Un día blanco de invierno discurría por el suelo de piedra del Templo de Svea, el viento cantaba en el cielo y se colaba por todos los recovecos de aquel peculiar centro de culto donde la mayor parte del terreno se ubicaba al aire libre. La enorme estatua de Svea, en el centro, contemplaba con sus ojos de piedra muerta las montañas nórdicas y las tierras de Wölfkrone. No nevaba, pero había restos de nieve en el suelo, y también en el tejado de la parte techada de dicho templo.

En la entrada de dicha parte, frente a uno de los altares, se encontraba el joven Xehanorth rezando sus plegarias, de rodillas ante una réplica pequeña de la figura de Svea que había ubicada fuera. La muchacha que lo acompañaba, Catherine, pronunció unas palabras cargadas de desesperanza, sin sospechar que sus afirmaciones no se correspondían con la realidad y que iban a ser desmentidas en breves instantes.

¿Pero quién podía imaginárselo? Rara era la ocasión en que los dioses transmitíamos, directamente, una respuesta a los rezos de nuestros súbditos. Sin embargo, yo estaba siempre presente en todos los lugares del mundo, mi luz teñía todos los rincones de luz y dulzura, y no importaba el nombre que me dieran: Svea, Diosa, Ella o Señora, porque yo escuchaba todos los rezos que por mí eran emitidos.

Svea era una identidad que me gustaba especialmente, quizás por la antigüedad de dicho culto. A pesar de ello, no fue esa la forma que tomé ante Xehanorth, ni la forma de la estatua, ni la de una paloma blanca o un lucero, como era habitual en la Diosa de la Luz. No, no era esa la forma que tenía que adoptar para presentarme ante él.

Como una brisa de aire fresco, como una mano invisible, suave y plácida como un beso de amor en una tarde de otoño, toqué su alma y leí en su corazón y en sus recuerdos como quien lee en un libro abierto o en los ojos de los hijos a los que ha criado desde la cuna. Y supe, aunque ciertamente siempre lo he sabido, todos los detalles sobre Xehanorth, incluso aquellos que él mismo desconocía y que yo podía alterar con mi sola voluntad.

Nadie estaba cerca de Xehanorth y, aunque alguien hubiera pasado por allí, no habría visto jamás lo que él vio. Tomé la forma de una mujer joven, ataviada con un vestido blanco impoluto, y aparecí de la nada sentada en las escaleras que estaban tras el altar y que daban acceso al recinto interior del templo.

Hablé con su voz, lo miré con sus ojos, sonreí con su misma sonrisa y hasta mis gestos y movimientos eran idénticos a los de ella; mi piel tenía la misma textura, mi cabello los mismos rizos, mis manos la misma medida. Todo era exacto, todo era como era ella, como fue en vida; y era tal la perfección de la encarnación, tan hermosa y tan real, que habría sido imposible distinguir en ella detalle alguno que desmintiera su identidad.

Era Astrid y Xehanorth lo sabía, y fue Astrid, su Astrid, quien desplegó los labios y habló con una voz que él llevaba muchos, muchos años sin escuchar:

—¿Todavía me recuerdas como era antes de morir? —preguntó ella y no había en su rostro y en su aspecto rasgo alguno que delatara su muerte, porque toda ella rebosaba vida, energía y pureza.

Como esperaba, Xehanorth reconoció a Astrid en la forma que yo tomé para presentarme ante él. Sin dejar de sonreír, me puse en pie, rodeé el altar y avancé hasta situarme justo frente a él, que se había puesto en pie a duras penas; el cansancio aún entumecía sus músculos.

—En el fondo de tu corazón, sabes quién soy, y sabes que yo soy Astrid y que también soy tú —dije, con la voz fina de aquella chica a la que la muerte había arrebatado de los brazos de Xehanorth.

Yo era todas las cosas, todas, y mi luz brillaba en el pecho de todos aquellos que no habían sucumbido a la tentación del Dios del Mal. Posé una mano en el pecho del joven y noté su corazón latir, rápido, frenético, como solo podía estarlo después de tener frente a sus ojos a una amiga tan apreciada a la que no creía que pudiera volver a ver.

Era como tener entre mis manos a un pajarillo tembloroso que aún no ha abandonado el nido. Tan frágil y a la vez tan fuerte, tan pequeño y a la vez tan grande...

—¿Cuánto tiempo has pasado pensando en mí? —volvió a hablar la voz de Astrid.

Se levantó entonces una brisa ligera que meció nuestros cabellos y yo estaba tan cerca de Xehanorth que nuestras dos cabelleras se entremezclaron. Mis pies descalzos no se amedrentaban ante el frío del suelo de piedra, cubierto por restos de nieve húmeda, y yo sabía que él tampoco sentiría el frío; no podía sentirlo mientras lo tocaran mis manos.

Mi mano derecha besó su mejilla, en una caricia suave como una pluma. Las fronteras del tiempo y del espacio, las fronteras del mundo, todas podrían haberse deshecho alrededor del templo... Él no lo habría notado.

—¿Cuánto tiempo has pasado... pensando en cómo morí?

Y entonces se alzó un silencio casi sobrenatural entre ambos. Tomé su rostro entre mis manos y, sin mayores preámbulos, mis labios suaves buscaron los suyos, depositando un beso dulce sobre su boca que reunía, a un tiempo, el sabor del sol, el aroma de la primavera y cien mil melodías de amor.

Después de besarlo, mi rostro siguió quedando muy cerca del suyo y él me preguntó si había venido a bendecirlo, tal como él había pedido, mientras pensaba si Astrid era la persona a la que yo había enviado para efectuar dicha tarea.

Admitió que la muerte de Astrid estuvo atormentándolo durante mucho tiempo y que aún la recordaba. Siempre estaría en su pensamiento y yo era consciente de ello.

—No he venido a bendecirte, Xehanorth. He venido para que me recuerdes, para que no se te olvide cuál es el tono de mi voz, cuál es el tacto de mi piel, cuál es la esencia de mi alma. Para que conozcas cuál es la textura de mis labios.

»He venido para que admitas y recuerdes que me amas. ¿Me amas? Responde, Xehanorth, ¿me amas de verdad? Demuéstrame que me amas.

Toqué sus manos con mis manos y fue como si estuviera tocando todos sus pensamientos, todas sus emociones, todos sus sentimientos.

—Dime que me amas, cuéntame tu verdad y yo te contaré la mía. Y sabrás todo lo que sucedió y todo lo que ocurre.

Xehanorth confesó y sus palabras fueron sinceras. Había amor en él. Había amor en sus ojos, en su voz, en cada oración firme y segura que escapaba de sus labios. Reconoció que su deseo de encontrarse con Astrid superaba a sus deseos de cumplir con el plan de su padre, un plan que él no podría realizar de la forma que creía poder hacerlo.

—¿Regresar a mi lado? En realidad siempre he estado contigo. Aunque no me veas. Tú me sientes en tu corazón.

Volví a posar una mano sobre su pecho, transmitiéndole una sensación aún mayor de serenidad. Mi voz apacible era como el arrullo del viento en su oído.

—Si es cierto que me quieres, te gustará saber la verdad. La enfermedad que me mató no se dio de forma arbitraria. Fue un mago oscuro quien la propagó. Fue un hombre cuya alma estaba contaminada por la Oscuridad, él me arrancó de los brazos de la vida cuando aún me quedaban muchos años por vivir, muchas sueños que cumplir. Yo podría estar hoy contigo, si no hubiera sido por él.

Hice una pausa y retrocedí un par de pasos, volviendo a sentarme sobre las escaleras del templo. Había tristeza en mi mirada, una tristeza que no se podía definir con palabras y que se clavaba intensamente en el alma de quien me mirara directamente a los ojos.

—He venido para que me recuerdes en todos mis aspectos. Para que sepas que yo te he guiado por los senderos del mundo y que he sido tu luz. «La Oscuridad siempre devora al corazón del incauto». Tú mismo lo has dicho. La Oscuridad devoró a mi asesino y mi asesino me devoró a mí, convirtiéndome... en esto...

Lágrimas de sangre empezaron a brotar de mis ojos, mientras mis manos se desintegraban; se desintegraba mi túnica blanca, mis cabellos, mis piernas. Todo mi cuerpo se transformó en ceniza y, al cabo de unos segundos, solo quedó de mí un cúmulo de polvo en el suelo, que la brisa se encargó de esparcir por el altar. Durante el proceso, mi sufrimiento se trasladó al corazón de Xehanorth, quien sintió la congoja que su amada sintió en los momentos previos a su muerte.

Después todo quedó en silencio durante unos minutos interminables. Regresó el frío, un frío intenso que alimentaba la sensación de soledad, y empezó a caer nieve del cielo. «Joven Xehanorth, si amas a tu Diosa, si quieres enmendar tus errores, no vendas tu alma al Mal. Sé cuáles son tus intenciones y sé también que ninguna palabra te disuadirá de tus objetivos. No es mi intención disuadirte, pero tú has solicitado mi bendición. Tú has querido que Yo sea tu guía y he venido a ilustrarte, a mostrarte un pedazo de realidad que tú sabrás cómo interpretar...», sonó mi voz en su mente.

Tomé la forma de una paloma blanca para posarme sobre la pequeña estatua que me representaba. Mis ojos de paloma estaban cargados de sabiduría sobrehumana y los posé sobre Xehanorth.

—El Mal está arraigando en los corazones de mis súbditos, en las almas de los Elegidos. La Anarquía y el Caos es hoy el objetivo de los desamparados que duermen en los campos del frío. Entre estos abismos de Discordia, yo solo puedo brindarte un consejo: sigue el camino de la Inteligencia, busca los sentidos ocultos en la realidad cotidiana; nada es sencillo, nada es tan claro como tú lo ves. Había algo de razón en los estudios de tu padre, pero también muchos errores de cálculo. Tu estás aquí, estás vivo, estás en el mundo, como todos, con una misión final y con cientos de pequeñas misiones que tu destino te llevará a cumplir cada día. Respiras el aire que yo te ofrezco y conoces la historia de tus antepasados por un motivo concreto: superarlos.

»Este es mi mensaje: encuentra, mediante la Razón, el camino que te conduzca al Bien. Busca objetivos, busca métodos, revisa y estudia, recopila la información necesaria y corrige los errores que pueden condenarte a la miseria más absoluta, que pueden atraparte y atarte al submundo de los asesinos de Astrid. Nada es lo que parece. Te obnubila lo Imposible y has dejado de lado lo Posible, con todos sus caminos que llevan a lugares más hermosos.

»Ten valor y limpia el mundo de los impuros. No permitas que el mundo caiga en las redes del Mal o que pierda toda su Magia. Obra con sabiduría y no te ciegues con la visión de una única opción. No caigas en la tentación de lo Prohibido. Solo entonces, Xehanorth, solo entonces, tendrás mi Bendición y también la bendición de Astrid.