[P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18]

Oráculo
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Recuerdo del primer mensaje :

[P. PR] Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg (Priv. Cres y Cathy) [+18] - Página 2 NHGFH7i






Llueve suavemente sobre el Lago Elaciarg. Una tarde de nubarrones grises se cierne sobre el norte. No ha nevado, y los árboles conservan su color verde oscuro. Con las montañas del Förstgard que se ven a lo lejos, no sucede lo mismo; están cubiertas de nieve, desde la base hasta la cumbre.

El olor a hierba mojada inunda el ambiente, y las aguas del lago se mecen con lentitud, serenas. La lluvia canta; de vez en cuando, resuena algún trueno procedente de algún rincón tras las montañas.

Dada la distancia entre el lago y la ciudad, no suele haber nadie por la zona. Esa tarde, debido a las inclemencias del tiempo, todo está vacío. El viento balancea las ramas húmedas de los árboles y el musgo se adhiere a las rocas.


Catherine
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No quería que viera la cicatriz desastrosa, e intenté impedirlo en el último momento. Ya no podía pensar con claridad. Me avergonzaba el aspecto de la herida. «¿Pero acaso importa ya? ¿Van a seguir las huellas del pasado coartando mi libertad?». Dejé que el traje cayera al suelo. Mientras él me besaba y yo lo desvestía, pensé en muchas cosas, y no todas eran agradables.

Pensé en la sociedad. Me oprimió la conciencia con sus cadenas pesadas, ralentizando mis movimientos, asaltándome con incertidumbres y tristezas. Sabía lo que dirían de mí si lo supieran, sabía quién cargaría con el peso de la deshonra, para quién serían las acusaciones, las responsabilidades, los insultos, ¿y quién aceptaría como justificación para el pecado el nombre del amor?

«Nadie lo aceptaría, Cathy, solo tú. Y él». Habría querido gritarle al mundo que era suficiente con eso, pero conocía de primera mano la tortura de las humillaciones, el poder demoledor de las palabras y las púas afiladas de la presión social. Conocía la crueldad, el regocijo que encontraban tantos en hundir a otros. ¿Cuántas veces me dije a mí misma, en la soledad del Bosque Dorado, que no importaban las palabras necias, que no debía escuchar los argumentos infundados, los juicios sin razón? ¿Y cuántas veces lo pensé mientras lloraba, con el corazón desgarrado, sintiéndome débil, muerta, olvidada, rechazada, merecedora de todos los infortunios?

Los dedos me caminaron, libres, por la plenitud de su pecho; la nieve de su piel también estaba interrumpida por zanjas sinuosas, por cicatrices de artes negras, por cicatrices viejas de los tiempos del héroe. Yo no era la única. A él también lo habían destrozado tantas veces, tantas… Lo besé, lo besé en el pecho. «¿Me quería ya entonces…?».

El corazón le corría como loco, pero no veía en él los miedos que yo tenía, y sus caricias avanzaban decididas por mi cuerpo. «Nadie lo atacaría a él. La culpa sería solo mía». Lo decían las leyes en las que nos habíamos criado, lo dejaban caer los escritores en sus libros, los sacerdotes en sus sermones sobre la honra, la dignidad y la moral. No podía compartir el lecho con un hombre que no fuera mi esposo; el límite estaba en las cartas de amor, en los besos discretos. Él no era mi marido, lo que sintiéramos no tenía validez a los ojos de nadie. «¿Y qué? ¿Qué más da? Eso no impide que lo ame».

Lo apreté contra mí, para sentirlo y que me sintiera. ¡Estaba cansada de los prejuicios, de las cargas, de las culpas! ¡Estaba cansada de recordar día tras día todo lo que me habían dicho, durante meses o incluso años, William y Shewë para desalentarme, para ir desmontando pedazo a pedazo cada una de mis ilusiones! ¡Cansada de vivir en una represión constante de mis deseos! Y quería vivir, sentir, permitirme el lujo de amar a Cres durante el resto de mis días, ser feliz, y no pensar esa noche en nadie más que en él, y no quererlo más que a él, y el tiempo… ¡El tiempo podía hacer con el mundo lo que quisiera! Por mí podían perderse las leyes en sus pozos vacíos, las horas deshacerse en la nada…

Cres, mi Cres… —susurré.

Quería ser libre, y sería libre, por duras que fueran luego las consecuencias. Me prohibían aprender a leer, y leí. Me decían que la magia era el peor de los pecados, y me consagré a ella. No podía traer el alma de un muerto de regreso al mundo, y lo hice; no podía andar sola por los caminos de Garnalia, y sola fui de la Torre hasta Wölfkrone, y desde Wölfkrone hasta Ekhleer. No debía decir nada en contra del Concilio, y le escribí a Narshel, y se lo conté a Cres. No debía esperar cinco años en las almenas el día en que él me quisiera, pero esperé.

«Nunca me he detenido, no me detendré ahora». Me levantó del suelo y me llevó a la cama, que era vieja, incómoda, y más pequeña de lo que habría sido conveniente. Mi espalda cayó sobre las sábanas blancas, sus brazos anclados en mi cintura, y fuera, el mundo de Wölfkrone esperando un verano que nunca llegaba. Como la lava de un volcán, como lenguas de fuego, se abalanzaron sobre mi piel sus labios cargados de anhelo.

Un suspiro, y contenía la respiración, y luego, nada.

Escalaban mis manos como madreselvas por las tapias de sus brazos, y sus ojos se me antojaron puro fuego, fuego rojo, y bebí de ese fuego, le robé de los labios las palabras nunca dichas, los deseos callados. Entre el baile de las sábanas, hundí las uñas en su espalda, desgarrándole el alma, y todo mi ser flotaba en su ser, y éramos como dos piezas maltrechas que hubieran encontrado en su unión la forma de espantar sus miedos.

El hilo que unía mis pensamientos se fue deshaciendo…

Todo fue poesía. No había otra cosa que el lenguaje lírico para describir las sensaciones, la exaltación de las emociones, la pasión desbordada. El filo de su barba enrojecía mi cuerpo, en una mezcla dulce de suspiros y agonías. Testigo fue la lumbre de nuestro duelo de besos, de caricias y mordiscos, de perfumes y amapolas, espadas y rosas, versos y melodías, y en el cielo, una luna tímida, más allá de las maderas del techo. ¡Cómo profería la cama en el transcurso de la noche quejidos tan quedos!

Y el viento, el viento… Tronaban los truenos a lo lejos. A lo lejos. A lo lejos el corcel resoplaba, la naturaleza entonaba sus salmos. Y yo bajo su cuerpo fui una nube de escalofríos; estaba su nombre impreso en mi alma, su rostro impreso en mis ojos, sus huellas impresas en mi piel.

Nada dije, nada. Todas las palabras se ahogaban en mi garganta. Lo recibí en mis entrañas, al mismo tiempo, con la furia de un volcán y con la suave ternura del vuelo de una mariposa. La estancia se quedó en penumbra, entre voces y silencios, la libertad como nuestra única bandera, el amor ardiendo como un sol en el fondo de nuestras pupilas negras.

Y más tarde, llegó la calma…

Azucaré sus labios con un tierno beso, le revolví el pelo con las manos, y le sonreí. Mi corazón latía con normalidad. Estaba tranquila. Más allá de las paredes, continuaba la tormenta, pero dentro todo era paz. Dentro de la casa y dentro de mi pensamiento.

Tal vez acabara de cometer un atroz pecado, tal vez hubiera perdido la dignidad a ojos de los demás, tal vez acabara de ganarme ese infierno del que hablaba la Santa Inquisición. Pero si sucedió alguna de esas cosas en aquel instante, no lo noté.

Estaba bien. Estaba feliz...

Y estaba enamorada.

Crescent fon Wolfkrone
Crescent fon Wolfkrone
Señor de los lobos (humano)
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Después de hacerle el amor sobre el jergón duro, sobre una cama que crujía con cada uno de nuestros movimientos, me quedé todavía encima de ella, todavía entre sus piernas, me quedé mirándola, y tenía tanto calor que me parecía increíble que continuáramos en Wölfkrone. Pero no me dejó apenas un respiro antes de volver a besarme, y acabé hundiendo la cara en su cabellera, que, esparcida sobre la vieja sábana, parecía un mar de olas naranjas. Deposité en su cuello otro par de besos.

Durante cinco años nos habíamos tratado desde la distancia y el respeto, con escasas muestras de cariño, guardando un amor callado. Había sido mi compañera de estudios, la amiga con la que siempre me reencontraba el destino y de la que siempre me separaba. Y ahora estaba allí, tendida en la cama, desnuda entre mis brazos, abierta como una flor, blanca como una paloma.

Acaricié la pluma del collar, con la mirada ausente. Era difícil encontrar un Iris del Manantial en Wölfkrone, pero me habría gustado que hubieran cantado esa tarde, y que la tarde hubiera sido soleada, y que al caer la noche acabáramos en una cama blanda, entre paredes de piedra, con alfombras, con velas o una chimenea en condiciones, con doseles, mantas, algo para beber, algo para comer, y un techo por el que no se filtrara el agua, y muebles más sólidos y más silenciosos.

Pero no habíamos tenido nada de eso. Podría haberme disculpado, pero yo no había planeado que acabaríamos de aquella manera. De modo que solo le dije lo siguiente:

Creo que la próxima vez será mejor probar con las camas de palacio.

Le sonreí, lanzándole una mirada cómplice, y después escuché a Cobalto relinchar fuera, inquieto. Me levanté de la cama y, con un par de pasos, salvé la distancia que me separaba de la mesa, estiré la mano hacia el cristal de la ventana y leí la runa para abrirla, y se abrió, como esperaba, con otro crujido más.

El viento y la lluvia me dieron de lleno en la cara, y agradecí el frío. Rodé la mesa para apartarla de la pared, la rodeé y apoyé las manos en la ventana, asomándome. El caballo, al verme, acercó su cabeza y lo acaricié. No estaba, en absoluto, frío, pues también sobre él había usado el hechizo de temperatura para que no se sintiera molesto por el clima de tormenta. Resopló. Tenía las orejas levantadas y golpeaba ligeramente el suelo con las patas.

Miré a mi alrededor, en busca de algo que pudiera estar poniéndolo nervioso. Pero no vi nada; las nubes cubrían la luna y las estrellas, y la única luz procedía del fuego de la chimenea, y era una luz muy débil. Tampoco había más ruido que el del viento y el de la lluvia.

¿Qué te pasa? —le pregunté, en un susurro.

Cobalto me ignoró y se fue al abrevadero. Lo escuché beber agua. «Será que no soporta estar mucho tiempo quieto». No había día ni noche que no estuviera deseoso de galopar, y a veces me preguntaba cuándo dormía, si es que dormía alguna vez.


Madre mía, hay hasta charcos.

Giré la cabeza y vi a Cathy saltando uno que se había formado en el centro de la estancia. Después, se colocó junto a mí en la ventana y me agarró del brazo.

Cobalto está inquieto —le comenté—. Si fuera por él, se iría a galopar ahora mismo. Pero creo que será mejor irnos cuando amanezca. Bueno, si no te importan los charcos. Ni la cama sin almohada. Ni el olor a humedad, los ruidos, la tensión de no saber qué se caerá primero... —añadí, bromeando.

Ella se rio y yo volví a cerrar la ventana.


Claro que no me importa; he dormido en sitios peores.

Me quedo más tranquilo.

Me puso entonces las manos sobre los hombros, nos acercamos y, una vez más, me besó.

~ o ~

Cuando abrí los ojos, ya había dejado de llover, la luz entraba por las ventanas y notaba un suave dolor en la espalda, probablemente a causa de las condiciones de la cama en la que había dormido. Tardé un buen rato en terminar de despertarme, estiré un brazo en busca de Cathy, pero mi mano dio con el jergón vacío. No estaba en el otro lado de la cama.

Me incorporé, me peiné un poco el pelo con las manos y mis ojos recorrieron la totalidad de la casa. No estaba, ni tampoco estaba su vestido, pero sí vi la capa y los guantes donde los había dejado la tarde anterior. Y la puerta estaba abierta. «Habrá ido a tomar el aire».

Me vestí apresuradamente, salí de la cabaña y la busqué; fui hasta Cobalto y no la vi. Tampoco la vi entre los árboles, ni en los alrededores de la casa. El caballo no dejaba de balancear la cola.

¡Cathy! —la llamé.

Nadie me respondió, y entonces empecé a asustarme, recordé ciertas advertencias, entré en la casa para coger la espada y salí de nuevo.

Catherine
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Apenas dormí un par de horas esa noche; en cuanto entraron por la ventana las primeras luces del alba, me desperté y ya no pude volver a conciliar el sueño. Cres seguía profundamente dormido, por lo que decidí levantarme de la cama en silencio, con cuidado para no despertarlo, me vestí y, haciendo el menor ruido posible, fui hasta la puerta y la abrí con lentitud. Esta crujió, pero el ruido no despertó a mi príncipe, y entonces, tras dirigirle una fugaz mirada, salí de la cabaña.

Era la mañana más bonita que había visto nunca. Ya no llovía, y las nubes no eran tan densas, pero todavía olía a tierra y a hierba mojada, continuaban los charcos fuera y dentro de la cabaña, y corría una brisa agradable. Respiré el aire puro del bosque. Estaba feliz, emocionada, quería quedarme allí para siempre, y el lago Elaciarg sería para mí, desde ese instante, el lugar más bonito del universo.

Me quedé largos minutos con los ojos perdidos entre las ramas de los árboles y una sonrisa tonta en los labios, mientras recordaba cada una de las cosas que había vivido la noche anterior, todo lo que sentí, todo. Y solo cuando salí de este ensueño de los recuerdos, me di cuenta del hambre que tenía. «No como nada desde el almuerzo de ayer». En la vieja cabaña no había ningún tipo de alimento, ni tampoco había visto en el bosque ningún árbol frutal, ni nada que se le pareciera. Así que se me ocurrió merodear por los alrededores en busca de algo que pudiera transformar en una manzana con un sencillo conjuro del Libro de la Tierra.

Empecé a andar y me interné en la espesura, entre los árboles. La tarde anterior no había caído en la cuenta de lo altos que eran. La brisa balanceaba los picos y, en algún lugar, los pájaros cantaban, aunque no podía ver ninguno de ellos. Me levanté la falda del vestido para cruzar los charcos, pero no pude evitar que los bordes acabaran manchándose con la tierra.

Mientras andaba, fui fijándome en todos los detalles del entorno. Mis conocimientos de transformación eran muy limitados, pero, en el entorno natural en el que me encontraba, no sería difícil convertir una hoja en una manzana. Pero tenía que encontrar una hoja que, a ser posible, estuviera en buen estado.

Avancé unos cuantos pasos más, descendiendo con cuidado por la cuesta que habíamos subido la tarde anterior con Cobalto. Escuché un graznido, el bosque estaba solitario. Para no resbalarme por la tierra mojada, fui apoyándome en los troncos húmedos de los árboles. A unos pocos metros de distancia, distinguí unos arbustos pequeños entre rocas cubiertas de musgo. El verde de las hojas parecía más vivo que el color oscuro que teñía las copas de los árboles.

En un par de pasos, estuve frente al arbusto, me agaché, y empecé a rebuscar entre las hojas. Detrás de mí, se erigía un árbol de tronco grueso y ramas amplias, y desde esas ramas, caían ocasionalmente gotas de agua, que producían al caer un sonido como el de la lluvia sobre la madera, pero más suave, más lento y más delicado.

Suspiré. Entre el tejido dulce de mis pensamientos, de vez en cuando pululaba alguna idea oscura. «No he hecho nada malo. No siento que haya hecho nada malo». Aparté un par de ramas y fui examinando las hojas, en busca de la más bonita, la más saludable, pensando en las runas que tenía que utilizar, y en la forma que quería que tuviera la manzana, y en su color rojo... y el color rojo me llevaba inevitablemente a los ojos de Cres, y entonces, sin apenas ser consciente de ello, mi atención se desviaba a otros asuntos, y estaba recordando sus manos, su pecho... «¿Qué puede haber de malo en esto?».

Nada, por supuesto que nada. No me sentía avergonzada, no me sentía culpable, sino todo lo contrario. Me sentía mejor que nunca; acababa de superar uno de mis miedos más antiguos. «He vencido», me dije, y arranqué una de las hojas. «He vencido sobre mí misma, he vencido sobre todos los temores que William me despertó». Arranqué otra, y otra más. «Una para mí, otra para Cres... y bueno, supongo que Cobalto no rechazará un par de manzanas».

Al final terminé arrancando siete. En favor de la comodidad, me despreocupé por completo del vestido y me senté en la tierra, dispuse las siete hojas sobre mi regazo y me centré en ellas. Hacía mucho tiempo que no hacía un conjuro como aquel; en las últimas semanas, mi magia la había centrado en heridas y en nada más que heridas.

Eran Ash, Näm, Uvd, Revé y Zyn...

Me sentía como si volviera a tener quince años y me dispusiera a practicar para la Prueba de la Tierra. Cogí la primera de las hojas y enfoqué mi mirada en ella. Me centré en el objeto, dejé fluir la magia por mis manos, y me dispuse a visualizar la manzana. Lo más difícil fue mantener la mente despejada, pero, al fin, lo logré, y escaparon entonces las runas de mis labios:

Ash Nän Uv Reve Zyn

Y funcionó. En unos instantes, la hoja verde se transformó en una manzana totalmente roja. Presentaba un buen aspecto, por lo que, satisfecha con el resultado, procedí a hacer lo mismo con las restantes, y acabé con siete manzanas brillantes sobre el regazo. Y ninguna molestia en las heridas. Al menos al principio. Cuando fui a incorporarme, noté una punzada de dolor en el vientre, pero se apagó al cabo de unos segundos.

«Vamos, Cathy», me animé a mí misma. Como no podía cargar con todas las manzanas en las manos, aproveché la amplitud de la falda para cargarlas en ella, tomando la tela con los dedos a la altura de las rodillas. Me levanté y me dispuse a regresar al claro de la cabaña, pero entonces volví a escuchar otro graznido, más cercano, y otro más. Me giré. No venían de la dirección en la que se encontraba la casa, sino del otro lado. Vi una sombra fugaz entre los árboles. «Solo son pájaros. Pájaros negros, nada más».

Pero algo me inquietaba. Lentamente, con cuidado, avancé un par de pasos. Las manzanas se balanceaban en mi falda, y sopló una brisa que me revolvió el pelo. Otro graznido más, otra sombra negra. A medida que me acercaba, el aire se iba impregnando de un olor desagradable...

Y entonces, al bordear un árbol, lo vi. Conté dos, tres, tal vez cuatro cuervos picoteando un cuerpo muerto. Un cuerpo azul, de largas alas azules, tendido sobre sangre roja. Era una de esas aves azules del norte, que parecían águilas del color del mar. Cres las había llamado fågelblaun. Visto de cerca, tendido sobre el suelo, el pájaro era una criatura preciosa e imponente, o lo habría sido de no haber estado muerto y con las aves carroñeras alimentándose de su carne. Y era todavía más grande de lo que había supuesto.

Sentí lástima por el pájaro, y algo más que lástima; me sentí inquieta, incluso asustada, y estuve tentada de lanzarme a curarlo, aunque sabía que ya estaba muerto. «Puede que se haya chocado con los árboles durante la tormenta...». Sopló el viento y los cuervos revolotearon, y luego extendieron sus alas negras y pasaron cerca de mí. Cerré los ojos un momento, y luego los vi sobrevolar los árboles.

Y escuché la voz de un hombre gritar entre el viento:


¡Cathy!

«Cres», reconocí, sobresaltada. «Oh, Cres». A punto estuvieron de caerse las manzanas. Salí corriendo, todo lo rápido que me permitían las piernas, subí la cuesta, preocupada, y todo lo hice tan deprisa que acabé olvidándome de las manzanas y, cuando llegué al claro, ya solo me quedaban cuatro en la falda.

Lo vi de pie a poca distancia de la puerta, con la camisa puesta y el jubón sin abrochar, y la espada en la mano. No advertí a su alrededor ningún peligro, todo estaba tal como lo dejé, no había nadie más, y respiré, profundamente aliviada. Me acerqué a él con pasos lentos, para que no se me cayeran las cuatro manzanas, y, cuando llegué a su lado, levanté la cabeza para mirarlo a los ojos.

Pensé que llegaría antes de que te despertaras —le dije, y le sonreí tímidamente—. Fui a buscar algo para el desayuno. O, mejor dicho, a transformar algo en el desayuno.

Crescent fon Wolfkrone
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Fueron minutos lentos y largos los que Cathy tardó en aparecer de entre los árboles, corriendo, y cargando algo en su falda. «Gracias a Svea», pensé. Estaba bien. Estaba bien, solo tenía cuatro manzanas en su falda, no le había pasado nada. Por un momento había vuelto a recordarla tal como la vi en aquella terrible ilusión, tumbada en el suelo, la lanza clavada en el abdomen, sangre en su rostro, sangre en su cuerpo, y su mano, ya débil y fría, aferrando la mía.

En cuanto estuvo a mi lado, me acerqué para besarla.

No sabía dónde estabas. —Agaché la cabeza y cogí las manzanas—. Gracias. —Las examiné; eran rojas y bonitas, como las que crecían en el Centro—. El Libro de la Tierra, ¿no?

Ella asintió, mientras se sacudía la tierra de las faldas. Y entonces me explicó que al principio habían sido siete, pero que tres las había perdido por el camino; que las había conseguido transformando las hojas de un arbusto; que no sabía si serían de mi agrado, o del agrado de Cobalto. Por toda respuesta, le tendí una de las manzanas y le di un mordisco a otra. Estaba deliciosa. Todo lo deliciosa que podía estar una manzana.

A mi caballo le di las dos restantes, y las devoró rápido. Cathy y yo, sentados en unas piedras que había cerca, nos dimos un tiempo más para terminarlas, tiempo que aprovechamos para hablar de temas intrascendentes, y ella no dejaba de sonreír, con los labios y con la mirada. Se le habían formado nuevas ondas en el pelo, tal vez a causa de la humedad, y el sol le arrancaba bonitos brillos a cada mechón de su melena. «No quiero que regrese ni a la Torre ni al Reino Élfico. Quiero que se quede aquí, donde yo pueda velar por su seguridad, porque ya no sé si podemos fiarnos de alguien más que de nosotros mismos».

Se quedó en silencio unos momentos. Sus labios rosados acariciaban dulcemente la piel de la manzana. No comentamos nada sobre lo que había pasado, pero no era necesario; las miradas lo decían todo. «Yo nunca intentaría retenerla, pero sé que ella también quiere quedarse. Le gustaría tanto como a mí que nuestros días y nuestras noches fueran todos como estos». Bromeó sobre los charcos y las goteras de la casa, y yo sonreí al escucharla, mientras seguían fluyendo mis pensamientos. La suave brisa jugaba con el contorno de su falda. «Me casaré con ella», resolví. «Le pediré matrimonio ahora mismo. No solo porque es lo honorable. Si nos casamos, esta será su casa; ya no tendrá motivos para irse. La haría mi princesa, y entonces ya no sería yo el único que la protegiera, sino que contaría con la protección de todo un reino. Viviría conmigo con todos los honores, como mi esposa, la madre de los hijos que pudiéramos tener».

Le di un último mordisco a la fruta y tiré los restos al suelo. «Seríamos felices. Es lo que quiero hacer». Decidí, sin embargo, no decírselo en ese momento. Lo haría esa noche, esa misma noche, en otro contexto y de otra manera.

Vamos a recoger las cosas para volver a palacio —dije, cuando vi que ella había terminado.

Y eso fue lo que hicimos: ordenamos la mesa, la cama, el baúl, y recogimos los libros, los guantes y las capas. Yo me abroché el cinto de la espada y Cathy cogió el puñal dorado. Sequé los charcos, apagué el fuego de la chimenea y, con un par de conjuros rudimentarios, tapé las goteras de la casa. Una vez estuvo todo en su sitio, justo antes de salir, nos quedamos unos segundos quietos en el umbral, mirando el interior de la casa, que se disponía nuevamente a pasar una temporada vacía.

Al cerrar la puerta y girar la llave en la cerradura, sentí cierta pena por tener que irnos ya. Ella probablemente estaba sintiendo lo mismo, porque me tomó de la mano y me susurró:


Nunca olvidaré esta noche de lluvia sobre la cabaña y el lago... ¿Volveremos?

Yo tampoco —respondí, al instante—. Y sí, volveremos.

Una vez estuvo todo listo, montamos sobre Cobalto y emprendimos juntos el camino de regreso. A los pocos metros, nada más bajar la cuesta, vi cuervos volando, y Cathy me advirtió de lo que sucedía antes de que llegáramos al escenario de la muerte. El fågelblaun, con sus alas azules extendidas, tirado en el suelo, y convertida toda su elegancia en carroña. Pensé lo mismo que pensó ella sobre lo que podía haber pasado, pero no fue algo que me agradara encontrar, por lo que espoleé al caballo y dejamos atrás al pájaro muerto con sus cuervos.

Pronto se abrió ante nosotros la imagen del lago Elaciarg, con sus aguas tranquilas, y la conversación siguió otros caminos más agradables, y nos olvidamos de la desafortunada criatura.

~ o ~

Eran, aproximadamente, las diez u once de la mañana cuando llegamos a palacio, y, nada más atravesar los muros de la residencia real, recordé todas las obligaciones del día. Me despedí de Cathy y ya no la volví a ver hasta que se escondió el sol.

Ese día tuve tres reuniones y respondí veinte cartas, una de las cuales era una nota de mis padres, que en esos momentos se encontraban más allá de las montañas, resolviendo asuntos en Narell. Les había insistido para que me mantuvieran informados siempre de cada uno de sus movimientos, y se llevaron consigo buenos soldados para protegerlos en los caminos. También por ellos llevaba dos semanas temiendo.

La rutina me devolvió a los problemas del día a día, que eran siempre los mismos. Estábamos a la espera de los tratos que hiciera mi padre en Narell, que, gracias a su localización en la costa, era uno de los puntos clave para el comercio del reino.

De esta forma, solo tuve en los solitarios y apresurados descansos de las comidas, tiempo para pensar en cuál sería la forma adecuada de pedir la mano de Cathy. No llegué a ninguna conclusión.

Esa noche, cuando llamé a la puerta de su habitación, solo tenía entre mis manos una única rosa roja, que tuve que encantar a toda prisa a partir de otra rama, pero que consiguió ofrecer un aspecto presentable. Sabía que a ella le gustaban esas flores; las había cultivado en Ereaten, según me comentó alguna vez, y también en la Torre. Esperé a que me abriera, en silencio, muy tranquilo, sin pensar en nada en concreto.

No tenía dudas. Primero quería conocer su opinión sobre mi propuesta, y solo después, pensaría en la opinión de todos los demás.

Catherine
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A través del cuadrado de la ventana, veía el cielo nocturno con total claridad. Se distinguían más estrellas aquella noche que la noche anterior, y se apreciaba bien el contorno plateado de la luna. En el momento en que levanté la cabeza del libro, una nube delgada, de color grisáceo, pasó sobre ella, como cortándola y confiriéndole, además, cierto aspecto tenebroso. Cada vez que me detenía para contemplar el cielo, echaba de menos el observatorio de la Torre. «Allí casi todas las noches se veían bien los astros».

Pero, pese a la nostalgia, era perfectamente consciente de que no quería irme de Wölfkrone. Volví a agachar la cabeza y a centrar mi mirada en el libro que estaba leyendo. Era un ejemplar de poesía nórdica. No había visto a Cres desde la mañana, ni tampoco vino a buscarme por la tarde, como acostumbraba a hacer, por lo que supuse que estaría ocupado. Y yo estaba aburrida. Después de hojear durante horas el libro de sanación que habíamos encontrado en la cabaña, acabé cogiendo de los archivos, por pura curiosidad, el libro que tenía ahora entre mis manos, un volumen grueso, encuadernado en piel, titulado «Den ævintör und låtar dein belesten ab Wölfkrone» 1. Para mí, era simplemente el libro de poesía de Wölfkrone.

Y, en esos momentos, estaba en una de las páginas finales, analizando una estrofa que no tenía la menor idea de lo que podía significar, pero de la que podía rescatar algunas palabras. Intentaba practicar su pronunciación, pero había algunas realmente complicadas, hasta tal punto que me costaba comprender cómo podían los nativos hablar ese idioma con tanta fluidez.

«Kåmmen das svärd að fågelblaun ab innsjø,
han skar den Stornør Modgrakkur dan flæn
und wrertshgër alsdann im den Stornør Raginsjø,
und den eisstrer ab den Landiðn Tødsæn
frysein utt leikren furimmsjavn
und utt själ leiden das meiterwæn
ab eyðaevigverbringen im den Shagga ab Ravn
».  2

Fågelblaun ab innsjø era la especie de pájaro que habíamos visto en el lago. Svärd era espada; Shagga, sombras; Ravn, el dios del Mal en el Norte. Eso era lo único que entendía, y estaba intentando adivinar cómo se pronunciaba eyðaevigverbringen, si es que aquello tenía alguna pronunciación posible, cuando llamaron a la puerta.

Cerré el libro al instante, lo dejé sobre la mesa y fui a abrir. Era Cres.

Por fin llegas —le dije, sonriente—. Te estaba esperando.

Y se presentó con una bonita rosa para mí. La recogí con cariño; no tenía espinas, y desprendía un aroma agradable. Tal vez solo fuera una flor, y aquel un pequeño detalle, pero no pude evitar sonreír, entre conmovida y emocionada, porque todavía no terminaba de acostumbrarme a las dulzuras del romanticismo.

Puse la flor en agua sobre la mesa de noche, y luego nos trajeron la cena a la propia habitación, que contaba con el mobiliario adecuado para ello. Comimos carne, yo bebí algunos sorbos de vino, Cres se tomó un par de jarras de aguamiel. No recordaba haber recibido jamás tantas atenciones y, muchas veces, me sentía incómoda, extraña, al ver que los criados me servían a mí y no era yo quien se ocupaba de esa tarea.

Hablamos de forma distendida durante el transcurso de la velada, pero llegó un punto de la conversación en que noté que él estaba cada vez más pensativo, cada vez más serio. Nos sumimos unos instantes en un silencio incómodo. Yo tenía la copa en las manos, todavía llena hasta la mitad. Él dejó la jarra vacía sobre la mesa, apoyó tranquilamente la espalda en la silla y me miró.

Te noto callado —comenté.


Hoy he estado pensando en algunas cosas, Cathy...

Contuve la respiración. Por el tono que estaba empleando, temía que no fuera a gustarme lo que me pensaba decir. Agarré la copa con fuerza, clavé los ojos en el vino, y luego nuevamente en él.

Quiero que te cases conmigo.

«Oh, por la Diosa». Nunca cinco palabras habían supuesto tanto. Me quedé en silencio. No dije nada. Tenía un nudo en la garganta. Se me estaba acelerando el pulso. Las llamas de las velas temblaban tanto como estaban temblando mis manos. Y aunque no me gustaba demasiado el sabor del vino, apuré la copa y terminé en unos segundos lo que me quedaba.

Después, dejé la copa en la mesa. Silencio, silencio, y más silencio. Cres se llevó de forma inconsciente una mano a la barbilla. Estaba esperando que dijera algo, pero yo no tenía palabras.

¿De verdad?

Fue lo único que alcancé a decir. Él me sonrió.


Sí.

~ o ~

El viento entraba discreto por la ventana y agitaba las cortinas blancas de la cama. Se mecían hacia la izquierda y hacia la derecha, se formaban ondas en su superficie delgada, los bordes acariciaban las mantas y el suelo. El viento pasaba también sobre el libro que estaba en la mesa, se deslizaba entre las botellas, entre los vasos vacíos; se acostaba, perezoso, en la alfombra, y se colaba por la rendija de la puerta cerrada, y se apoyaba en las paredes de piedra.

Dejé descansar la cabeza en el pecho de Cres, mientras él me rodeaba con sus brazos desnudos. Todos los problemas se habían quedado tan, tan atrás...

La noche era acogedora, silenciosa. «Hacía cinco años que soñaba con esto. Nunca pensé que pudiera suceder de verdad». Pero era cierto. La vida me había hecho soportar el sufrimiento durante años, y ahora me recompensaba con regalos que ya creía imposibles.

Tomé la rosa con la mano izquierda y, al hacerlo, se desprendieron varios pétalos, dos o tres, que cayeron suavemente sobre las sábanas. Le di vueltas a la flor entre los dedos, recorrí sus pétalos con la mirada. Otro más cayó. Con delicadeza, lo arrastró el viento. Los pétalos, antes tan rojos, se estaban pudriendo por los bordes. «¿Tan pronto?».

Tan pronto.

Él me besó en un hombro, yo me estremecí. Mis ojos continuaron fijos sobre la rosa que anunciaba su pronta muerte. Pensé en el fågelblaun, en los cuervos... Pensé en el Iris del Manantial, y en todo lo que significaba. Pensé y pensé..., y no sabía por qué, entre tanto amor y tanta felicidad, con la expectativa de un futuro idílico frente a nosotros, yo no podía dejar de interpretar todos aquellos mensajes de la naturaleza como un presagio de desdicha... y de muerte.

~ FIN DE LA ESCENA ~




Traducciones:

1  Den ævintör und låtar dein belesten ab Wölfkrone: Los romances y cantares más populares de Wölfkrone.
2  Estrofa del poema: Llegó la espada al fågelblaun ab innsjø,  
le cortó el Rey Valeroso las alas,
y se convirtió entonces en el Rey Cobarde,
y los hielos de las Tierras Muertas
congelaron su cuerpo para siempre
y su alma sufrió la condena
de pasar la eternidad en las Sombras de Ravn.

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