Era el mago oscuro al que había descubierto con Emma. Lo supuse desde el primer instante en que recibí la carta, y, francamente, me sorprendió que se atreviera a escribirme y, aún más, a citarme en el Valle de los Lobos, cuando lo había expulsado en la anterior ocasión de mis territorios bajo amenaza de muerte. No sabía si estaba poniendo a prueba mi paciencia o si realmente tenía algo importante que decirme. Quizás incluso fuera una emboscada. No podía saberlo, pero, si iba a aparecer en el Valle, era mi obligación estar allí para vigilarlo.

Esperé a la medianoche, pues suponía que dada su condición elegiría un ambiente oscuro para presentarse. Me teletransporté a un rincón del bosque alejado de la Torre y, una vez hecho, invoqué una luz que se elevó por encima de los árboles. Sería suficiente para que supiera dónde encontrarme, y yo estaba preparada para reaccionar ante cualquier ataque sorpresa.

Desconocía si Emma había respetado mi orden, pero, al menos, no tenía constancia de que el mago oscuro hubiera vuelto a colarse en tierras cercanas a la Torre. Examinar todos los rincones del Valle de los Lobos era prácticamente imposible, pero había hechizos que facilitaban la tarea, y, en el terreno que bordeaba la escuela, las defensas eran cada vez más fuertes.

Ya no tenía que temer por mi escuela.

Tal como había previsto, el desconocido apareció a los pocos minutos. Vino solo: no vi ni sentí la presencia de nadie más. La capucha le cubría buena parte del rostro, dándole un aspecto todavía más propio de su condición. Lo miré impasible, e impasible lo escuché. «¿Algo que concierne al Concilio?». Supuse que se trataría de algún tipo de amenaza.

—Habla.

Si se había atrevido a exponerse ante mí, o bien lo que tenía que decir era verdaderamente importante o bien estaba seguro de poder vencerme. Fuera como fuese, tenía curiosidad por descubrir qué lo había llevado a presentarse en el Valle de los Lobos, y, sobre todo, quería saber si estaba de algún modo relacionada su visita con mi aprendiza Emma, cosa que era más probable de lo que hubiera querido.

—Y espero que lo que digas sea lo suficientemente importante como para que te permita volver a pisar mis tierras.

«Aunque, tal vez, ya hayas venido otras veces sin que yo me percatara de ello», me dije.

Me habían llegado algunas informaciones sobre el ataque de la Inquisición a Parr, pero sabía que, aunque la población siguiera mayoritariamente los preceptos de la Diosa, la política de Anaë'draýl era muy clara: el Concilio no se inmiscuiría en luchas políticas que afectaran a territorios que no estuvieran bajo su jurisdicción. Así, solo Joseph Winterose se había dirigido a Zhanthé con las pocas fuerzas que logró reunir cuando la Santa Inquisición atacó la ciudad recientemente independiente.

Si no habían acudido a defender, o a reconquistar, la zona de Zhanthé, más extensa y poderosa —y propiedad del hijo de un archimago, antiguo alumno de mi escuela—, tampoco se molestarían en defender Parr. «Aunque, dada la ubicación de la isla...». Era un punto estratégico para navegantes y comerciantes, desde el que podían acceder muy fácilmente a la costa de las Islas Negras, o, incluso, al Reino Élfico. Si el Presidente consideraba que su conquista podía poner en peligro sus intereses, intervendría; si no lo amedrentaba la cercanía de la Inquisición, abandonaría la isla a su suerte.

Lo verdaderamente curioso, sin embargo, era que fuera un mago oscuro quien me pidiera protección para los adoradores de la Diosa que residían en Parr. De alguna forma u otra, que el Concilio interviniera debía complacer los intereses del traidor, pero ¿de qué manera? Tal vez fuera una trampa, una simple forma de mantenernos entretenidos mientras las hordas del Dios tomaban Ekhleer, o cualquiera de las escuelas. Algo similar habían hecho los Seis Secretos: aprovecharon el ataque de la Inquisición al Lago de la Luna para matar a Shewë cuando el Concilio estaba desprotegido.

—No veo de qué forma te incumbe este asunto. En nada debería importante un combate entre dos enemigos: los de la Diosa y los de la Inquisición.

El mago oscuro tenía dos actitudes que me desesperaban: la primera, alterarse con demasiada rapidez; la segunda, dar por supuesto lo que no había dicho. Y no me gustó nada que amenazara con instar a la Necravia a conquistar la isla de Parr. Aunque dijera que el motivo para pedirme que defendiera la isla era su aversión a la Inquisición, compartida por todos los magos, yo no podía saber si mentía, o si alguien lo obligaba a decir esas palabras.

De cualquier modo, el tono con el que hablaba era de desesperación, y esto, sumado a su extraña inquietud, me hizo prestar casi más atención a su estado físico que a sus palabras. «Esto deberías decírselo a Anaë'draýl, no a mí». Pero yo sabía que el elfo ni siquiera se detendría a escucharlo. Lo máximo que yo podía hacer desde mi posición era escribir cartas y solicitar una ayuda, nada más. No tenía un ejército a mi disposición, más allá de los que vigilaban la escuela, y mi ámbito de dominio se reducía, pese a mi puesto en el Concilio, a la escuela que dirigía.

—Mi necia actitud no perjudicará a Parr como la necia actitud de otros...

Si las fuerzas del Reino Élfico y las de Garnalia Norte, las fuerzas de Aliwen y Crescent, se sumaran, entonces podría cambiar la suerte de la isla. Podía escribirles a ellos, y así no habría que depender de las decisiones de Anaë'draýl. Esto, sin embargo, tenía varios inconvenientes. En primer lugar, no hacía tanto tiempo que ambos reinos se habían visto envueltos en la guerra contra Félix y los Seis Secretos, de la que desconocía si se habrían recuperado. En segundo lugar, si efectivamente la intervención en Parr era una trampa perpetrada por la Necravia, estaría arriesgando las vidas de dos aprendices míos, y también la seguridad de sus reinos.

No era una decisión que pudiera tomarse sin meditar previamente sus posibles consecuencias. Pensaba en qué responderle al mago cuando reparé en la sangre que caía de su ojo. Sorprendida, fruncí el ceño. Al principio pensé que estaba herido, pero luego vi que el iris del ojo que sangraba era también rojo, y no recordaba que ese fuera de ninguna manera su color natural. «Ha de ser una maldición».

—Estás sangrando —dije, solamente.

Y esperé por su reacción, pues las experiencias que había tenido en otros tiempos con personas malditas o bajo los efectos de algún hechizo oscuro me habían enseñado a no actuar ni socorrer a la víctima hasta estar segura de cuál era la naturaleza del mismo.

Deduje por sus palabras, y también por la llamativa presencia del color rojo en su iris, que la maldición que sufría había sido realizada con ayuda del elemento fuego. Y parecía tener asumido que esto iba a matarlo, una resignación que se me antojaba extraña en un mago oscuro y terrible en un hombre joven.

Entonces, observé, no sin cierta sorpresa, cómo se dejaba el pecho al descubierto, y reconocí en él la marca de la Orden de San Yago, que, según tenía noticias, era la menos sanguinaria de la Santa Inquisición. En unos pocos minutos, el mago oscuro había conseguido desconcertarme dos veces, y fue, quizás, este hecho lo que me hizo ganar cierta confianza ante sus palabras. ¿Qué mago se arriesgaría a inmiscuirse entre las filas de la Inquisición si no creía firmemente en sus convicciones? Tal vez aquella marca la hubiera trazado en su piel él mismo, pero ni sus palabras ni sus gestos eran los propios de un mentiroso.

«La Santa Inquisición es cada vez más fuerte... Es obvio que no podemos olvidarnos de ella». Sin embargo, el Concilio siempre se había centrado en la lucha contra la Necravia, y solo había empezado a tomar en cuenta a los otros enemigos cuando los Seis Secretos supusieron una amenaza real para la magia (y para el Reino Élfico).

—Que la Inquisición debe desaparecer y que hay que desarticular cuanto antes las órdenes más sanguinarias son verdades indiscutibles. Y créeme, si fuera por mí, hace mucho tiempo que habría atacado Las Horcas.

No mentía. Me había criado en Garnalia y conocía desde niña los crímenes de la Santa Fe. Verdaderamente deseaba luchar ya no solo por la defensa de Parr, sino por la eliminación de toda la Inquisición, de todas las ejecuciones injustas que se celebraban casi a diario como si la quema de una persona fuera el más atractivo de los espectáculos.

Pero tenía menos poder del que quería y más obligaciones de las que me habría gustado.

—Casi todas las maldiciones pueden ser contrarrestadas —le dije, aunque ayudar al enemigo no era algo que, en circunstancias normales, estuviera dentro de mis planes.

Los nombres... Era evidente que cualquier mago sabía que las palabras eran los elementos que hacían funcionar el mundo, y también lo sabía cualquier persona letrada aunque no poseyera el don de la magia —¿o de qué manera, si no es mediante el lenguaje, se produce el pensamiento?—. De palabras arcanas se constituía la magia, y de todas ellas seis nombres eran importantes, y eran los nombres con los que se nombraban a los cuatro elementos y al poder divino de la Diosa y al poder maligno del Dios.

Pero toda la tradición mágica, todos los estudios sobre el origen y la importancia de la magia, decían que la Luz y la Oscuridad estaban por encima de todos los elementos, de todas las cosas, y por eso la fuerza de la Luz y de la Oscuridad, la acción de la Luz y la Oscuridad, recaía sobre los archimagos y sobre los nigromantes, y algunos estudiosos se referían a estos dones especiales como "el nombre de la Luz" y "el nombre de la Oscuridad". Los otros cuatro elementos habían sido considerado siempre inferiores; los cimientos de la magia, imprescindibles pero no importantes.

Que hubiera cuatro nombres y que estos, por lo que pude deducir de las palabras del mago, solo pudieran ser portados por una persona, y que estos no obedecieran a la voluntad divina, era algo de lo que yo no tenía noticia. Y, sin embargo, había que poseer grandes conocimientos acerca del mundo arcano para saber que algunos estudios de autores muy complejos y elevados llamaban a los dones divinos "nombres".

Yo no podía negar que aquella rueda de fuego era más intensa que la de cualquier otro mago; más aún, quizás, que la de un Mago Rojo (y, si no la superaba en intensidad, al menos era distinta su naturaleza).

Y entonces, sin que yo pudiera decir nada, el mago se transformó. En un dragón.

Y esta tercera o cuarta ocasión en la que me desconcertó fue la más asombrosa de todas. Sin palabras, escuché su explicación, la explicación del dragón dorado, que decía haber sido encantado por un nigromante. «Solo un nigromante muy poderoso, excesivamente poderoso, en circunstancias verdaderamente especiales, podría conseguir que un cuerpo humano y un cuerpo de dragón se solaparan, y que estos fueran uno, como el hombre y el lobo, y que pudiera elegir entre una forma u otra el individuo a voluntad».

—No lo puedo creer —dije, sin poder evitarlo—. ¿Quién fue? ¿Quién fue capaz de hacer... un hechizo de esta magnitud?

La curiosidad por saber si aquello era posible dentro de los límites de la magia era superior a cualquier otro sentimiento. Y es que, si había sobre la faz de la tierra un nigromante capaz de hacer algo como aquello, tendríamos un grave problema.

Había una leyenda popular sobre el origen de la magia que hablaba de los dos primeros magos del mundo: una la encarnación de la Diosa, otro la encarnación del Dios. Había otra que decía que los primeros magos fueron veinticuatro: doce archimagos y doce nigromantes. Y otro cuento, de los menos populares, decía que luz y oscuridad habían estado unidos en los inicios, y que las dos grandes fuerzas se habían apropiado del alma de un solo ser.

Las tres historias no eran más que ficción. Al menos yo no había visto otra cosa que ficción en ellas. Y, sin embargo, ahora había aparecido un enano desconocido en el Valle —¡un enano en estas tierras de magia!—, que llevaba quizás ya un tiempo escuchando nuestra conversación, y que me habló de un hombre que era al mismo tiempo archimago y nigromante; ¿cómo era posible tal cosa? ¿Qué persona lúcida podría creerse algo como aquello? El alma no estaría preparada para soportar tanto poder...

Pero vi al dragón. Un hombre que era hombre y dragón al mismo tiempo; esto podría haber sido fruto de muchos nigromantes, pero que, además, latiera en él una llama tan intensa y tan distinta a todos los fuegos conocidos era casi inexplicable. Todo aquello parecía salido de un sueño loco, y ya hasta dudaba de que yo estuviera cuerda, o despierta.

—No es posible. No es posible que un hombre que es nigromante y archimago al mismo tiempo, y que además es inmortal, ande vivo por el mundo todavía, ni que existan esos «nombres» de los que hablas. Y no es posible que tú lo sepas..., ¿Ykeon?, cuando el Concilio no tiene noticia de ello.

«Pero ¿y la Necravia? ¿Y si fuera un secreto guardado por ellos?». Si tomaba en serio todo lo que estaba sucediendo, nuevos peligros iban a cernirse sobre nosotros.

Callé, durante unos momentos. Desconocía la profecía de Ykeon, pero, desde que recibí el aviso de aquel espíritu en la escuela del Lago de la Luna y fui al Templo sin Nombre a comprobar que fuera cierto, no había dejado de pensar en aquella profecía, de la que alguna de las partes podía haber sido cumplida ya. De modo que me prometí recordar las palabras del enano: ciertas o falsas, convenía tenerlas en cuenta. Dicen que siempre hay una verdad escondida detrás de cualquier mentira.

«Tahros». El viejo nigromante Tahros. ¿No era acaso una locura fiarse de la palabra de alguien que se relacionaba con un brujo de semejante calaña? Pero yo recordaba a aquel hombre que se había presentado en el Concilio y, sin apenas esfuerzo, había doblegado a doce archimagos. No podía descartar la posibilidad —quizás algo ingenua— de que aquellos nombres fueran la clave para impedir la destrucción que estaba por llegar; y tal vez incluso la Necravia creía verse perjudicada por tal destrucción, y quisieran frenarla. Unir fuerzas... Tenía noticia de que ya habían luchado juntos Concilio, Norte y Necravia en la batalla de la Muralla, contra nuestro enemigo común: los Seis Secretos. Pero ¡cuán peligroso era unir fuerzas con quien no tiene ni principios ni honor!

—Si ese hombre existe, quiero encontrarlo y verlo con mis propios ojos. Investigaré sobre el grado de verdad que pueda haber en todo lo que aquí se ha dicho... Y sí, ya todos sabemos que los dioses hablaron, y son muchas las desgracias que se auguran. Que sepa la Necravia que, frente a lo que está por venir, es tan víctima como todos nosotros.

Era curioso hablar con un enano de asuntos tan ligados con el mundo de la magia. Muy probablemente sus conocimientos acerca de nuestras artes fueran muy escasos, y usara términos erróneos para referirse a cosas que sí se conocían.

—¿Cuántos seres vivos, que conozcas, han hablado alguna vez con el primer mago?