viga; un escudo dorado con el símbolo de su casa, dos dragones luchando en el aire y al que colocó en el centro de la viga que atravesaba el dormitorio; un cuadro de su difunta madre, que colocó junto a la cama; un espejo, que colocó a los pies de la cama, pero apuntando a la puerta; y un biombo para separar una parte de la estancia que usaría de cambiador, en un rincón de la habitación con una modesta cómoda donde guardaba su ropa. Frente a éste, el escritorio, con su sencilla silla y un cuenco de mimbre con alguna fruta.

La estancia era, sin duda, noble que no ostentosa, sencilla que no vulgar. Era el lugar de trabajo, dormitorio y estudio de una persona que el tiempo le había enseñado buenos valores. Era la habitación de Knyh.


Última edición por Knyh el Sáb Jun 04, 2016 12:32 am, editado 1 vez
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Re: Habitación de Knyh (Tercer piso)por Knyh, Jue Jun 02, 2016 5:46 pm
Estudio del Libro de la Tierra

Knyh entró por la puerta con una manzana en la mano y su cartera al hombro. Pasó junto a la mesilla en la que estaba el tintero y la pluma, junto con algunas hojas llenas de notas. “...del puerto, pero los barcos ni se mecían. No había viento, ni olas, ni peces...”. No les echó cuenta, las miró como quien mira un mueble, algo que siempre está en su sitio, inamovible, útil. Le costaron pocos pasos llegar hasta su cama. La madera crujía bajo la alfombra del centro de la habitación, pero ésta hacía que el sonido fuera mucho más sordo, menos molesto. Knyh no cambió su expresión al escucharla, se limitó a avanzar hasta la cama y dejarse caer sobre ella. Era cómoda, pero estrecha, mucho más cómoda que la de cualquier taberna, pero pequeña y modesta. El escribano se descalzó y se extendió cuan largo era sobre el colchón. Se puso a comer la manzana que llevaba en la mano con lentos bocados y masticando con parsimonia. Cuando quedó el corazón, lo enterró en la tierra de las flores que había junto a la cama y se sacudió las manos.

Tras largo rato mirando el techo y cavilando sobre sus siguientes pasos, Knyh se incorporó y se dirigió hacia el escritorio. Allí, posado en el centro, con la portada de relucientes colores marrón madera y verde hoja, estaba el Libro de la Tierra. No lo había tocado desde que llegó a La Torre, pues un temor lo acechaba. Si bien era cierto que, desde su más tierna infancia, había tenido contacto con personas “no muy vivas”; también lo era que jamás había dado señales de que magia alguna recorriera sus venas. Y, pese a todo, allí estaba, en una prestigiosa escuela de hechicería dispuesto a aprender cuanto pudiera, dispuesto a renunciar a sus viajes por la posibilidad de acceder a su biblioteca, por aprender los secretos de sus libros, por conocer fórmulas y recetas de pociones y brebajes.

Se sentó en la silla y abrió el libro por los primeros capítulos. Los ojeó, primero con timidez, como quien comienza a conocer a otra persona. Tras una hora de lectura, sus ojos se posaban en las letras y las runas como si fueran dos buenos amigos que se encuentran. Y ya en los últimos capítulos, sus ojos bebían de las páginas, como un enamorado de los labios de su amada. El libro y él ya se conocían, ya eran uno, y el Libro de la Tierra ya no tenía secretos para él. Cuando cerró la tapa comprobó que el sol ya se había escondido por el Oeste y siquiera se veía su estela tras las montañas. Era tarde, pero el tiempo había merecido la pena, pero ahora debía dormir y, aunque sabía todo aquello que debía saber sobre su aprendizaje, no tenía práctica. Mas eso sería problema de otro día, y de ese ya no quedaba nada.

Knyh, con los ojos rojos y llorosos, se dirigió hasta la cómoda que había tras el rincón que separaba el biombo de su habitación y se desvistió. Guardó la ropa con lentitud y asegurándose de que no se arrugara la túnica gris. Separó el adorno del pecho y lo dejó sobre la superficie de la cómoda. Después, sopló las velas, una a una, para apagar las luces de la habitación. Todo quedó en calma, sólo rota por los aullidos de los lobos en el valle. La oscuridad era casi completa, excepto los rayos de luna que se colaban por la ventana. Y el aire era fresco, el aire de las noches de verano cuando éste sólo acaba de comenzar. Era una buena noche, y Knyh lo sabía. Y en un lugar apartado de su mente se había despertado, aunque muy profundo y distante, la esperanza de tener la capacidad para superar la prueba de la Tierra, de tener magia en sus venas, de sentir la naturaleza como un mago.

Y el sueño lo venció antes de que pudiera pasar a pensar en otra cosa. Fue una noche sin sueños, fue una noche tranquila y reparadora.
Knyh
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Re: Habitación de Knyh (Tercer piso)por Knyh, Sáb Jun 04, 2016 9:11 pm
Regreso tras una agitada investigación

La puerta de la habitación sonó al abrirse apresuradamente, pero fue más estruendoso el portazo que Knyh dio al cerrarla tras de sí. Se quedó allí, apoyando la espalda contra la madera de la puerta y con la respiración rápida y entrecortada. El escribano, aún alterado, se quedó en aquella posición un minuto, recuperando el aliento y con sus cosas aún en los brazos. No había parado de correr desde el valle. Ni siquiera se había parado a deshacer el hechizo que había lanzado, por lo que su brazo aún estaba cubierto de una astillada capa de corteza de árbol.

Cuando consiguió calmarse lo suficiente y la fatiga había mermado, Knyh dio dos pasos ligeros, lanzó su capa a la viga y la dejó colgada sin mucho decoro. Otro par de pasos lo llevó hasta la silla de su escritorio, donde dejó colgando su cartera de cuero, aunque esta la posó ahí con mucha más solemnidad y cuidado, puesto que ahí iban los apuntes de su investigación. Fue entonces hacia el rincón que usaba de cambiador y dejó allí el bastón. Después pasó a desvestirse. Sus pantalones estaban llenos de barro, en la parte de las rodillas estaba rasgado y enverdecido del césped. No lo habría confesado, pues su orgullo se lo impediría, pero en su huida había tropezado y caído sobre la hierba. No había sentido dolor alguno, la verde alfombra del valle lo había impedido, de modo que sus rodillas no habían sufrido daños. Mas sus pantalones cargaron con las consecuencias, y ahora se mostraban desgastados, rasgados y sucios. Los dejó sobre la cómoda, dispuesto a sacarle algún provecho en el futuro, pero no para ponérselos nunca más. El resto de su ropa también había sufrido daños. Había perdido una manga de su camisa, cuando la loba le mordió el brazo. Se lo miró, de nuevo, maravillado ante lo que había conseguido hacer con un hechizo. Se sentía exhausto, pero no sabía si era por los hechizos, por el miedo que había sentido cuando la loba lo atacó, o por su tremenda carrera que, a decir verdad, no sabía cuánto había durado.

Pasó la mano contraria por la corteza. Era real, era verdaderamente la corteza de un árbol. Tiró de una astilla y ésta se soltó. Comprobó que no sintió daño alguno. Era rugosa, dura y olía a madera seca. Aún tenía la mente turbada, lo suficiente para no pensar con claridad, o no querer hacerlo, de modo que cogió el Libro de la Tierra de la estantería y lo ojeó hasta encontrar la página donde se explicaba cómo deshacer el hechizo. Repasó mentalmente las runas y las pronunció del revés.

HCRIB

La corteza fue desapareciendo, no como si se evaporara o degradara, sino como si se retrajera. La madera fue menguándose y escondiéndose en la piel, o transformándose en esta y volviendo a su sitio. El proceso no fue muy largo, de hecho, fue casi instantáneo, pero para Knyh duró mucho. No era que aquello le hiciera sufrir y, por ello, el tiempo pasara más lento, sino que se quedó embelesado mirando el resultado de sus actos.

“Las palabras tienen poder”, pensó.

Volvió al cambiador, dejando el Libro de la Tierra sobre el escritorio, aún abierto por la página del hechizo. Un súbito agotamiento hizo que se tambaleara y, antes de llegar al biombo, cayó de rodillas al suelo de madera que soltó un sonido hueco. Fue entonces, arrodillado en el suelo tratando de conseguir más oxígeno del que necesitaba para recuperarse de la caída, cuando cayó en cuenta de por qué estaba tan exhausto. Recordó el hechizo y todos sus efectos y condiciones. Sabía que de por sí, sólo debía durar unos minutos y después, la corteza simplemente se desprendería o desaparecería. No obstante, él había estado esforzándose para mantenerlo activo. No lo hizo conscientemente, por supuesto, no tenía tanto control sobre su magia aún; sin embargo, el miedo lo había llevado a mantenerse a la defensiva, incluso cuando entró en su habitación. Eso había sido lo más agotador y, ahora que ya no había necesidad de seguir en guardia, todo el estrés y el cansancio lo asolaban.

En otro momento habría dejado la habitación algo más ordenada, pero no era el mejor momento. Cansado, se quitó la parte superior del ropaje, sin desabrochar la medalla de plata con el demonio y la dejó en el suelo. Su ropa estaba demasiado sucia como para preocuparse de que estuviera en el suelo o sobre una montaña de estiércol, no las usaría más. Al día siguiente tendría que usar la túnica blanca que la escuela le daba a los aprendices de primer grado para vestirse y tendría que encontrar un lugar donde comprar otra muda o dos. Aunque ese no era el momento de pensar en ello, pues estaba deseando recostarse en su cama y descansar. Y así lo hizo, se tumbó en la cama y el sueño lo envolvió. Fue una tarde sin sueños que dejó paso a una noche tranquila en la que se descansa sin problemas y en el que rara vez se movía para cambiar de posición. Durmió largas horas, anocheció mientras dormía y, para cuando despertó, el sol ya comenzaba a asomarse en el horizonte.

Knyh se desperezó al despertar. Le dolía el cuerpo y sentía su mente lenta, recién despertada de un profundo sueño. Su estómago rugía y le pedía comida de forma urgente. Sentía una punzada de dolor en el brazo. Cuando se lo miró se dio cuenta de que se le había formado un par de pequeños círculos amarillentos y equidistantes. Dos moretones, se había enfrentado a un lobo y se había llevado dos moretones.

Se levantó de la cama y puso en su sitio las sábanas y la colcha. Fue hasta el rincón que usaba como vestidor y sacó de la cómoda la túnica blanca. Se la puso y comprobó, con agrado, que era increíblemente cómoda y de su talla. Cogió del suelo la parte superior de su vestimenta del día anterior y le desabrochó la medalla de plata, que colocó en su nuevo atuendo. Dobló la ropa inservible y la dejó sobre la cómoda. Su capa aún colgaba de mala manera sobre la viga, pero no le echó cuenta, con su nueva vestimenta no la necesitaría. Se calzó y salió por la puerta.

Regresó media hora más tarde con el estómago lleno y con fuerzas renovadas. Se sentó en el escritorio y apartó el Libro de la Tierra. Sacó de su cartera de cuero las notas que había estado tomando el día anterior y se puso a trabajar. Ordenaba las ideas, desarrollaba una forma de esquematizar las características de cada una y, tras varios métodos que no lo convencieron, decidió diseñar uno sencillo y práctico. No quería una larga y tediosa enciclopedia con innumerables características y sinapomorfías sin ningún interés para la escuela. Con saber dónde localizar cada planta, reconocerla y saber sus principales propiedades alquímicas bastaría.

Trabajaba en silencio, no cantaba, no silbaba, no tarareaba, pero la pluma hacía su propia música, un rasgueo en las hojas de papel que entonaba una melodía única y difícil de apreciar. A veces, sacaba una planta, de las que había tomado en el valle, de su cartera y la examinaba. Si estaba aún en buenas condiciones la dibujaba, si estaba estropeada, hacía un esbozo para reconocerla más adelante o anotaba aspectos que le ayudaría a encontrarla si la volvía a buscar.

Tras una mañana de trabajo intensivo, su investigación había avanzado muchísimo. Estaba cansado, pero era un cansancio satisfactorio, el tipo de satisfacción que sientes tras una larga jornada de trabajo bien hecho. Mas no había finalizado, ni mucho menos. Tendría que tomar un segundo paseo por el valle para recoger plantas que no había podido dibujar o se habían estropeado. Asimismo, el Valle de los Lobos se extendía por entre las montañas, de modo que no sería una mala idea tomar muestras de la flora de la falda de la montaña y, si tenía ocasión, de las mismas montañas y las termas.

Knyh, sintiendo que el hambre lo volvía a amenazar, volvió a bajar a las cocinas. Esta vez no regresó con el estómago lleno, sino que se trajo un cazo con estofado y una buena conversación con una cocinera. La mujer, amablemente, respondió a la pregunta del escribano cuando éste le preguntó si sabría dónde podría comprar ropa nueva. Al parecer, en las montañas había una fortaleza. Su dueño era un mercader y su fortaleza un buen lugar donde encontrar todo tipo de cosas. También le advirtió de que era un lugar algo peligroso. Si bien era cierto que el lugar era hogar de mercenarios honrados y piratas disciplinados, también lo era que no hacían distinciones entre servidores de la Diosa o el Dios, por lo que ir vestido con la túnica que portaba en ese momento no sería una buena idea. Por no decir que, por el camino, más lobos podrían atacarlo, o algo peor. No sabía si había osos, pero debía esperar lo peor. Antes de partir debería aplicarse mucho más en sus estudios, al parecer, si quería sobrevivir.

Apuró su estofado y dejó el cuenco vacío en un lado. Reordenó algunas hojas y siguió trabajando. Al cabo de una hora paró. Había demasiadas cosas que le faltaban para poder seguir en condiciones, así que prefirió parar. Guardó las cosas en su cartera y cogió todas las plantas y las puso en el cuenco. Lo llevó hasta la entrada y lo dejó en la mesilla de trabajo junto a la puerta, así recordaría que debía hacer con ellas y el cuenco. Volvió al escritorio y tomó el Libro de la Tierra. Volvió a repasarlo. Tendría que aprender a realizar hechizos con soltura, pero aquel no era el mejor sitio donde invocar las Lanzas Edáficas, por ejemplo, así que se limitó a hechizos que no amenazaran la integridad de su habitación.

Repitió el hechizo de Corteza Ancestral, para comprobar que podría usarlo para defenderse, no sólo el brazo, sino las demás partes del cuerpo. Ante el espejo comprobó que así sería, pues su piel estaba cubierta por completo de dura y pesada corteza. Después de deshacerlo, se levantó para mover el biombo. Lo colocó junto a la cama, tapando las flores que había junto a estas y pronunció las runas del hechizo Sentir Vida. Se emocionó al comprobar que podía ver el aura de las plantas tras el biombo. También las del cuenco, junto a la puerta, estaban cubiertas de una especie de aureola, muy débil.

Cada vez más confiado en sus capacidades, Knyh sacó las plantas del cuenco y lo llenó de agua de una cantimplora que llevaba en la cartera de cuero. Tomó unas hojas de las flores junto a la cama y las depositó sobre el agua. Volvió a dejar el biombo en su sitio y regresó al escritorio. Con el cuenco entre las manos, pronunció las runas del hechizo Antídoto.

ANSE

El agua se agitó un poco, pero no hubo un cambio muy apreciable. El agua tenía cierto fulgor mágico y un brillo verdoso, pero muy difícil de apreciar. Con un poco de temor, el escribano se levantó y de las plantas que había dejado sobre la mesa de trabajo, tomó una que sabía que era ligeramente tóxica. Comió un poco de ella, lo justo para que, si la cosa no salía bien, sólo tuviera un par de días bastante malos en cama. Comenzó a notar los efectos en seguida. Bebió el agua del cuenco y, como si de una panacea se tratase, el malestar desapareció.

Se llevó toda la tarde practicando. Hizo que una flor llegara a pesar tanto como un libro, y un libro como la mesa. Transformó una flor en una semilla y después hizo que esta creciera hasta convertirse, de nuevo, en una flor. Por último, intentó invocar a un Duende de las Flores con ella, pero le fallaron las fuerzas y, justo antes de que el hechizo se le fuera de las manos, invirtió la invocación pronunciando las runas al contrario. La flor cesó su transformación y se marchitó. Knyh tuvo que contenerse para no vomitar. Estaba demasiado cansado, había empleado demasiadas energías y eso le podría costar su salud. Así pues, temeroso de enfermar y cansado, se desvistió y durmió en su cama.

Esa noche mil sueños lo asolaron. Soñó con sus difuntos padres, con su hermano, con los hechizos que había realizado, con los lobos. En este último sueño se enfrentaba a ellos, con magia, y salía peor parado que cuando huyó de ellos. Soñó con una mujer, muy blanca y de cabellos oscuros y ojos negros como la noche. Flotaba y la brisa se arremolinaba a su alrededor. Le habló, pero él no la entendió. Su cansancio lo llevó a una zona más profunda de su sueño, y todo lo que pasó después en él se sumergió en el olvido.
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Re: Habitación de Knyh (Tercer piso)por Knyh, Lun Jun 13, 2016 3:48 pm
El final de una investigación



Los rayos del sol amenazaban los muros de la Torre cuando el escribano entró por la puerta. Subió hasta la tercera planta y abrió la puerta de madera de su habitación. Su ropa no estaba destrozada, como cuando volvió de aquel último viaje al valle. Su rostro no mostraba miedo por el ataque de ninguna criatura salvaje. Estaba cansado. Toda una noche de viaje, desde el Fuerte Lanzanegra hasta la Torre. Hubiera tenido las piernas doloridas y el pulso acelerado si hubiera sido un largo viaje, pero fue algo más que eso. En mitad de la noche, el Valle de los Lobos se hace un territorio peligroso para alguien como Knyh. Evitar el peligro fue lo más sensato, pero lo más cansado. Estuvo caminando toda la noche usando su magia para evitar a los animales salvajes. De modo que estaba cansado por la caminata nocturna, el temor del ataque de un animal y el uso prolongado de sus energías.

Lo que, en un principio, era un viaje para investigar y comprar ropa, había terminado de una forma bastante inesperada. En una taberna de mala muerte del fuerte, un hombre de aspecto rudo se le acercó cuando estaba trabajando. Requirió sus servicios, por supuesto, pero fue una petición un tanto extraña. Exigía información sobre los Vindor. Knyh fue cauto y, gracias a eso, consiguió un buen trato. Le ofreció toda la información que tenía acerca de los Vindor a cambio de su nombre, que resultó ser Alakrad Vindor, y dos pagos: uno antes de partir y otro al regresar.

Había sido un trato redondo, pero no era momento de recontar dinero ni organizar trabajo o investigación alguna. Soltó su cartera en la mesa de trabajo, junto a la puerta, y se dirigió al rincón que usaba de vestidor. Allí, se quitó la capa, la dobló y la guardó. Al ver el cajón tan vacío recordó que había comprado varias mudas en el Fuerte Lanzanegra, de modo que regresó a su cartera y las sacó. Estaban algo arrugadas y habían cogido un olor extraño por culpa de compartir el espacio con el papel y las semillas y plantas que había recogido para su investigación. Dejó la cartera allí y la ropa la guardó en la cómoda, en un cajón diferente a la ropa limpia. Lavaría aquella ropa para quitarles aquel olor. Se desvistió y, exhausto, se sumió en un profundo sueño justo en el instante en el que terminó de caer en la cama.

Despertó a media tarde, y el sol comenzaba su descenso por el oeste. Se levantó con dolor en las extremidades y una ligera, pero molesta, migraña. Se vistió y tomó la ropa que debía lavar entre las manos. No se puso la capa, como era usual, pues no tenía pensado salir de la Torre. Dejó la habitación y tardó mucho en regresar. Ya empezaba la noche cuando volvió con la ropa húmeda, pero limpia, y una buena cena en el estómago. Colgó sobre el biombo la ropa para que terminara de secarse antes de guardarla y que no volvieran a coger malos olores por la humedad.

Esa noche era demasiado tarde para seguir con la investigación. No quería trasnochar para acabarla ya, pues aún tenía tiempo y temía trastocar su horarios de sueños. Una noche sin dormir sería suficiente y, aunque esa noche le costara algo conciliar el sueño, tendría que obligarse. De modo que optó por hacer algo productivo, pero que pudiera acabar antes de dormir.

Fue hasta la estantería y buscó entre sus trabajos el testamento del elfo que le había prometido a Alakrad Vindor, pero no estaba allí, como ya sospechaba. Tendría que escribir a su hermano. Cogió su cartera y sacó todas las plantas y semillas. Las puso sobre el escritorio junto con todas las notas de investigación. Una corriente de aire entró por la ventana e hizo volar algunas. Knyh cerró la ventana, con una calma y serenidad tales que, sin saber qué pasaba por su cabeza en ese momento, no podría haberse entendido su serenidad. Había salido vivo de un encuentro bastante peliagudo, había viajado toda una noche entre bestias sin ser atacado, había conseguido reunir muchísimo dinero en una sola tarde y seguía en la Torre, estudiando. El cumplimiento de todas aquellas cosas había traído una paz a su corazón que no podría haber conseguido de otra forma, pues él era un hombre modesto y conformista. Sabía agradecer lo que tenía y no exageraba sus logros. Por eso, aunque sus últimos días habían sido un éxito, Knyh no estaba emocionado en exceso, sino en paz.

Recogió las hojas que se habían volado y las dejó sobre el escritorio, de nuevo. Ahora no volverían a escapar. Era hora de ponerse a trabajar, pero como escribano, no como investigador. Se sentó en la silla, frente a la mesilla que usaba para su trabajo de escribano. Sacó muchos papeles escritos, algunos en blanco, pluma, tintero, paño para limpiar el plumín, el sello real de ese año y algunas pertenencias que le habían confiado por algún testamento o carta que debía hacer llegar a su destinatario. Algunas eran anillos, collares, pulseras, un cuchillo... Hubo una que llamó la atención del escribano: una botella del tamaño de un dedo meñique con unas gotas de un líquido transparente. El tapón estaba sellado con cera y una marca que no supo reconocer de ninguna casa noble de Garnalia, de modo que no podría abrirlo para saber qué contenía, pero la curiosidad lo acechaba.

Trabajó durante una hora, reorganizando papeles, escribiendo y redactando de forma correcta algunos documentos, agrupándolos todos según el tipo que fuera. Sacó su bolsa y calculó mentalmente cuánto dinero tendría que pagar a los mensajeros para hacer llegar testamentos y cartas a sus destinatarios. Sacó algunas y las puso sobre los papeles que correspondían. Era tarde, pero al día siguiente podría encontrar a alguien para aquella tarea. Cuando hubo terminado todo, se puso a contar el dinero que le sobraba. Seguía siendo mucho. Mucho más del que esperaba sacar en aquella taberna con aspecto de burdel. Ya había conseguido sacar beneficio pese a las compras que había efectuado antes de que el hombre le diera aquel pago por la información, pero cuando metió el dinero de ese hombre en la bolsa ensombreció todo el beneficio anterior. Un único hombre había pagado más que toda su noche de trabajo, y eso lo animaba. No daría para una casa, pero cuando regresase aquel hombre de su viaje (si lo hacía) tendría la otra mitad.

Hasta entonces tendría tiempo para seguir con su vida y sus estudios, su investigación y comenzar sus entrevistas. Ganaría dinero y, aunque quizás no ganara como para comprarse la casa antes de que Alakrad regresase, podría empezar a plantearse alquilarla.

Con una media sonrisa en su rostro, Knyh se desvistió y volvió a dormir. Le costó conciliar el sueño, pero al cabo de un rato pensando en todo lo que había pasado, sus parpados se cerraron y el mundo se hizo mudo. Durmió.

Knyh despertó descansado, sin dolor de cabeza y con ánimos de trabajar. Se dirigió al escritorio y se puso con la investigación. Pasó a limpio, organizó los datos y añadió las ilustraciones. Faltaban algunas, pero por eso tenía allí las semillas. Tomó la maceta de la estantería y la despojó de todas las flores que estaban plantadas. Removió un poco la tierra y plantó las semillas de aquellas plantas. Entonces, con el hechizo de crecimiento, hizo que brotaran y llegaran a su edad adulta en un instante. Ya tenía mucha práctica, de modo que aquello no le supuso cansancio alguno. Le dedicó largas horas a las ilustraciones.

Tuvo que adaptar muchas partes de su modelo inicial, pues había tomado nuevos ejemplares, pero gracias al método que había diseñado el primer día para trabajar, consiguió que todo encajara con coherencia.

Le llevó todo el día terminar. No se saltó las comidas, por supuesto, pero redujo el tiempo que le dedicaba a comer y se subía los cuencos al cuarto. Al llegar la noche, junto a la puerta había una pequeña pila de plantas para tirar, platos sucios para bajar a la cocina y papeles arrugados o rotos. Y su obra estaba acabada.

Con mucho cariño, como un padre bañando a un hijo, Knyh encuadernó todas las hojas. Sacó cola y cuero de su cartera. Cogió el montón de hojas que serían las de el libro y tomó medidas en el cuero para hacer el dobladillo del lomo. Después, una a una, fue pegando las hojas con cola al cuero del lomo. Por último, ajustó el cuerpo de la tapa y dejó secar la cola. El modelo estaba listo, sólo necesitaba un detalle: una buena portada. Encajó sobre el cuero de la portada una tela, aterciopelada, y la pegó con otro pegamento diferente. Le puso peso y dejó reposar unos minutos. El resultado un libro de tapa de cuero y portada de terciopelo, pero sin título.

Con solemnidad, el escribano tomó una herramienta extraña de su cartera. A simple vista parecía un trozo de metal enganchado con una cadena a una piedra o pedernal. Frotó el lápiz sobre la piedra, produciendo un sonido metálico. El metal se calentó, pues ese era el objetivo de aquello. Acercó el lápiz a la portada de terciopelo y escribió con letra clara y limpia: Vegetación del Valle de los Lobos. El calor del metal hundía el terciopelo y dejaba una fina capa plateada por donde pasaba que, al enfriarse, se volvía sólido y se adhería a la tela.

Knyh, orgulloso de haber finalizado su primera obra, se dirigió a su estantería. Le dedicó un último vistazo al libro y lo dejó reposando, a la vista, sobre el estante más alto.

-El primero de muchos.

Vegetación del Valle de los Lobos:

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