Lergand
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Elfo
Nombre : Lergand Esmeralda
Escuela : La Torre
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Cargo especial : Mentalista
Rango de mago : Aprendiz de tercer grado
Clase social : Pueblo llano (antiguo cazador)
Mensajes : 41
Fecha de inscripción : 26/05/2015
Edad : 28
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Una noche de Lunapor Lergand, Sáb Mayo 30, 2015 12:08 am

Corría a toda prisa, un pie tras otro, zancada tras zancada, sin mirar atrás. Apuraba cada segundo en el aire para respirar y hasta no levantar de nuevo el pie del suelo no volvía a tomar aire. No miraba atrás, no se apartaba el pelo de la cara, sólo huía, desesperado. Ignoraba el cansancio, pero la angustia lo asfixiaba como una mano oprimiendo su pecho. El corazón latía, suministrando el poco oxígeno que conseguía a sus músculos, agarrotados por la carrera y el frío. Notaba la presencia asesina, el aliento de la bestia en su nuca. Lo oía respirar y aproximarse, sus pisadas, su aullido...

La noche se cernía sobre él y el bosque. Sólo la luna aportaba una tenue luz para calcular sus pasos y no tropezar con las piedras o ramas caídas sobre la tierra húmeda. Hacía frío, sus músculos lo notaban y sus pulmones le pinchaban a cada bocanada de aire. Tenía la nariz roja y no sentía apenas los dedos de los pies. El miedo y la oscuridad confundían su mente, le hacían ver sombras extrañas y el viento movía las hojas de árboles y arbustos.

Agotado, su cuerpo no se recuperó de un tropiezo y notó el gélido abrazo del barro y la muerte. Intentó levantarse. Inútil. La bestia ya lo había alcanzado. Inmensa y aterradora. Blanca como la nieve y garras como espadas afiladas. Se erguía sobre sus extremidades traseras, imponente. El vaho salía de sus fauces y su aliento apestaba a sangre y muerte. Se le puso encima, lento, como disfrutando del momento. La pobre presa sentía su corazón en el pecho y su latir en los oídos. Un grave ronquido surgía de la garganta de la bestia, hasta soltó un gemido lastimero. ¿De la emoción? ¿De pena? No pudo entenderlo, pero algo en los ojos de la bestia cambió, una chispa se encendió en ellos. Mordió y hundió sus colmillos en sus hombros, obligándolo a gritar de dolor y miedo a la muerte.

Mas no sería aquel su destino, pues la bestia huyó. Confuso por lo sucedido y rozando la inconsciencia por la fatiga y la anemia, el hombre llegó a una torre. Ésta se erguía, orgullosa, por encima de los árboles del valle. Allí pidió asilo y fue acogido por los magos. Fue tratado con amabilidad. Lo llevaron a la enfermería y la mismísima Señora de la Torre acudió. Tras tratar su herida y haber descansado debidamente, fue interrogado sobre los sucesos acaecidos. El hombre les contó por qué viajaba junto a la carreta y sus motivos. Dejó su aldea para ir en busca de su amor. Una muchacha con la que tuvo una aventura romántico en la aldea. Ella estaba de paso, sólo unas semanas en la aldea y se marcharía. Los motivos concretos fueron siempre desconocidos para él, pero no le importaba. Sin previo aviso dejó la posada en la que se hospedaba y marchó.

Tras semanas de viaje encontró aquellos viajeros, a los que acompañó, por mayor seguridad para todos ellos. Dos mercenarios más los acompañaban, contratados para defenderlos de posible ladrones y asaltantes. Fue entonces cuando sucedió el ataque. Viajaban ya de noche, pues no habían encontrado lugar donde hospedarse, cuando un lobo descomunal los asaltó. El conductor del carro fue el primero, que fue despojado de su cabeza. Los dos mercenarios salieron a combatir a la bestia, pero vieron ahogados sus pulmones en su propia sangre, bajo las garras de la bestia. El hombre, temeroso, salió corriendo. Mientras huía, uno de los cuerpos, ya inertes, del último de sus compañeros cayó junto a él. El aullido victorioso de la bestia se cortó cuando, aterrado por la catástrofe, gritó de horror por la visión tan grotesca que había presenciado.

Contó la persecución y el cómo de su milagrosa salvación. La Señora de la Torre, siempre atenta en su relato, guardó silencio un rato, dubitativa. Al superviviente se le concedió una habitación y se le asignaron algunas tareas, como pago. Él, encantado por la segunda oportunidad que la vida le había concedido, trabajaba gustoso. Todo fue calma y alegría hasta una noche. Una noche en la que la luna brillaba, redonda en el cielo. Aunque él no recordaría lo sucedido, ni su transformación en lobo, ni la muerte de un alumno de la Torre, obra de sus colmillos.

Una vez reconocida la licantropía, se tomaron medidas. El hombre fue informado de su nueva condición, aunque no se mencionaría los daños que había causado. Una vez al mes sería encerrado, encadenado y vigilado... Sin embargo esto no fue suficiente. Cada noche que se transformaba se hacía más fuerte, alentado por el aullido de los lobos del valle. Era como si lo llamasen, como si lo reclamasen, el pago...

Su última noche en la Torre no fue tan sangrienta como en la primera luna llena. El vigilante de su celda quedó inconsciente, pero no herido. Y nadie se topó, por suerte, en el camino que tomó el hombre-lobo hasta la salida. Una vez allí corrió, ansioso de libertad, por el bosque. Aulló a la Luna y respiró el aire, bañado por el aroma de otros de los suyos. Corrió en su busca y lo que encontró fue exactamente lo que más ansiaba encontrar. A ella.

A la mañana despertó, ya como humano, tumbado junto a la mujer de la que se había enamorado meses atrás. Por ella había empezado su viaje, por ella había sufrido el ataque, pues ella era la bestia que, reconociéndolo, le perdonó la vida. Le otorgó lo que consideraba su “don”, y que a la vez era lo que les permitiría desde entonces estar juntos.

Desde aquel día, ambos corren felices por el Valle de los Lobos, libres y salvajes. Aullaron a la Luna, cazaron juntos su sustento y el de su familia, sus camadas, su manada...

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