William E. Arkwright
William E. Arkwright
Humano
Nombre : William Erik Arkwright
Escuela : La Torre
Bando : La Diosa
Condición vital : Vivo
Rango de mago : Mago consagrado
Clase social : Plebeyo, marinero
Mensajes : 132
Fecha de inscripción : 02/05/2011
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Sin prohibiciones, sin leyespor William E. Arkwright, Jue Jul 04, 2013 2:20 pm
Apenas pasé unos días en Puerto Agnolia antes de saltarme las prohibiciones y regresar a la Torre. Sabía que aquello podía tener consecuencias nefastas si me descubrían, pero no me importaba. De todas formas, yo ya era un fugitivo y el hecho de ignorar las cláusulas de mi libertad no me convertiría en algo peor.

Me teletransporté a los jardines y desde allí, con sumo sigilo, me deslicé hacia el Campo de Entrenamiento. No pensaba quedarme en la Torre más de lo necesario; el único motivo de mi visita era mi orgullo y, en cuanto terminara lo que había venido a hacer, desaparecería de allí en un santiamén.

Eran ya altas horas de la noche. El cielo estaba oscuro, pero no tardaría en amanecer. Las últimas estrellas titilaban en el cielo y el Campo de Entrenamiento estaba completamente desierto. El viento arrastraba algunas hojas secas y agitaba, de vez en cuando, la puerta cerrada de la armería. Yo me acerqué a ella y, comprobando que nadie me observara, murmuré unas palabras mágicas y unas llamas pequeñas prendieron en mis dedos. Sin más, quemé la madera de la puerta, controlando el incendio para no calcinarla entera, sino solo la parte que correspondía a la cerradura.

Espanté la columna de humo que emergió con el brazo y me ajusté la capucha. En aquellos momentos me sentía un ladrón, y era una sensación extraña si teníamos en cuenta que la Torre había sido mi hogar durante varios años. Pero ahora ya no lo era. Ni era mi hogar ni podría regresar a él nunca más. Legalmente, claro.

Empujé la puerta medio quemada y me adentré en la armería. Estaba oscuro y tuve que esperar a que mis ojos se acostumbraran a la luz tenue y débil de la pálida luna, que iluminaba solo algunas zonas de la estancia. No me preocupaba dejar huellas de mi paso por la zona, porque ese era justamente mi objetivo.

Me encontraba en el lugar donde trabajaban Crescent y Michelle, dos personas que detestaba, y estaba solo. Con una ligera sonrisa, miré a mi alrededor, sin saber muy bien por dónde empezar. Allí podías encontrar todo tipo de armas de entrenamiento, todas básicas y rudimentarias, que estaban al alcance de los aprendices de la escuela. Había espadas, arcos, lanzas, mazas, proyectiles... No me detuve a mirar todos los cubos, contenedores y estanterías, pero estaba seguro de que, en aquel almacén, podría encontrarse cualquier arma que se pudiera imaginar.

Lo primero que hice fue derribar varios cubos de espadas a patadas, lo que me sirvió también para descargar la ira acumulada. Luego invoqué una ráfaga de viento para tirar algunos de los estantes, cuidando que no se me cayeran encima, porque eran demasiado pesados. El ruido de las armas al caer fue corto y estridente, pero confiaba en que la posición del Campo de Entrenamiento, lejos de la Torre en sí misma y de sus habitaciones, no atrajera a visitantes inoportunos. Seguramente, me arriesgaba a que alguien descubriera el ruido y apareciera de improviso; sin embargo, eso no me preocupaba, porque no pensaba quedarme allí hasta entonces.

Pasé con cuidado por entre el desastre de armas que había en el suelo y recogí una daga. Después me teletransporté al fondo de la estancia, donde aún quedaba una porción de suelo libre. Entonces rebusqué en mi zurrón y saqué un documento. Era la sentencia que Joseph me había dado o, mejor dicho, una copia de la misma. Me había costado mucho trabajo encontrar al copista adecuado para que reprodujera a la perfección el contenido de la carta eliminando, claro está, la cláusula que mencionaba a Catherine, pues no quería que nadie supiera que estaba viva. El resto de los retoques habían sido cosa de magia.

Desenrollé el papel y, de un solo golpe cargado de rabia, lo clavé con la daga en la pared de la armería:


Spoiler:

Mi intención era que lo descubrieran Crescent, Michelle, Narshel o cualquiera de los que me habían llevado a la situación en la que me encontraba. O todos, que la noticia volara por la Torre. Que supieran que estaba allí, que era libre y que, por tanto, había vencido. Que no iba a morir ni a pasar un solo día en prisión, que ninguno de ellos se había salido con la suya. Que podía saltarme todas las leyes y regresar a la Torre, o a cualquier otro lugar, y hacer lo que me viniera en gana.

Era, en toda regla, una provocación. Y disfruté haciendo todo aquello. Para rematar la jugada, me quité el collar de Cathy que llevaba al cuello y lo colgué en la daga, junto al documento. En mis labios se dibujó una sonrisa cargada de odio y rencor, mientras imaginaba la cara que pondrían al descubrir la noticia. La furia o la impotencia que sentirían al pensar que, aun habiéndola matado, la Justicia estaba de mi lado y nunca podrían derrotarme. «Este es el final que te mereces. Todas tus malditas acusaciones no han servido de nada», pensaba y, de haber tenido delante al guerrero, se lo habría grabado a fuego en la cara.

Por último, como para despejar las dudas sobre la identidad del artífice de aquel desastre, conjuré un hechizo de agua, mi elemento, muy simple, para encharcar el suelo. Luego lancé varios documentos que había en una mesa cercana, todos enrollados, sobre el agua; no sabía si eran importantes o no, pero me traía sin cuidado.

Y, finalmente, me detuve bajo el marco de la puerta para contemplar mi obra. Al despuntar el día, o incluso antes, llamaría la atención del primero que pasara por allí. Estaba un poco cansado, pero aún tenía fuerzas para realizar el hechizo de teletransportación.

Echando un último vistazo a la armería destrozada, con el documento de la sentencia reluciendo en el centro, en la pared del fondo, esbocé una sonrisa y me sentí satisfecho. Hice un pase mágico y, antes de que alguien se presentara en la zona, desaparecí y el Campo de Entrenamiento volvió a quedarse vacío y silencioso, como si el tiempo fuese lo único que hubiera pasado.


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