Anaë'draýl estaba aquella mañana hablando apaciblemente de asuntos de Estado con su esposa Shewë. Ambos habían madrugado aquel día, como acostumbraban a hacer en temporadas de mucho trabajo, y, puesto que los asuntos de El Anillo (devastado tras la batalla) no podían esperar, pasaban ambos largas jornadas recluidos en sus dependencias de la Escuela del Bosque Dorado, pensando y debatiendo sobre múltiples factores y estrategias diversas para que no volviera a repetirse la tragedia.

La conversación de aquel día versaba sobre los nuevos sistemas de defensa que podían ser instalados en las murallas de la ciudad. O, al menos, así había sido en sus comienzos. Luego, la conversación acabó tomando otros rumbos y, en el momento en que llamaron a la puerta, estaban ambos riéndose de los vestidos sobrecargados que acostumbraba a llevar la Condesa de los Lirios Azules.

—Voy a abrir —dijo el Señor del Bosque Dorado, mientras su mujer contenía la risa.

El elfo caminó hasta la puerta, aún pensando en la Condesa de los Lirios Azules, y abrió, solo para encontrarse con una imagen inesperada. Eran dos humanos: una, la criada pelirroja a la que Shewë había traído desde Aryewïe; otro, el rehén de Xerxes Break, el hombre que había fracasado intentando recuperar uno de los Secretos.

Al verlos, hizo una mueca de desprecio. Y el mismo desprecio, quizás más acentuado, se dibujó en los ojos azules de Shewë, cuya risa había desaparecido para dar lugar a una sonrisa perversa.

—Menuda visita tenemos a estas horas de la mañana, ¿no crees, querido? —pronunció ella, con un tono informal que no se asemejaba a su forma de hablar en el Juzgado del Concilio; allí se sentía como en casa, aquella era prácticamente su casa, y no tenía nada que aparentar.

Anaë'draýl hizo un ademán y se sentó en su silla, tras la mesa.

—No son horas para hacer visitas, humanos. —Después, sus ojos se fijaron en Xehanorth—. Lo dejaré pasar por esta vez porque tú tienes cosas que contarnos. Cierren la puerta.

No les ofreció ocupar las sillas que estaban frente al escritorio. Simplemente ordenó los papeles y los guardó en uno de los cajones, mientras su mujer observaba la escena con curiosidad y cierta perversidad.

Xehanorth tuvo la precaución de mostrarse cortés con los archimagos y empezó a relatar, en pocas palabras, lo que sabía acerca del asunto que los preocupaba a todos. No reveló nada nuevo: lo que había sucedido con Riak y Flextus ambos lo sabían ya, pues Joseph Winterose se lo había contado el día posterior a la batalla. Brilló, sin embargo, la furia en los ojos de la pareja, sobre todo en los ojos de Anaë'draýl, cuyos labios se torcieron en una mueca al escuchar el nombre de Riak.

Solo al final Xehanorth aportó un dato desconocido para todos: el nombre del mago que había aplicado el conjuro de transformación sobre Flextus. Mark Hammerhand. Los dos elfos conocían aquel nombre y se mostraron desconcertados, pues, ciertamente, hacía tiempo que nadie oía hablar de él.

—¿Mark Hammerhand, has dicho? —pronunció el Señor del Bosque Dorado.

—Sí, ha dicho Mark Hammerhand —respondió su esposa—. El "novio del corazón roto", el marido de aquella zorra. Xiera, se llamaba.

—La traidora de Xiera, como para olvidarla. Todavía me acuerdo del juicio. Incluso sentí pena por él... y ahora está con los Secretos. La traición forma parte de su naturaleza —apuntó, con cierto deje de rabia—. Nunca he entendido cómo la Diosa puede depositar su confianza en seres tan incapaces.

—Quizás para recordarnos la valía de los que verdaderamente le somos leales.

Tras el breve diálogo suscitado por el nombre de Mark Hammerhand, Shewë se quedó mirando a Xehanorth y se puso en pie. Salió de detrás del escritorio y se colocó frente a él, clavando sus ojos en los del humano, como si pretendiera adivinar con una única mirada lo que se le pasaba por la mente.

—¿Seguro que no has escuchado nada más? Francamente, me preocupa que estés encubriendo a alguien. Aunque espero que Narshel te haya enseñado lo poco que ella sabe sobre lealtad como para que no te guardes nada... para ti.

Su voz intimidaba, tenía notas tan oscuras en ciertas ocasiones que parecía que el Secreto de la Oscuridad que llevaba encerrado en su colgante estuviera tiñendo sus palabras. No conocía personalmente a Xehanorth, pero desconfiaba de él como desconfiaba de todos los humanos, y no se atrevía a creer en todo lo que él decía.

Anaë'draýl se levantó de su asiento y se colocó junto a su esposa, también frente a los dos humanos.

—No tiene por qué engañarnos, señora mía —dijo él—. Y menos después de haberle ofrecido asilo en la enfermería de nuestra prestigiosa escuela. Lo que sí me gustaría saber —continuó, volviéndose hacia Xehanorth— es lo que pasó en la Muralla. ¿Cómo consiguieron secuestrarte?

Shewë fijó entonces su atención en Catherine, que se había quedado junto a la puerta, a poca distancia de su amigo. Se acercó a ella y, tomándola del cabello, la atrajo hacia sí. «Hay té al fondo, ya sabes lo que hacer», le indicó mediante telepatía, para luego soltarla y volver a su posición junto a su marido.

A Shewë no le gustaron en absoluto las palabras de Xehanorth. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer, odiaba que alguien tocara el tema de su Secreto de la Oscuridad y, de inmediato, le lanzó una mirada fulminante al humano. No le bastó con eso; extendió el brazo y le propinó una bofetada al joven, visiblemente enfadada.

—Insolente —escupió—. ¿Vas a decirle tú a una archimaga cómo cuidar de un Secreto? —La elfa soltó una risa aguda—. Mejor ten cuidado tú con ese bastón que empuñas, porque puede quedarte demasiado grande. Al fin y al cabo, no eres más que un Maestro de una escuela de segunda categoría.

Más animada tras haber descargado parcialmente su ira sobre Xehanorth, se alejó de él y volvió a tomar asiento tras el escritorio, para tomarse el té con tranquilidad. Anaë'draýl continuó en su posición, asintiendo con la cabeza, gesto que delataba su aprobación ante el comportamiento de la Jueza.

—Shewë tiene razón, humano. Deja los asuntos del Concilio en manos del Concilio —la apoyó el elfo, y luego continuó—: Pero regresemos al tema que nos ocupa. Dices que Riak conoce el paradero de Xerxes y que planeas recabar información colándote en... ¿la Cueva Oscura? —Él sonrió—. Por desgracia, debo reconocer que esa rata miserable tiene cierto poder, y te cazaría en cuanto te viera. ¿Qué planes se te han ocurrido para conseguir ese objetivo?

Su voz estaba teñida de cierto deje burlón, como si no creyera a Xehanorth capaz de perpetrar un plan válido. Aún así, accedió a escuchar la respuesta que este le diera a su pregunta.

No gustó a los dos archimagos el discurso que dio Xehanorth sobre la importancia de la Oscuridad. Para ellos, la Oscuridad era todo lo que sobraba del mundo, el poder que debía ser exterminado, y ambos no daban crédito a lo que oían. Solo afirmar que la intención de Xehanorth era aunar los dos poderes para servir a la Diosa lo salvaron de que Shewë tomara la decisión de apresarlo en aquel mismo instante.

Pero decidió callar y dejar que siguiera hablando, y lo mismo hizo su esposo. «La Diosa me guiará». Anaë'draýl aguantó a duras penas la risa ante tal afirmación; la Diosa solo guiaba a quienes Ella había dotado con los mayores dones y no era el caso de Xehanorth. En todo momento, se mostró escéptico ante los planes del joven y, cuando él acabó, señaló:

—Los humanos nunca dejan de sorprenderme con su ignorancia y con sus locuras. —Apoyó una mano en el escritorio y suspiró—. Así va el mundo.

Un silencio se alzó en la habitación, silencio solo interrumpido por los sorbos de té. Luego, el Presidente del Concilio volvió a tomar la palabra:

—No pienso gastar mi tiempo dándole cuerda a las imaginaciones de un loco.

Shewë sonrió ante la afirmación y apuró las últimas gotas de té. Se levantó de su asiento, dejó la taza sobre el escritorio y colocó una de sus delicadas y blancas manos élficas sobre el hombro élfico de su marido.

—¿Y por qué no? Se cree que sabe controlar la parte de Oscuridad que tiene, porque los humanos la tienen, de eso no tengo duda; pensar lo mismo de los elfos, es una cosa de locos. Y este "señor" no parece muy cuerdo, precisamente. —La mujer parecía realmente divertida con la situación—. Es de la escuela de Narshel, déjalo que vaya en representación de la Torre y que ensucie el nombre de su Señora.

»Te ayudaré, humano atrevido, te ayudaré —afirmó mientras se acercaba a Xehanorth—. Pero con una serie de condiciones. La primera, no decir jamás que nosotros, el Concilio o los elfos hemos tenido algo que ver con tu plan; todo correrá a cuenta de Narshel. La segunda, si por algún remoto casual llegas hasta Aressher, deberás informarnos cada noche de lo que sucede allí; es muy probable que acabes muerto tarde o temprano y no nos interesa esperar a que vuelvas. La tercera, permitir que te vigilemos de cerca en todo momento para evitar traiciones o conspiraciones contra el Concilio.

»Y, la cuarta y última, traerme a Riak. O su bonita cabeza.

Estaba tan convencida de que Xehanorth no lograría cumplir sus objetivos que se dio el lujo de darle una oportunidad a sus planes, puesto que le resultaría divertido ser espectadora de su estrepitoso fracaso y podría aprovechar la ocasión para acarrearle algún que otro problema a la Señora de la Torre.