Vacía era un alma blanca, transparente, una pequeña gota de energía encerrada en un dije de cristal, este dije tiene la forma de un prisma alargado y delgado, de dos puntas agudas, de color blanco. El cuerpo de Vacía es una niña de 12 años de ojos tan negros como su cabello, de 1.60 de estatura, delgada y pálida. Viste como lo hacía antes de ser separada de su verdadero cuerpo, gustándole más los colores pastel y las ropas largas sin mucha elegancia.

Vacía es una chica asustadiza, pero tierna y amable. Se caracteriza por saber escuchar, aunque no siempre tiene una respuesta. Es optimista y aunque muchas veces se quiebra siempre vuelve a brillar y con más fuerza, no sabe rendirse. Le gusta hacer el bien y ayudar a otros, pero va con cuidado pues las andanzas del pasado le enseñaron el horror de la confianza absoluta. Casi todo el tiempo está de buen humor, aunque casi nunca su cuerpo pueda expresarlo correctamente.

Recuerdo haber visto su rostro atravesar por debajo de mi ventana, de forma fugaz, cuando la lámpara de mi habitación me iluminaba a penas en la penumbra. El nítido y seco sonido de sus nudillos en la puerta, creo que incluso a veces me agrada recordar las veces que debió tocar antes de que me decidiera a abrirle, porque siento que estuve a punto de salvarme o que a lo mejor me quedé dormida y aún no puedo despertar de la terrible pesadilla que me trajo su faz.
Sólo tengo recuerdos de su infantil sonrisa, su mirada vivaz y los colores de las golosinas que me ofreció. Mis pasos entre la noche dejando una huella descalza sobre la tierra húmeda, la brisa refrescante del invierno y luego La Puerta.
Con la curiosidad de cualquier niña entré tras él, un infante como yo, lo seguí hasta el final del pasillo donde esperaba al fondo de la sala principal una mujer hermosa, de ojos oscuros y piel de miel. Su cabellera rizada caía sobre su regazo, mientras ella sentada descansaba su codo derecho en la bracera de su sillón y sobre esa mano su mentón débilmente apoyado, su cuerpo inclinado y esa sonrisa cautivadora la hacían ver frágil y descuidada; me hizo olvidar que no era correcto estar allí, las veces que mis padres me advirtieron de no visitar a la demoniaca mujer, ellos que tanto odiaban el mal de la magia.
Escuché un murmullo de voces de niños en el pasillo, cuando giré vi unos diez y poco a poco la sala se llenó; tenían sus cuerpos cubiertos por capas azules y negras, algunos eran más altos, pero no podía ver sus rostros ni su piel. Cuando volví la vista hacia la mujer frente a mí habían tres féretros abiertos con cuerpos descompuestos y nauseabundos. Entonces la mujer se levantó de su sillón y entonces vi su mano izquierda: sostenía un cristal de dos puntas, alargado y delgado, casi del tamaño de uno de sus dedos; lo sostenía en alto como si estuviese a punto de anunciar un premio y yo, aún embelesada y estúpida observaba el preludio de mi muerte.

De pronto estaba petrificada, mis manos se extendían a mis lados y sentí que flotaba aunque mis piernas estaban estiradas intentando tocar el suelo. De pronto una terrible oscuridad bañó la estancia y los presentes hablaban con voces de ultratumba, intenté gritar, correr, agitarme y liberarme, pero todos mis esfuerzos eran inútiles.
La voz de la mujer decía letanías y era tan fuerte que retumbaba por encima de todos, una horrible y ensordecedora voz que me desgarró de las entrañas de mi cuerpo y enmudeció mi conciencia.


Habían otros que, como yo, habían caído a una prisión de cristal. Podía ver entre la débil luz de las velas los cuerpos en el piso, almacenados como mercancía uno sobre otro y días después eran desechados. Los nuevos éramos a penas espectadores y aquellos cuyo cristal había oscurecido tenían derecho a volver a un cuerpo; pero mi cristal se mantenía blanco o Vacío, como ellos decían cuando se inclinaban hacia mí, mostrando a sus ojos el cristal en el que me habían encerrado.

Un día la mujer nos tomó y examinó con su oscura mirada el interior de cada cristal; recuerdo haber visto sus pupilas dilatadas en el mismo instante en que me vio. Con cuidado atravesó el cristal por encima de mí en una de sus puntas, donde yo no alcanzaría a escapar, a través del agujero puso una cadena de color opaco y me estrechó en su mano izquierda.
Poco después frente a mí estaba una niña, su mirada era igual al de la mujer, su cabello de noche era lacio y su piel blanca y pálida, había muerto.
Esta vez no escuché su voz, solamente algunos murmullos y quejidos que dieron lugar a un llanto silencioso. Le acomodaba el cabello y puso sus piernitas derechas y le juntó las manos sobre el abdomen, acarició el cristal con una mirada tétrica.
Pronunciaba rezos y palabras que no entendí, pero me recordaban a muchos de los rituales que hicieron con los cristales oscuros. De pronto escuché un sonido estremecedor, no eran sus gritos de dolor  ni sus conjuros, ahora había una espesa oscuridad a nuestro alrededor y una energía maligna aún más grande que la suya estaba presente.

Supe que me consumiría y sería el fin de mi existencia, no sé si me sentí feliz o triste, pero sé que me habría gustado averiguar qué significaría el fin.
Cuando abrí los ojos comprendí que era el comienzo de algo nuevo. La mujer de orbes oscuros estaba a mis pies, expectante. La miré a los ojos y no sentí más que un calor en el pecho, mis manos llegaron a él por inercia y sentí mi corazón sereno.
Poco tiempo pasó antes de que me diera a la fuga, no pasaría ni un día de mi existencia en ese lugar, tampoco pensaba participar de las atrocidades que cometían y mucho menos pensaba volver a la prisión que aún pendía de mi pecho. Una noche en la que no hubo culto me escurrí entre las habitaciones hasta llegar a la de madre, parecía dormida, pero cuando deslicé el cuchillo en su pecho supe que solamente se había descuidado un instante. Sus manos me agarraron con fuerza y me lanzó contra la pared. En el forcejeo desgarré su vientre y ella cayó de rodillas, supe que era mi oportunidad.

Pude ver mis cabellos revolverse en el viento mientras ella, agonizante, corría tras de mí a pocos metros y sus entrañas se escurrían sobre el suelo. La escuché hablar y sentí como una fuerza superior e invisible me atrapaba, pero eso no me detuvo, corrí hasta salir de los infiernos.

Ahora, que han pasado algunos años, en la oscuridad su maldición se hace fuerte y me aprisiona con fuerza, sé lo que intenta, pero no volverá a aprisionarme, iría hasta los confines de la Tierra para liberarme de esta maldición.