La noche cayó sobre la ciudad de Ereaten. Todo estaba tranquilo. El pueblo estaba contento, ya que muchos de los herejes que se ocultaban de la Inquisición estaban comenzando a salir a la Luz. Muchos escapaban, pues resultaban ser realmente escurridizos. Pero otros eran capturados y ajusticiados según las leyes de este, mi reino.

Las cosas habían comenzado a calmarse desde hacía un par de semanas. Cada vez quedaban menos herejes, brujos y similares. Su Santidad, el Papa Lediv VII en persona, acudió hace un par de días para felicitarme por mi buen trabajo. Lord Marcus también parecía muy satisfecho por mi labor.

No obstante, había algo que me preocupaba: el joven que mis hombres y yo encontramos en el bosque hace unas semanas. Los médicos aseguraron que se recuperaría, pero no se ha despertado desde que le trajimos a palacio. Sentía curiosidad por saber quién era y de dónde había salido. Pero no puedo hacer nada hasta que despierte.

Después de rezar mis oraciones habituales, me apresuré a meterme en mi mullida cama. Había resultado ser un día largo y francamente agotador. Necesitaba descansar.

Y sin más preámbulos, cerré los ojos, dispuesta a sumirme en cuerpo y alma en el maravilloso reino de los sueños.

Infiltrarme en el Palacio de Ereaten no me resultó muy difícil. Sólo tuve que emplear un poco de la magia de Chessire para colarme por los recovecos más intrínsecos de sus muros.

La luna brillaba con fuerza en el firmamento. Aquella era la noche perfecta para llevar a cabo mi plan. Parece ser que el bueno del conde de Nightingale ha sufrido un contratiempo (dicen que padece enfermedad), por lo que se tuvieron que posponer los Juegos del Deshielo. Por mi no había problema, era la ocasión perfecta.



Gracias al poder que me confería la magia de Chessire, logré introducirme en los aposentos de sus majestad, la reina Isabella de Garnalia. Viéndola ahí, dormida, no parecía la feroz mujer que había conseguido sembrar el caos y el terror en casi todos los magos de este lado del océano.

Pero no había tiempo que perder. Lo primero es lo primero: el trabajo. Y el trabajo es el trabajo y... bueno, mejor empiezo, que si no empiezo a desvariar.

Empleando mi Secreto de la Luz, creé una aureola del mismo elemento alrededor de mi cuerpo. El foco, situado detrás de mi, provocaba que las sombras ocultaran mi cuerpo, dejándose entrever únicamente mi perfil. Poco a poco, la luz se fue acrecentando. Pude observar como la joven comenzaba a despertarse. Finalmente, con un simple conjuro de transformación (tan propio del Libro de la Tierra) adopté una apariencia... especial

- Isabella - pronuncié, en tono grave y a la vez solemne - ¿Puedes verme, hija mía?

No estoy del todo seguro. Algo me dice que, por mucho que hayan intentado representarlo en cuadros o esculturas, nadie puede conocer realmente cómo es el verdadero aspecto de "Dios"

Una voz logró sacarme de mi sueño. La luz cegadora me obligaba a taparme la vista. Ahí, frente a mi lecho, se hallaba una figura, cuyo rostro no podía escudriñar. Pero su voz... su voz era cálida, dulce, grave... era la voz de un padre al que yo...

¡Oh, cielos! ¡No puede ser!

- Díos mio... - logré susurrar, incapaz de creerme lo que estaba ocurriendo - ¿... eres tú de verdad?

Me llevé las manos a la boca e, instintivamente, me arrodillé. Miré al suelo de inmediato. No era digna de mirar directamente a los ojos del creador.

Dios, mi señor, se había aparecido ante mi, su más devota servidora.

Todo estaba saliendo según lo previsto. Isabella realmente se estaba creyendo que yo era su querido Dios, aquel por el que acababa con la vida de tantos magos (muchos de ellos, inocentes). Su influencia crece cada día, así como su voluntad de erradicar todo el mal de este mundo. Algo sencillamente perfecto para llevar a cabo mi plan.

- Hija mía - pronuncié, al ver cómo la reina se arrodillaba ante su "rey" - Estás cumpliendo con tu deber. Cada vez son más las almas impías que perecen ante la divina providencia. Y todo gracias a tí.

"Ereaten ha sido purgada. Ha llegado la hora de que difundas mi palabra más allá de tus propias fronteras. El Mal debe ser erradicado, y sólo tu puedes llevar a cabo esta misión.

Comienza por limpiar toda Garnalia de la oscuridad del Mal. En el Reino de la Noche, existe una escuela que se dedica a formar a las pobres almas desdichadas en las artes malignas. Ese lugar es fuente de pecado y corrupción. Debe ser erradicado".

Isabella parecía comprender mis palabras, si bien todavía no había salido de su asombro. Satisfecho, me dispuse a jugar mi as en la manga

- Mas no temáis hija mía - le dije, con el fin de inducir tranquilidad - En tí deposito toda mi confianza. Os hago entrega de mi bendición, para que podáis hacer frente al Mal que se avecina

Tras pronunciar mi pequeño discurso, alcé los brazos, protegidos por la sombra que proyectaba mi pequeño foco, y pronuncié mentalmente las palabras mágicas:


Un fuerte dolor comenzó a anidar en mi pecho, pude sentir cómo las agujas del reloj comenzaban a desplazarse, lenta pero inexorablemente. De mi interior surgió la invocación más poderosa de todas: la Mano Negra.

Una vez apareció, le ordené que infundiera la espada y la armadura de Isabella con su poder, para que ni el más poderoso de los hechizos mágicos pudiera hacerle daño, y para que sus golpes fuesen capaces de deshacer cualquier encantamiento.

Tras embadurnar ambas con el poder de la Mano Negra, me sentí profundamente agotado. Observé el reloj que tenía tatuado en el pecho. Una hora. En menos de dos minutos ya había gastado una de las doce horas con las que podía contar con la Mano Negra durante el resto de mi vida. La hice regresar a su plano inmediatamente para que el reloj no siguiera avanzando.

- Id en paz, hija mía - le dije a Isabella

Y dicho esto, empleé las últimas fuerzas que me quedaban para pronunciar el hechizo de teletransportación y alejarme de ahí.

Dios me ha hablado. A mí, de entre todos sus siervos. Me dio su biendición, embadurnando mi espada y armadura con un poder divino que haría que la magia de los pecadores no pudiese afectarme.

Me ha encargado una misión. Difundir su palabra. Y eso haré. No quedará una sola región de este mundo sin rendir pleitesía a la única fe verdadera.

No hay tiempo que perder. Debo empezar a organizarlo todo:

- Reunid a todos los comandantes - ordené a mi dama de compañía - Y llamad a Lord Gladius.

Pronto dará comienzo la Gran Cruzada. Y esa escuela del Reino de la Noche será la primera en caer..